Fue a los diez años cuando, decidida a emigrar por falta de comida, la familia de Íñigo desistió por completo de la búsqueda de este. Había sido una decisión que ya no sólo fue incomparable, sino que dejó en ellos una sempiterna sensación de vacío. Sin embargo, se avecinaba una época que superaría cualquier expectativa, haría de la pobreza un hecho común a cada calle de la región. Jamás supieron de él, pero el recuerdo permaneció siempre en ellos.

Íñigo sabía con una precisión casi milimétrica cómo era la estrategia que había diseñado su padre, la cual le había entusiasmado desde el mismo momento en que se la desveló. Esta, que en esencia era sobrecogedora, consistía en acabar mediante un repentino levantamiento con la cúpula militar que gobernaba la región. El fin: imponer la suya propia. El plan había nacido debido a una situación irreconciliable entre un mando, que guiaba inyectando miedo en las venas, y una población, cada vez más insatisfecha, sumergida con distintos enemigos en constantes guerras. Su padre, que pertenecía a ese mando, sólo había sido el ideólogo, detrás de él, contaba con una facción que según fueron transcurriendo los meses se había ido acrecentando. El mando que acabarían imponiendo, sería todavía más despiadado.

La familia natural de Íñigo, habiendo metido en bolsas lo poco que les quedaba, anduvo de calle en calle con la quimera de encontrar algún lugar en donde poder refugiarse de todo, aislarse en la medida de lo posible de lo que nunca hubiesen imaginado presenciar, desde escasez de comida, y peleas por ella, hasta edificaciones derruidas y muertos descomponiéndose sobre charcos de sangre. El padre, con un viejo machete escondido en su cintura, conducía al resto hacia donde suponía, y rezaba, que habría un escondrijo. Llevaban seis horas, y todavía no habían llegado, y porque el recorrido nunca concluía la pequeña cayó rendida de rodillas y el hermano mayor lloró por dentro de la pena que le dio ver semejante escena. Debían encontrar, si no ese, otro sitio pronto: anochecía. Aún por donde iban había casas, aunque no así tantas personas, ya ni patrullaban los militares en sus jeeps. A partir de esas horas la gente solía resguardarse, era terrible andar durante la noche. A cada calle que transcurrían, la negrura tomó una intensidad amedrentadora, el absoluto silencio sólo se rompía por sus propios pasos, el penetrante pero débil pitido de unas pocas farolas alumbrando y las vigilantes miradas que les seguían desde la oscuridad de los distintos lugares. El plan que, desde hacía unos días, la familia había estado consensuando se basada en pasar la noche en un punto cercano a la frontera, en la que, según había escuchado el padre, se hallaba un agente de emigración excediéndose en su trabajo nada más que un rato al mediodía. A cambio de un cuantioso pago, que casi no podían sufragar, porque así lo había previsto el padre sacando el dinero de su bota y contándolo, estaba enviando gente a la Argentina. Abandonarían la, hasta entonces, paciente y al final escrupulosa búsqueda de Íñigo, que su madre, furibunda, había decidido encontrar desde el mismo momento en que, hacía ya diez años, le aseguraron que había muerto en el parto. Continuaron caminando, y a la hora, con las esperanzas ya deshilachadas, encontraron un camuflado hueco tapado que daba a un escondrijo, desierto, justo el que desde el principio tuvo en mente el padre; aquella zona, en la que había crecido, la conocía con una perfección que les dejó boquiabiertos. Se despertarían a primera hora de la mañana.

Se habían encargado de que no llegase nada a oídos inapropiados. El levantamiento estaba preparado para la una de la madrugada de aquel mismo día, la facción ya lo tenía claro. Bueno, al menos en un grado mayor del que hasta entonces había tenido, en tanto que jamás se podía poseer, en cuestiones como aquella, una seguridad completa y sincera. Pero es que hasta el jefe del actual mando militar estaba, sin él saberlo, rodeado de militares que le iban a traicionar. El presagio de victoria dibujó en ellos una sonrisa maliciosa. Mientras estaban reunidos en una habitación del cuartel, el supuesto padre se apartó durante un rato de toda aquella gente, se sentó sobre unas cajas y cogió la cadenilla que le colgaba del cuello. Una cruz y un chiquitito medallón dorados estaban atados a ella, y este contenía una diminuta fotografía de la cara de Íñigo. Se lo acercó a los labios y le dio un beso, luego otro a la cruz. Se aproximaba la hora. Y pensó en lo primero que haría en cuanto alcanzase el mando: esto era ordenar que le metiesen un tiro en la frente a su predecesor y mandar fusilar a todo aquel que había ido o fuese en contra suya. Sin embargo, no pudo seguir pensando porque, para su desconcierto, alguien dio cinco golpes de nudillo en la puerta: la señal; y diez minutos antes de la una, lo cual le extrañó hasta el recelo. Pero no titubeó, ordenó que todos se acabaran de preparar en absoluto silencio y saliesen detrás de él cuando dijese. En cuanto se dio la vuelta, un cuchillo atravesó su garganta

El escondrijo como tal no era muy amplio, si acaso cabían los cuatro y las bolsas, y aún sobraba algo de espacio, aunque no demasiado. Habían tenido que encender una vela y recorrer agachados una pequeña entrada y un túnel no muy prolongado para llegar hasta ahí, y se instalaron como pudieron, despejando sin hacer ruido lo que había en el suelo: quitando alguna lámina de metal y, sobre todo, piedras y trozos grandes de ladrillos que hubiesen incomodado al tumbarse. Su padre, que tras esto había confeccionado una puertecilla con una lámina algo agujereada y un trozo largo de alambre que llevaban en una de las bolsas, la atrancó apilando cuatro de esos trozos. Si alguien la intentaba abrir desde fuera lo conseguiría, pero al menos se darían cuenta. Decidieron que esa noche harían dos turnos de vigía: primero él y después el hijo.

Dejaron el cuerpo escondido en la habitación, y salieron tras el que esperemos que no llegase a ser un efímero cabecilla. Sólo tuvieron que subir unas escaleras para alcanzar el pasillo en que se encontraba el despacho del actual jefe del mando, y al mismo dentro de este. Había dos militares en la puerta. Desenfundó su pistola, y el resto hizo lo mismo, y cuando llegaron a ellos el cabecilla les miró a los ojos, asintiéndoles para que asimilasen la realidad que, aunque ya sabían, iba a ocurrir: que al entrar le metería una bala entre las cejas. El levantamiento como tal estaba a un paso, y, con una decisión imperturbable, lo hizo: entró y, antes de que el hombre pudiese siquiera entender lo que estaba ocurriendo, le metió una bala entre las cejas. Transcurrieron unos segundos en los que nadie dijo nada. Entonces el cabecilla se acercó al borde de la mesa y, volviéndose hacia ellos, dijo: “El pueblo nos necesita, pero no sabe cómo, ayudémosle. Hagamos de este un lugar grande. Todo el que vaya en contra, que sea fusilado. Todo aquel que esté con el pueblo, que sepa que hace lo correcto. Acaben con la escoria”.

Nada ocurrió esa noche, y a primera hora de la mañana volvieron a partir. Debían darse prisa para llegar al mediodía.

Se encaminaron hacia la frontera, ya empezaba a haber más bosque que construcciones derruidas, y entre árboles y un silencio intimidatorio surgió un rumor muy lejano. Pensaron que habría vuelto el caos. Pero un final desgarrador se avecinaba sin pausa hacia ellos. Era casi mediodía. Se estaban aproximando a un pueblo de la frontera cuando apareció un hombre, ya mayor y chepado, caminando en dirección contraria, y como tenía cara de no haber cometido jamás un delito, y supuso que se refugiaba por algún lugar cercano, el padre le preguntó en voz no muy alta, como si de un secreto se tratase, dónde podría encontrar a un tal agente de emigración que enviaba personas a la Argentina. El viejo se le quedó mirando. Era una mirada escrutadora. Al final les dijo dónde solía parar: cerca de un molino, a diez minutos andando hacia la derecha. Según se fueron acercando, y aunque el río todavía no se veía, un olor les invadió, uno que no reconocieron por cómo se confundía con la mugre de las calles que solían atravesar. El final estaba cerca. El padre decidió seguir solo, unos cuantos árboles más allá, para, camuflado entre la maleza, ver qué había. Y lo que vio le desgarró hasta el corazón, donde se encontraba escondida la última porción de esperanza que todo ser humano posee, tan frágil como sensible, pero tan fuerte como virulenta: una hilera de unas veinte personas fusiladas, desde niños hasta ancianos, cuya sangre caía a un río enrojecido, tal vez de la vergüenza de tener que albergar semejante crimen, que daba vida a un molino al fin encontrado, junto a unos militares que reían y charlaban como si nada hubiese ocurrido.

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