Ya son quince minutos dejando correr lágrimas por mi rostro en un lugar público. — Ha habido muchos, aún puedo evocar la sensación de sus sábanas raspando mi piel, queriendo desnudarme un poco más; no hay amargura más grande que el olor de otro negándose a dejar tu cuerpo; sus labios, a los que el alcohol condenó al olvido, marcados para siempre en tus vértices… en ocasiones veía su roce intermitente sobre mi vientre mientras estabas conmigo. — Las lágrimas se secaron, no fui yo, fue el viento. Mis mejillas se sienten tensas. Abro la boca, y es como si se abrieran grietas a lo largo de mi cara. Me están mirando; seguramente me veo desaliñada, sucia, algo perdida, patética. — Nunca pasamos una noche entera juntas, pero sí desayunamos un par de veces… y te amé, te amé con lo que no amé a otros, con lo invisible; con palabras, con tiempo, con locura, con dudas, sin miedo, y con la piel te amé también, con mi boca y con el auge que entonces recorría mi cuerpo. — Mis manos se aproximan, y cierro los ojos rápidamente. Siento el agua golpear contra mí y resbalar hasta mi cuello y después mi pecho. Me miro al espejo vagamente. Alguien trata de girar la chapa desde afuera, pero tengo puesto el seguro. El sonido me despierta, sólo un poco, apenas lo suficiente. Y salgo. — No queda más que hacer sino olvidarte, sino arrojarlo todo al mar; el olor de tu saliva, la amargura, las sábanas, mi discurso patético, tu voz llamándome, mi pecado… ¡y que todo se lo trague el océano, que nada devuelva! Porque fuiste peor para mí que todos esos otros con los que sí pasé la noche, y ya no queda en mí nada, ya no hay besos en mis labios, ni secretos, no queda ni un gramo de alguna cosa mía. — Mi cuerpo se mueve casi automáticamente. Subir y bajar aceras. Pasar la calle cuando los demás lo hacen. Medio esquivar personas. Agradezco un poco el letargo, me mantiene fuera del plano en el que, si estuviera, seguramente terminaría pareciendo una desquiciada; tratando de sentir el viento, creyendo que el sufrimiento me da derecho de incomodar a los demás con mis síntomas de tristeza. El sol golpea fuerte la superficie de la ciudad y a todo el que está sobre ella. Al clima no le importa coincidir con mi estado de ánimo; lo único gris de este día está dentro de mí. — Un par de minutos escuchándote bastarían para conformarme otra vez con esto, con nada, con la vida miserable que llevo junto a ti. Recuerdo una ciudad grande, de edificios altos y luces que apagan las estrellas, una de esas a las que todos migran con tantos sueños que ni siquiera caben en las oportunidades que el lugar ofrece; no hay espacio para los que lloran con extrema facilidad, los que no se saben contener, los que no conocen la perseverancia aplicada en grandes porciones a lo que parecerían pequeños detalles… La ciudad vomita a los que no traen al menos un poco de talento con ellos y promete varias cucharadas de satisfacción a los que permanecen. Recuerdo que los escalones eran míos, que sólo existía de para arriba, ¡y suerte a los que llegaban con su equipaje y sus esperanzas!, yo ya me había abierto espacio en la tierra, había pasado el tiempo suficiente estudiando a los victoriosos con el fin de nunca dejar en mi lugar vacante a otro; todo era una posibilidad, cualquier tipo de arte, de ciencia, de poder de cambio, de rebeldía clásica, enfocada, jovial, hermosa, cualquier cosa elevada… pude haber hecho parte de lo sublime, de lo que otros pueden sólo endechar desde muy lejos antes de ser reprobados y enviados aun más lejos. Pero decidí seguirte, recuerdo. — Los objetos en los bolsillos de mi gabán me golpean las piernas al andar. No recuerdo haber puesto nada en mis bolsillos. Desconocidos intentan hacerme sentir obligada a pagar por la barura que me ofrecen. Quiero gritarles: ¡que no me interesan sus artesanías!, ¿no ven que he estado llorando?; pero me convenzo otra vez de que nada me da derecho a comportarme así en público. Opto por un silencio grosero y sin contacto visual; algo a lo que están acostumbrados. — Recuerdo cómo hablabas tan apasionadamente sobre cosas de las que no tenías idea. Cómo parecías tan segura; con los codos sobre las piernas y la mirada fija en un punto, juzgándolo todo, llamándolo vanidad. No puedo creer que deje que tu parlotear descuidado e inmaduro guiara mi vida; que el dinero da igual, que lo del estatus social sólo me hace esclava de las costumbres que me han enseñado mis padres, que los ideales más defendidos son apenas una manotada de palabras que hacen que tenga sentido algo que en el gran esquema de las cosas es menos que polvo. Todo es «apenas». Todo es «sólo». Todo pequeño, insignificante, vacío. Todo para ti y junto a ti es demasiado inferior para ser disfrutado. — La luz del sol se ha hecho más tenue. Es esa hora del día en la que todo se siente tranquilo. No es temprano ni tarde, las personas que caminan por la calle lo hacen de tal manera que pareciera que nadie sobre la tierra lleva prisa. Las bancas de los parques entre el verde y los caminos de ladrillo ruegan ser usadas. — En medio de todo algo de razón tenías, las cosas todas están vacías. No hay esperanza, ni emoción, ni propósito en ellas. No hay opción correcta, todas son la misma, como si la levedad hubiera caído sobre todo lo existente; ahora todo es insípido, no hay misterio, todo pesa lo mismo y en el futuro no hay nada nuevo esperando, lo que pueda variar entre hoy y mañana es sólo un engaño, en esencia los días son iguales, y las personas, y la vida repitiendo el mismo chiste una y otra vez sin agotarse… todo es tan vulgar, tan groseramente ordinario que esto de seguro ya lo habría pensado alguien más. Muchos han saltado de la ventana. Todos han tenido un mal día. — La madera de la banca empieza a doler un poco debajo de mí. Estoy de pie otra vez. Los objetos en los bolsillos de mi gabán golpean mis piernas al andar. El aire fresco me recuerda que hay sensación en la punta de mis dedos.

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