No había vuelto a montar a caballo desde que tenía veinte años. Dejé de hacerlo por una mala caída. Aún puedo escuchar el grito que dio mi madre cuando en plena carrera el caballo se desbocó y caí hacia atrás. El mayor de mis temores fue si podría volver a caminar. Cuando llegamos al hospital, y después de varias pruebas, el médico comprobó que apenas tenía sensibilidad en los pies, pero que no nos alarmáramos, que aún era pronto para dar un diagnóstico definitivo. Recuerdo que fue el mes más largo de toda mi vida. Finalmente, y a base de mucho reposo, fui recuperándome. Al cabo de ocho meses ya pude volver a andar con normalidad.

Diez años más tarde vuelvo a estar en el mismo lugar. Como cada verano, vengo a pasar unos días en la granja de mis padres. Por las mañanas siempre me quedo un rato viendo cómo mi padre entrena con Bólido, el caballo con el que yo empecé. Él siempre había sido un buen jinete y quería que su hijo también lo fuese. Después del accidente sé que en parte se quedó algo decepcionado, pero el hecho de que casi me quedara inválido hizo que yo le cogiese miedo y, muy a su pesar, lo dejé.

Estos días precisamente hay carreras de caballo, así que aprovecho y puedo ver a mi padre correr. Hoy se ha atrevido a apostar por su caballo. Nunca ha apostado por sí mismo, él siempre ha corrido porque le encanta la adrenalina que siente en ese momento. Pero desde hace tres años ha empezado a jugar cuando no participa. Supongo que ir ganando algo de dinero le hace querer más. Nunca he conseguido quitarle la idea de la cabeza. Es cabezón como él solo. Mamá ya teme por el resultado; la granja genera muchos gastos y le asusta no poder llegar a todo.

Me adelanto hacia el hipódromo para llevar a Bólido. Es el ritual que siempre hemos seguido. Llegamos, llevo a Bólido a su caseta y me quedo a su lado susurrándole que lo va a hacer bien.

Pasada una hora me doy cuenta de que mi padre aún no ha llegado. Le llamo para ver dónde está pero no contesta. Siempre llegando tarde, ¡qué típico de él! Al cabo de un rato empieza a parecerme raro que no esté. La carrera empezará en quince minutos y debería estar preparándose. Me suena el móvil. Es mi padre desde el hospital. ¡Ha tenido un accidente! De camino un coche le ha dado por el lateral. Dice que no es grave pero que se ha dislocado una pierna por el impacto. No me lo puedo creer, me pide que corra yo esta vez, que necesita que gane la carrera porque ha puesto mucho dinero en ella, más de lo que le ha contado a mamá. ¿Cómo pretende que vuelva a montar a caballo, y más después de tanto tiempo? No tengo la confianza suficiente, y menos aún la necesaria para creer que pudiese llegar a ganar. Me suplica que por favor lo haga, que me prepare y salga ahí como hacía antes, que seguro que lo haré bien.

Tan solo vienen a mi mente las imágenes del día del accidente. No podré hacerlo. Me siento paralizado. Pero debo hacerlo. Sin ese dinero mis padres estarán en la ruina.

Tengo que ir a cambiarme.

Intento deshacerme del pánico que me invade, no quiero pensar en la idea de correr hasta que me suba encima de Bólido. Tengo que concentrarme y ganar como sea, por ellos.

Cojo el teléfono y llamo a mamá. Le cuento lo que le ha sucedido a papá y le digo que seré yo quien compita en la carrera. Oigo cómo maldice al mundo y, aunque no puedo verla, sé que se ha llevado las manos a la cabeza, que ha cerrado los ojos y ha deseado con todas sus fuerzas que esto no esté sucediendo. Le pido que por favor me traiga algo adecuado para montar, necesitaré sobre todo unas botas. Mi padre y yo calzamos el mismo pie, unas suyas me servirán. Mamá está nerviosa. Dice que me lo trae enseguida. Ella se quedará en casa porque desde mi accidente ya no soporta estas carreras y soy consciente de que ahora, al igual que a mí, todo estará volviéndole a la mente.

Llega al cabo de diez minutos. Me suplica que no lo haga, que no vuelva a correr. Me dice que hace demasiado tiempo que no subo a un caballo, que es de locos arriesgarse ahora de esta manera, y más en una carrera, donde la presión y la tensión son mayores. ¡Ay, tensión me dice! ¡Si ella supiera! Papá no ha querido contarle la cantidad de dinero que ha apostado para la carrera de hoy y yo no puedo decírselo porque se preocuparía aún más. Sabe que querré darlo todo. Intento tranquilizarla y hacerle ver que saldrá bien, que lo hago por papá, para que no pierda su apuesta. Ella pretende disuadirme diciéndome que no sufra por la apuesta, que si se pierde, se pierde, pero que no ponga mi vida en peligro. Se me remueve todo por dentro al ver su cara de tristeza y preocupación. No se hace a la idea de lo que realmente está en juego.

No hay tiempo que perder, así que voy junto a Bólido. Ahora soy yo el que necesita que lo tranquilicen y que le digan que todo va a salir bien. Por suerte le conozco bien y, gracias a haber visto entrenar a mi padre varias veces, sé cómo se comporta en la pista. Nos dirigimos hacia la línea de salida y justo antes de llegar me detengo. No puedo hacerlo. Se me paralizan las piernas, ¿y si vuelvo a caerme? ¿Y si no sé dominar la situación y pierdo el control? O peor aún, ¿y si pierdo? La mente me va a mil por hora y no controlo los pensamientos. Debo hacerlo, debo subirme a ese caballo y ganar la carrera. Pero, ¿cómo?

Mamá se da cuenta de mi pánico porque aparece de repente a mi lado, me sujeta la mano y me dice que va a ir bien. Veo cómo le cae una lágrima, sabe que no voy a darme por vencido por mucho que me cueste afrontar la situación. La miro a los ojos y, con la máxima entereza que consigo reunir, le digo que sí, que podré con esto. Llego a la línea de salida y me subo encima de Bólido. Le acaricio el cuello y le doy ánimos diciéndole que tan solo son cinco vueltas; cinco vueltas y esta pesadilla habrá terminado. Cierro los ojos y visualizo la carrera. He de ganar.

Estamos todos a punto. En tres, dos, uno,… Suena el pistoletazo. ¡A correr! Empezamos galopando a buen ritmo, aunque noto la fuerza con la que sujeto las riendas. Tengo que destensarme porqué sé que Bólido lo percibe y debo darle seguridad, tenemos que ser uno, como me decía siempre papá cuando era niño. Parece que consigo hacerme con la situación. Cada vez me siento mejor y hasta empiezo a disfrutar de la sensación de volver a montar. Vamos terceros pero todavía quedan tres vueltas.

Y entonces, justo cuando vamos a empezar la penúltima vuelta, veo allí a mi padre. No me lo puedo creer. ¿Qué hace de pie y andando por sí solo? Hace nada me ha dicho que se ha dislocado una pierna en un accidente, si es que realmente lo ha habido, porque ya no sé qué pensar. ¡Qué rabia! Así no se hacen las cosas. No me puedo creer que me haya llevado de esta manera ante esta situación, y más con la responsabilidad que supone el día de hoy. Necesito una explicación. No puede ser verdad.

Pero antes tengo que terminar la carrera. Empieza la última vuelta. Todo está en juego, debo conseguir el primer puesto…

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