Vuelves a quedar recostada en esa posición a la que ya empiezas a acostumbrarte. Son tantas las cosas a las que, por fuerza, te has tenido que habituar, que ya ni siquiera pueden molestarte. La resignación se adquiere cuando sientes que nada de lo que te ocurre, por malo que resulte, es capaz de afectar tu estado de ánimo.

Casi puedes sentir los grilletes imaginarios de un secuestro no reconocido, pero por más que te empeñas en mirarlas, las esposas que te rascan la carne provocando arañazos al chocar las muñecas contra el metal, no alcanza a verlas tu vista. Hace frío. O tal vez es el helor de tus propios pensamientos lo que te atormenta, el sentimiento de pánico que te acompaña por los pasillos de paredes blancas que recorres sin prisa. Fuera, el sol brilla, en contraste con la artificiosa luz emblanquecida y cegadora, creadora de sombras tan irreales y perversas como las de tu mente destructora.

Bajas las escaleras y, más pronto de lo que te gustaría, te hallas delante de la puerta. Ni siquiera te molestas en tocar, hace tiempo que perdiste las buenas costumbres, la abres con la insolencia de quien necesita aparentar una actitud de indiferencia.

-Llegas tarde, Laila. ¿Cómo te encuentras hoy?

-La misma mierda de todos los días- respondes sin preocuparte en mirar a tu interlocutora. Mientras, te sientas descuidadamente en la silla.

-Vaya, te veo optimista.

Entonces sí, alzas la mirada para cruzarla con la de una mujer altiva que te observa, desde el otro lado de la mesa, con una expresión severa y pensativa. Sonríes de forma amarga al pensar que, lejos de lo que ella piensa, sus palabras no tienen ningún efecto en ti.

-Yo más bien diría realista- le contradices, sabiendo que es una batalla perdida. Jamás cambiará de opinión.Y efectivamente ella decide ignorar tu intervención en una clara manifestación de que no vale la pena discutir contigo. Volvéis a quedar en tablas y, de nuevo, te preguntas de qué sirve el espectáculo al que os sometéis ambas todos los días. Ella, fingiendo que le importas. Tú, haciéndole creer que te sirve de ayuda.

-Laila, Laila… ¿Qué voy a hacer contigo?- te dice con ese tono de voz que te recuerda al que utilizan los adultos al dirigirse a los niños. Observas su expresión condescendiente y su mirada mezclada de reproche y lástima.

-Deja que me marche.

Es una petición tan estúpida como verdadera, sabes muy bien que no se te va a conceder.

-¿Puedo ir al baño?- preguntas de forma repentina.

-¿Quieres vomitar?

La naturalidad de la pregunta no deja de asombrarte, pero hace tiempo que ya no te resulta violenta. Haces una mueca que intenta ser una sonrisa y respondes:

-No.

-Ve al baño. La enfermera Arnando estará en la puerta del servicio esperándote.

-Le saludaré de tu parte- dices antes de levantarte para abandonar la sala.

Una ráfaga de inspiración acaba de golpearte y sabes que tienes la oportunidad más brillante que se te podría haber presentado. Corres hacia la puerta del servicio que está al final de ese mismo pasillo con la expresión más descompuesta que tu cara es capaz de poner. Cuando tu vista alcanza a ver a la enfermera, gritas su nombre como si en ello se te fuera la vida, y es que en cierto modo, así ocurre.

-¿Qué pasa Laila?- Arnando se alarma al verte llegar.

-Es la nueva… En la terraza… Dice que se tira…- Las palabras salen de ti a trompicones. Dotas tu respiración de un ritmo entrecortado y dejas la mirada perdida.

Obtienes el resultado que esperabas. La enfermera no lo duda y sale corriendo en la dirección que le has indicado mientras te grita que avises a la Doctora. Entras en el servicio y sonríes mirando al espejo. Serías una gran actriz.

El lavabo te ofrece los únicos minutos de intimidad de los que dispones desde que entraste en el hospital, por eso, entre otras cosas, ha sido siempre tu rincón preferido. Observas tu imagen en el espejo. Retiras con la mano una gota de agua que ha caído por tu barbilla al enjuagarte la boca. Todavía tienes el estómago revuelto y la garganta rasposa. Parpadeas en un intento de secar los ojos vidriosos. Abres el grifo y tiras de la cadena ahora que sabes que nadie te escucha. Pero de la misma forma, intuyes que el tiempo que has ganado al enviar a la enfermera a detener a la supuesta suicida se está acabando, de manera que no dudas en hacerlo. Sin pararte a pensar en las consecuencias, llevada por un impulso incontrolable y una extraña fuerza, pones el pie en el lavabo y te impulsas hasta quedar encima de él. Te sujetas con las manos en la repisa de la ventana diminuta y la abres. Haces fuerza con las muñecas y te arrastras como un reptil. Al tiempo que atraviesas ese hueco, te sorprendes gratamente de que tu cuerpo, que tan enorme te parece, quepa en un espacio tan reducido. Después de muchas maniobras, quedas en posición perfecta para saltar. Observas la distancia hasta el suelo. Es un primer piso no muy elevado así que el riesgo se reduce, lo que no elimina la posibilidad de caer mal y abrirte la cabeza. Sabes que puedes matarte ahí mismo pero tu sentido común no es el que te guía en estos momentos. Piensas en él. Te invade una felicidad parecida a la calma que precede a la tormenta, personificada en la imagen de ella. Tienes que parar ese desastre, necesitas un final para la historia que tanto dolor te produce. Intentas volver a pensar en él mientras tus dedos se agarran desesperadamente al marco de la ventana, ya no consigues ver su rostro, te ciega la cara de ella. No lo dudas más. Te lanzas al vacío.

Cuando tus pies tocan el suelo son incapaces de sostener tu cuerpo y caes provocándote arañazos en las rodillas. Pero ni todo el dolor del mundo, ni mucho menos el que te provocan aquellas heridas, es comparable a la magnífica sensación que te invade al sentir la libertad de la que hace tanto tiempo que carecías. Te pones de pie y observas por última vez tu prisión antes de echar a correr en dirección opuesta. Corres escapando del hospital. Corres huyendo de la esclavitud a la que te tenían sometida. Corres tratando de dejar atrás tus miedos. Corres buscando olvidar los recuerdos. Corres sin saber a dónde vas ni qué buscas. Pero por mucho que corras no puedes escapar de ti misma.

Al final, tus pasos siempre te llevan al mismo lugar. Sientes una mezcla de temor y emoción antes de tocar el timbre, pero no dejas que ello te paralice ahora que has llegado tan lejos. Escuchas los inconfundibles pasos y la puerta se abre. Observas su cara de asombro. No puedes creer lo mucho que lo has echado de menos.

-¡Laila! – te abraza y sonríes, feliz por primera vez desde hace mucho tiempo.

-¿Qué haces aquí?- la alegría de su rostro se transforma en preocupación al comprender lo que ha pasado- Te has escapado- no es una pregunta, es una afirmación, así que no tiene sentido negarlo.

-Pero estoy bien. Lo que pasa es que ellos no se dan cuenta y me tienen ahí encerrada.

Maldice tu supuesta enfermedad y el día en el que empezaste a preocuparte por la comida y el aspecto físico. Saca de su bolsillo el móvil y marca un número.

-¿Qué haces?

-Llamar al hospital para decirles que ahora mismo te llevo.

Sus palabras te hacen más daño que cualquier caída que hayas sufrido hoy. No piensas volver. ¿Por qué quiere que te secuestren de nuevo? ¿Es que no se alegra de poder estar todo el tiempo que quiera contigo? Sin horarios de visita, sin supervisión de médicos, sin tener que pedir permiso a nadie. Como antes, como al principio de todo, como cuando no había problemas y los dos erais felices… sin ella. ¡Claro! ELLA. Ya lo entiendes todo. La realidad te golpea tan fuerte que crees que no eres capaz de sostenerte.Tratas de recomponerte y con todo el esfuerzo del mundo consigues que te salga un hilo de voz:

-¿No estás solo, verdad?

Te mira con asombro. Se despide de la enfermera que le ha atendido en su llamada y cuelga el teléfono. Hugo suspira y se lleva las manos a la cabeza. Ves que sus ojos se llenan de lágrimas y que se controla para que no le caigan. Sabes que no le gusta verte en esas situaciones ni que le montes escenas de celos, pero no te puedes controlar. Recorres el pasillo abriendo con fuerza la puerta de cada una de las estancias.Él te sigue intentando detenerte pero no te importa nada de lo que haga o diga. Ni siquiera eres capaz de escucharlo. Te diriges a su habitación y abres la puerta. Allí está ella. La puedes ver a través del reflejo del espejo. La rabia se apodera de tu cuerpo, la sientes en cada uno de tus movimientos. Cierras el pestillo, no quieres que Hugo os moleste. Te diriges hacia ella y le golpeas en la cara con el puño cerrado. Ha sido todo tan rápido que no ha tenido tiempo de defenderse. Su espalda choca contra el espejo que se descuelga de la pared y se rompe en pedazos. Se abalanza sobre ti y te ahoga estrujando tu cuello con su mano. Sientes que te falta la respiración, no aguantarás mucho tiempo. De manera que no te queda otra opción. Alargas tu mano para coger uno de los pedazos del cristal roto. Escuchas a Hugo gritar tu nombre y forcejear con la puerta. Al menos podrás decirle que fue en defensa propia. Le clavas la punta en la barriga y desaparece la presión que te asfixiaba.

Un dolor extremo te hace volver a ti y eres consciente de lo que acaba de ocurrir. Has matado a una persona. Pero ¿dónde está? ¿por qué ha desaparecido? Hugo consigue entrar en la habitación y al ver la expresión desencajada de horror con el que te mira lo comprendes todo. Nunca ha habido nadie más que tú, ni en esta sala ni en su vida. Ella no era más que el producto de tu propia imaginación, una invención de tu mente destrozada por la enfermedad. Maldices tus inseguridades y te das cuenta de que todo este tiempo no has hecho más que luchar contra ti misma.
Apenas eres consciente de que Hugo te quita el cristal y trata de taponar la herida.

-Lo siento… -es lo único que logras articular antes de que todo se quede negro.

-Puedes incorporarte, Laila. La sesión de psicoanálisis ha terminado. Hoy hemos avanzado mucho. Tu subconsciente ha llegado muy lejos y creo que ha logrado entender tu problema.

Abro los ojos con dificultad mientras escucho esa voz que me devuelve a la realidad, alejándome de los sueños macabros que antes me había obligado a crear. Siento que la cabeza me va a estallar y todavía noto el corazón acelerado por la intensidad de las imágenes que mi mente ha evocado. Las hipnotizaciones siempre me dejan destrozada, pero hoy estoy especialmente cansada.
Intento incorporarme pero un dolor punzante en el abdomen me obliga a apretar la zona con fuerza. Noto en la mano un líquido espeso y descubro que es del color de la sangre, solo entonces advierto el cristal que sujeto en la otra mano. Ya no sé si es real o lo estoy imaginando. No soy capaz de diferenciar si moriré o la herida mortal no es más que parte de mi propia mente. Pero sea como sea, con un cristal o consumida por mis propios delirios, hace tiempo que conseguí quitarme la vida.

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