Huellas desde Nigeria

Huellas desde Nigeria

Fran Jrg

07/05/2017

Mi tío intentó matarme cuando aún me estaba formando en el vientre de mi madre. Lleno de ira le descargó una patada en la barriga que la tiró al suelo.

Todos los lunes por la mañana, al amanecer, antes de levantarme para ir al colegio escuchaba a mi padre prepararse, coger ropa para la semana y algo de dinero. Escuchaba los susurros entre él y mi madre, hablaban en voz baja para no despertarnos a mis ocho hermanos y a mí. Antes de partir nos daba un beso en la frente a cada uno, con cuidado. Con el sonido de la puerta al cerrarse dejábamos de saber de él hasta cuatro días después, cuando volvía de trabajar.

Mi padre, Mark Okeke, estaba casado con Eunise Okeke, y habían tenido nueve hijos. Yo era el octavo. Todo el dinero que ganaba mi padre debía destinarse para nuestra manutención y pagar el colegio, pero no era así. El hermano de mi padre estaba empeñado en que Mark debía mantener también a su familia. Mi madre, Eunise, nunca estuvo de acuerdo con esto. “Debes decirle que se cuide a sí mismo, tú tienes una familia a la que alimentar, tus hijos tienen que ir al colegio. Ese hombre no es un buen hermano”

Aquel día amaneció nublado. Mi padre partió como todos los lunes, perdiéndose en la niebla que cubría Anambra aquella mañana. Parecía que iba a haber tormenta. Cuando todos estaban despiertos y ayudando a Eunise en la casa, que en aquel momento estaba embarazada de mí, un hombre entró por la puerta. Olía a alcohol y tenía los ojos irritados. La tez pálida y los movimientos algo erráticos indicaban que estaba borracho. Era mi tío.

-Tú le estás convenciendo para que deje de enviarnos dinero ¿verdad?- gritó al entrar en casa- Mi familia tiene necesidades ¿No lo entiendes? Mi mujer está embarazada, necesito dinero.

-Pues trabaja- mi madre seguía limpiando sin mirarle a la cara. Le costaba agacharse debido al embarazo.

-¿Qué trabaje? Maldita sea, mujer. Mi hermano tiene que trabajar y darme el dinero.

-No nos queda nada para darte, vete ahora mismo- mi madre le miró fijamente a los ojos y apretó la mandíbula.

Un trueno detonó la tormenta en el exterior. Con un grito de rabia mi tío descargó una fuerte patada en el vientre de Eunise. La tiró al suelo y salió corriendo de allí, dejándola retorciéndose y tosiendo sangre. Mi hermana Ngozi, la mayor, llegó corriendo alertada por los gritos de mi madre. Todos los vecinos ayudaron a llevarla al hospital. Una lluvia torrencial caía aquella tarde sobre Anambra, pocas veces había llovido tanto en Nigeria en los últimos años. Por fortuna el feto estaba bien. El intento de mi tío había salido frustrado. Solo Dios es dueño de nuestras vidas, nadie tiene derecho a arrebatarle un hijo a su madre, por esto mi madre me llamó Maduabuchi, que en mi lengua significa “Nadie es Dios”

Recuerdo que tuve una infancia feliz. Me gustaba ir a cazar al campo. Es algo que los niños hacen en Nigeria para divertirse, allí no tenemos videojuegos, ni vamos al cine. Salíamos por la mañana temprano, armados con grandes machetes y cuerdas e íbamos a por animales salvajes. También iba al colegio, todos mis hermanos y yo fuimos a la escuela hasta terminar el bachillerato. Me gustaba, disfrutaba aprendiendo y descubriendo cosas nuevas. Me habría gustado ir a la universidad, era deseo de mi padre el que todos sus hijos fuésemos, sin embargo fue imposible.

Yo tenía catorce o quince años. Era viernes por la noche, estábamos cenando los once juntos porque mi padre había llegado temprano a casa aquella semana. “La verja de fuera está abierta. Id a cerrarla” dijo mi madre. Mi padre se ofreció voluntario, se levantó y salió de casa. Mientras le esperábamos escuchamos un grito, nos levantamos todos corriendo y salimos al exterior. Mi padre estaba en el suelo, temblaba. Le llevamos a la cama con mucho cuidado. “No puedo mover el brazo, ni la pierna” nos dijo aterrado. Lo que fuera que le pasaba a mi padre no desapareció en los siguientes nueve o diez años, hasta que murió. La pierna y el brazo derecho se le habían quedado paralizados. Le llevamos a varios hospitales a que le vieran los doctores, pero nunca supimos que le pasó. A partir de entonces nuestra familia comenzó a pasarlo muy mal. Mi padre Mark era los ojos y la cabeza de la casa. Con él postrado en la cama no teníamos ingresos, no teníamos nada. Tuvimos que olvidarnos de la universidad y comenzamos a buscar trabajo donde pudimos. Fué entonces cuando perdí por primera vez a un hermano. Es una sensación extraña. Te levantas por las mañanas y algo falla, algo no está bien. Una silla vacía, una cama que nunca se deshace, un plato que nunca más se pone. Se llamaba Chukwudi, era el quinto de mis hermanos. Perdió la vida en las calles de Anambra intentando sobrevivir.

Cuando llegué a los veinte años perdí a Ngozi, mi hermana la mayor. Se había casado con un buen hombre, murió en el parto de su cuarto hijo. A los pocos años comencé a trabajar en Lagos, en un supermercado. Lagos está al oeste de Anambra. En este supermercado ganaba lo suficiente como para enviar algo de dinero a mi familia e ir ahorrando para mí. Durante estos años conocí en el supermercado a un hombre que viajaba mucho. Este hombre siempre que venía traía consigo regalos para su familia y dinero para ayudar a sus hermanos. Fue entonces cuando comencé a pensar en la idea de irme de Nigeria, marcharme de África para ir a trabajar a Europa y ayudar así a mi familia. Gracias a este hombre, del que me hice muy amigo, pude conseguir un visado y viajar legalmente a Alemania. El día en que me concedieron el permiso fue el más feliz de mi vida. Volví a Anambra para despedirme de mi familia. No sabíamos si volveríamos a vernos, sin embargo estábamos felices por aquella oportunidad.

Al poco tiempo supe que mis amigos de Nigeria, tras enterarse de que me había marchado a Alemania, decidieron hacer lo mismo, sin embargo a ellos no les fue tan bien. A día de hoy todos están en Marruecos, esperando. Sus vidas se han convertido en una interminable espera.

En Alemania vivía en casa de Tunji. Tunji era amigo del hombre que me ayudó a conseguir mi visado. En su casa vivíamos varios nigerianos. En Alemania fue difícil encontrar trabajo y mi visado caducó. Tunji, de quien terminé por hacerme muy amigo, me dijo que permanecer en Alemania sin visado era peligroso, si me descubrían me mandarían de nuevo a África. Para que esto no pasara me dijo que el conocía a un hombre que vivía en España, al sur del país y que podría ayudarme a vivir allí. De esta forma abandoné Alemania y vine a Sevilla. Aquí viví varios años en un piso alquilado con otros tres nigerianos. Es increíble la cantidad de nigerianos que están en Sevilla. Me puse entonces a trabajar aparcando coches en la calle. Quería ayudar a mi familia y sin embargo apenas ganaba para mantenerme a mí mismo. Con el paso del tiempo aprendí un poco de español y ya podía hablar con la gente, eran buenos conmigo. Mucha de la ropa que tengo son regalos de estas personas. Sin embargo no es lo que yo habría querido, mis planes eran algo distintos. Es cierto que puedo enviarles algo de dinero y muy poco a poco voy ahorrando algo yo mismo, pero no es lo que tenía planeado. A pesar de saber que había sido un privilegiado por haber podido venir a Europa no podía dejar de pensar que las cosas deberían haber sido de otro modo.

Hace cinco años, cuando yo ya estaba aquí en Sevilla, mi hermano Ikechukwu tuvo un grave accidente mientras trabajaba. Cuando me enteré por teléfono mi hermana me dijo que estaban pagándole transfusiones de sangre, pero que eran muy caras, no estaban seguros de cuanto iba a poder aguantar. Yo había estado ahorrando así que le dije que no se preocupara, yo enviaría el dinero. Al día siguiente me levanté temprano, cogí el dinero ahorrado y lo envié por correo urgente a Lagos, Nigeria. El paquete con el dinero salió el martes de Sevilla. El miércoles llegó a Madrid. El viernes el dinero había llegado a Nigeria. El día anterior, el jueves mi hermano Ikechukwu había muerto.

Por suerte estoy rodeado de muy buenas personas aquí en España, son gente que como yo saben lo que es el dolor de vivir tan lejos de la familia y entre todos nos apoyamos. Recuerdo que hace tres años mi madre cayó enferma. Mi hermano Emmanuel me llamó por teléfono para contármelo. Comencé entonces a mandarles cada euro que ganaba. Los compañeros de piso con los que vivía se ofrecieron a pagarme mi parte del alquiler, así que todo lo que ganaba lo enviaba para pagarle el hospital. No me importaba no comer, no me importaba si mis compañeros no podían pagar mi alquiler y acababa viviendo en la calle, todo lo que quería era salvar a mi madre. Cada día llamaba a Nigeria y hablaba con mis hermanos. Les preguntaba cómo estaba madre, unos días estaba mejor, otros días peor. En verano en Sevilla hace mucho calor, y cuando estás corriendo de un lado a otro para aparcar los coches sudas mucho. Sin embargo aquel sudor no lo había sentido nunca antes. Un sudor frío, una presión en el pecho y en el estómago. Mi madre había muerto. Hablé con Emmanuel aquella mañana “¿Cómo está mamá?” Tras un silencio me respondió “No lo sé, los médicos dicen que pasa algo raro” Yo no entendía que quería decir aquello. Me respondió “Algo raro, si. No sé, parece se ha dormido” De fondo los llantos de mi hermana pequeña Ebele. Le pregunté que qué demonios estaba pasando, sin embargo yo ya lo sabía, muy dentro de mí ya lo sabía “Emmanuel dime qué ha pasado, no soy un niño pequeño… Se ha ido ¿Verdad?” Al otro lado del teléfono mi hermano comenzó a llorar. Me senté en el suelo y dejé el móvil a un lado. Mi madre, a la que no veía en ocho años, se había ido. Ya no importaba que volviera a Nigeria, no importaba que consiguiera hacer un negocio aquí en Europa, que volviera triunfante a Anambra y que pudiera pagarles a todos una casa y ropa. Ya no importaba nada, porque Eunice Okeke, mi madre, ya no estaría allí para verlo.

Pasé unos días en cama muy deprimido. No tenía ganas de nada, solo llorar. Una noche me desperté sudando entre las sábanas empapadas. Había tenido un sueño extraño. Estaba en Anambra, en mi casa, en el patio trasero. Estábamos mi madre, mi padre y yo. Yo sentía que era muy pequeño, como si volviera a tener diez años y estaba llorando. Mi madre me consolaba y mi padre me regañaba “Deja de llorar Maduabuchi, así no conseguirás nada” Mi madre me acariciaba el pelo “¿Por qué lloras cielo? ¿Qué te ha pasado?” entre hipidos recuerdo que yo contestaba “Es muy difícil, muy, muy difícil” Entonces mi padre sonreía “Claro que es difícil Maduabuchi. Todo lo que es bueno, todo lo que merece la pena en esta vida es difícil. Si no cuesta trabajo déjalo a un lado porque no compensa. Siempre que sientas que estás portando una carga más pesada que tu propio cuerpo es que estás yendo por el buen camino, porque solo lo que es difícil puede realmente hacerse con el corazón” Por eso sigo levantándome cada día, porque quiero ayudar a mis hermanos y dejar de ser ese niño pequeño de mi sueño.

Me llamo Maduabuchi Okeke y esta es mi historia.

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