Aquel sueño era terrorífico, pero jamás como el de aquella ocasión. Tras una larga espera, siempre aparecían las sombras. Lo hacían entre carcajadas, con la misma liturgia noche tras noche, y entre sacudidas y tirones me sacaban de la cama.
Me hacían caminar entre estrechas y sucias calles, con un silencio demoledor que llamaba mi atención, y que sólo se rompía con las intermitentes risotadas de mis extraños acompañantes. Cuanto más intenso era el olor a mar, más tenues y oscuros se volvían los caminos. Era una ruta más que habitual para mí.
-Me llevan al antiguo muelle- pensaba.
Allí, tiempo atrás, había hecho cosas horribles. Tan horribles que todos me habían dado la espalda.
-Era necesario- susurré.
Y yo, con las extremidades rígidas por el fatídico destino que mi cerebro imaginaba, maldecía no haber recibido bautismo alguno cuando tuve oportunidad. El infierno era el único final que podía recibir mi alma.
Las siluetas de las casas cercanas al puerto no dejaban lugar a las dudas, habíamos llegado. La visión del agua golpeando el muelle, sería lo último que mis ojos percibirían en vida. Las sombras me rodearon, cobraron forma humana y por primera vez pude ver sus rostros. Eran viejos, pálidos y sonreían de manera burlona al advertir que los observaba. Me resultaron muy familiares.
El más viejo de ellos se colocó frente a mí y puso sus manos sobre mis hombros. Noté una singular calidez que me espeluznó aún más. Mi mente pedía resistirse pero mi cuerpo fue incapaz de responder. Con poco esfuerzo me tiró al suelo. Estaba frío. Me ató de pies y manos. Alzó un brazo, y el resto de seres descendieron uno a uno, casi en procesión, al fondo del mar. Volvió a bajar el brazo lentamente, y una inexplicable fuerza me hizo rodar hasta caer directo al agua. Me cubrió por completo. En mis intentos por salir y respirar pude ver las casas cercanas con más color que nunca, al muelle más brillante de lo que jamás pudo desear. Y a él, riendo.
Cada vez era menor el interés de luchar por mi vida. Por fin podía reposar en paz. Mi mente encontró el sosiego en los recuerdos vividos en aquel muelle, mientras era arrastrado mar adentro, como un objeto más. Entendí que yo ya era una cosa olvidada. Como el muelle, como las casas. Como tantos otros.
Me hundía poco a poco. Alcancé a ver en el fondo del mar tenebrosos pasillos iluminados por los destellos que los extraños seres que me querían muerto dejaban a su paso. Su forma había cambiado, nadaban como peces y murmuraban entre ellos. Cuando el hastío se apoderaba de mí y creí ser engullido por aquella senda submarina, los malditos engendros me arrastraron hasta la superficie. Entonces entendí todo. Mi tortura era su diversión. Todos acabamos pagando justos por pecadores.
Y volví a ver el muelle, las casas, pero también a ellos. Jamás había estado tan cerca de perecer como en esa ocasión, pero la sensación de pasar a mejor vida era mucho más agradable que la que estaba sintiendo en ese momento. Una terrible angustia y soledad. Cuando recobré el aliento, volvieron a acercarse a mí para arrojarme nuevamente al mar. Esta vez con más ganas que la anterior.
Una y otra vez jugaron con mi cuerpo durante toda una noche que pareció un año entero. Cuando más cerca estaba mi fin, cuando más paz encontraba, me impedían morir. Supliqué que me dieran sepultura definitivamente, pero no me oían o me ignoraban. Reían con entusiasmo y se movían de un lado a otro. Por momentos los perdía de vista, lo que me provocaba un miedo aún más aterrador del que ya estaba sufriendo. No entendía su alegría y eso me enfurecía cada vez más.
Desde el horizonte llegó una nube que pareció también mofarse de mi desdicha, descargando gotas que se clavaban en mí como agujas. Ansiaba sentir el regazo de la muerte de una vez por todas. Yo, que siempre tanto la temí, ahora suplicaba por ella.
Al fin se encendieron las luces, y con ellas desaparecieron las sombras de forma súbita, volviendo al mar como la primera vez, en perfecto orden, aunque con un sigilo insólito. Ya no habían más risas ni lluvia, sólo barcas cruzando el muelle de lado a lado. Mi cuerpo notó cálido el suelo en el que reposaba, un calor que se asemejaba al de las manos del viejo ser. Recuperé la esperanza, ya no era un olvidado más.
Los primeros trabajadores del puerto aparecieron a la par que las gaviotas, y ambos me miraron con recelo. Me di la vuelta y miré al sol.
Y en ese instante, cuando los rayos empezaban a acariciar mi rostro, desperté en mi cama entre sudor y lágrimas. Mi corazón estaba acelerado como si celebrara reencontrarse con el hogar. Me levanté de un salto para palpar cada rincón de la habitación, quería cerciorarme de que todo, hasta el más ínfimo detalle de aquella anticuada estancia era real.
Sonó el reloj que reposaba justo enfrente de mi lecho, hasta ese sonido que en la mayoría de ocasiones me molestaba, me pareció encantador. Eran las doce de la noche.
-¡Sólo es medianoche!- exclamé.
Todo había sido un sueño. Pero jamás había sido tan vivo y real como esa vez.
Me recosté nuevamente en la cama aliviado, pero Morfeo se negaba a visitarme. Recordar lo vivido en ese sueño me dejaba una extraña sensación entre desamparo y horror que impedía a mi mente desconectar. Tenía miedo de volver a dormir y ser abrazado por ellas.
-¿Por qué reían?-me preguntaba.
Pasaron las horas. La lluvia hizo acto de presencia, y el golpeo de las gotas en el amplio ventanal del cuarto me desveló por completo. La desesperación volvió a apoderarse de mí. Aquel chaparrón revivía la pesadilla. El vello se me erizó y mi respiración era cada vez más rápida.
Y con las gotas volvieron las risas, cada vez más cercanas, cada vez más efusivas. Miré hacia la puerta.
Y ahí estaban las sombras.
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