Isabel miraba desde el marco de su puerta a todo aquel que pasara por delante, su casa era pequeña y pintoresca frente a todos aquellos edificios que se alzaban como gigantes de ladrillos y hormigón. Para mi, era como una pequeña guardiana custodiando el tesoro que se escondía detrás de sí, colocada en el umbral de esa puerta antigua al igual que el resto de su hogar, se pasaba las mañanas y las tardes observando y saludando a los vecinos de aquel barrio que, para Isabel, había cambiado mucho y crecido junto y como ella.

Pero de aquellas personas que pasaban por delante de su casa, habían unas que le habían llamado especialmente la atención. Una familia, los padres y tres hijas: la más pequeña era una niña de a penas tres años; luego había la mediana, una chiquilla de nueve; por ultimo aquella adolescente, de la cual Isabel desconocía su edad, ella intentaba calcularla en su cabeza, pero las chicas de ahora se visten como quieren y aparentan ser mas mayores, o quizás era más mayor de lo que su cara angelical aparentaba. En su conjunto la numerosa familia le recordaba a la suya, aunque claro, cuando ella era niña, numerosa eran siete u ocho hijos.

La primera vez que Isabel se fijo en esa familia, la menor de las hermanas aún iba en carrito. Cuando la vio, tan pequeña, tan rubia, tan clarita de piel, como una imagen resplandeciente en medio de esa triste calle donde vivía Isabel, esta recordó uno de los momentos más duros de su vida… Cuando era joven y no tenia más de 21 años, Isabel ya pensaba en darle un hijo al que era su marido, un hombre 5 años mayor que ella. Pasó los primeros dos años de su matrimonio intentando concebir un hijo para su marido, pero nunca fue posible. Fue su medico quien le tuvo que explicar que su vientre no estaría nunca preparado para albergar una vida. Pese a que en ese tiempo, ese era el único y el mejor propósito de una mujer, dar hijos a su marido, este nunca se enfado, nunca le importo no tenerlos. Nunca falló a Isabel. La quiso hasta el final de sus días.

De esa familia, peculiar para Isabel, la mediana de la familia también le hizo recordar… su mente voló hacia su infancia cuando ella tenia entre seis y nueve años, vaya lo que la guerra duró. Isabel observaba a la niña, siempre llevaba alguna muñeca entre los brazos e Isabel pensaba que cuando ella era pequeña nunca pudo tener un juguete, su juego favorito y el de sus hermanos era patear una lata vacía de sardinas. Vivieron la guerra como niños, como lo que eran, pero su niñez acabo tan pronto como acabo la guerra, entonces empezó el trabajo, y más cuando su madre murió de tuberculosis y su padre había desaparecido ya hacia años, en tiempos de guerra, junto a muchos otros republicanos. Isabel envidiaba la inocencia y la pureza de los ojos de la niña que pasaba feliz por delante de su casa, y, que siempre le devolvía el saludo. A ella le hacía pensar en que por más que recordará, des de que tenía uso de razón, no había tenido jamás una infancia pura e inocente, des de pequeña tuvo que pasar por lo que un niño jamás debería: guerra, hambre, muerte, trabajo…

Pero sin duda, de esas tres hermanas que pasaban por su calle casi cada día, la que más le llamaba la atención era esa adolescente. La veía pasar con su familia, otras veces sola y otras acompañada. La mayoría de veces la chica no devolvía el saludo a Isabel, a veces iba distraída u otras se lo hacía.

La primera vez que Isabel vio a la chica sin su familia, esta iba acompañada de su grupo de amigas, iban hablando entre ellas y antes de llegar a pasar por delante de Isabel, estallaron en una carcajada, Isabel alzó la mano en gesto de saludo, pero ni si quiera se fijó en si la chica se lo devolvía, aunque no, no se lo devolvió, pero la cabeza de Isabel ya estaba en otro lugar. Estaba en la plaza donde quedaba con sus amigas para ir a la fabrica textil donde trabajaban. Se lo pasaban bien juntas, compartían secretos y sonrisas, pero ese grupo de amigas poco a poco se iba desvaneciendo, a medida que se iban casando. La mayoría pudo dejar la fabrica, y, si no, lo hizo cuando tuvo hijos. Suerte que Isabel nunca corrió. Las carcajadas de la chica y sus amigas siempre hacían retornar a Isabel a ese punto. La felicidad antes de que llegará la amarga soledad.

Otro día Isabel estaba en el umbral de su puerta cuando la chica paso por delante, no iba sola, con ella iba un chico, se daban la mano, sonreían, se querían. Otra vez Isabel levanto la mano para saludarla, pero la chica evito mirarla y concentro sus ojos en los del chico, generando así un beso fortuito. Eso, como siempre hizo que a Isabel le envolvieran los recuerdos. Esta vez recuerdos de épocas felices, cuando conoció a su marido. Fue para las fiestas del barrio, que no eran tan ruidosas como las que se hacen hoy en día. La gente se ponía sus ropas de domingo, era una situación perfecta para emparejarse. Así lo hizo Isabel, aunque ella no quiso forzar nunca esa situación, simplemente ocurrió, se enamoró. Él era alto, moreno, de ojos verdes. Ella rubia, de piel dorada, no demasiado alta, de ojos marrones y profundos. Perfectos el uno para el otro, todo empezó cuando él la vio y quiso invitarla a bailar, en aquella plaza con aquella música típica de las fiestas patronales. Donde al final de ese día el uno miró al otro a los ojos y no hubo beso, porque entonces la primera vez no se besaba con la boca, se besaba con la mirada. Así empezaría la única y más bonita historia de amor que vivió Isabel.

Por desgracia, parecía que la historia de la chica no duraría tanto como la de Isabel. Durante meses la estuvo viendo pasar de la mano de ese chico, muchas veces la saludaba y ella le devolvía el saludo, incluso algunos días el chico también se lo devolvía. Los días que la chica no le devolvía el saludo, era esos en los que pasaba sola, con lagrimas en los ojos y el ceño fruncido, seguro que sus motivos tenía, habría discutido con sus padres, sus amigas o quizás su pareja. Isabel no podía saberlo, pero lo comprendía, ella tampoco quiso saber de nadie cuando se entero de que nunca jamás podría tener hijos. Durante semanas no quiso hablar con nadie, andaba triste y enfadada porque no entendía porque le había tocado a ella. Pero por lo menos tenía a su marido, quien la apoyó y la cuidó en esos momentos.

En cambio, la chica no tuvo tanta suerte su historia de amor no fue ni tan duradera ni verdadera, un día pasó por delante de la puerta de Isabel, vestía un pantalón negro y una chaqueta de cuero también negra. Lloraba, lloraba mucho, desconsolada, desgarrada por el dolor, Isabel la miro, ni siquiera pensó en saludarla, pero la chica ya le había lanzado una mirada gélida a Isabel antes de que esta pudiera disimular y apartar la vista de la chica. Entonces Isabel fijando la mirada en ella, viéndola vestida de colores oscuros y con ese dolor en la mirada, recordó la ultima vez que empezó a vestir de negro. El día que murió su marido y se quedo sola. No tenía a nadie. Perdió al amor de su vida, no hacía tantos años. No tenía hijos y ya no sabia nada del resto de su familia. Ver así a la chica, le hizo ver lo sola que estaba, tantos años de vida y ahora estaba completamente sola. Los muchos años que compartió con su marido, se hacían segundos al lado de el par de años que llevaba viviendo en soledad. Eso la deprimió.

Esa noche se la pasó llorando, pensando en las hermanas de esa familia que había visto pasar tantos días por delante de su casa y que cada una de ellas le había hecho recordar tantos momentos de su vida, hasta llegar al recuerdo más cercano, su comienzo con la soledad. Se acordaba del día en que se fue su marido y lo maldecía por haberla dejado así. Fue entonces cuando lo decidí, decidí llevármela, no hacía falta que siguiera sufriendo por sus recuerdos, no hacía falta que siguiera sintiéndose sola. Soy la muerte, puedo y quiero llevármela. Así lo hice.

Los días próximos seguí observando a la chica, estuvo unas semanas tristes pero al fin la tristeza desapareció y la dejo ver más allá, al pasar por la puerta, ahora cerrada y vacía, de Isabel. Se dio cuenta de que hacía días que no la veía, entonces un escalofrío la recorrió, era mi presencia, se dio cuenta de que yo me la había llevado y en ese instante empezó a echarla de menos.

Yo soy la muerte, y no se mucho de la vida, pero me gusta observar y creo que empiezo a entender eso que dicen de que antes de morir veis la vida pasar, pero creo que, como Isabel, veis pasar la vida, todo eso que veis os hace recordar, lo que veis pasar os hace volver a vivir, recordar, antes de que yo os venga a buscar.

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