«Jamás se desvía uno tanto como cuando cree conocer el camino».

Proverbio chino (e infalible)

El desierto se mostraba idéntico a través de la ventana del ómnibus mientras mi mente parpadeaba imágenes sin sentido. Es de día y el bus es una caja de vaho y falsa camaradería rumbo a las playas del norte. Treinta y tantos asientos incómodos, miradas de reojo y un sudor dulzón que empieza a empañar los vidrios. La quietud de esa piel de arena que perecemos sobrevolar contrasta con el tartamudeo de mi memoria: cigarrillos, billetera, celular, llaves. Check. Mantra moderno de todas las noches.

de memoria. l, can parecidos a hes. es. nir, una tregua, un giro.arillas. Un cielo sin nubes. Ciertos errores, tan parecidos a He salido de la ciudad sin avisarle a nadie, saturada por su demencia y mis resacas. Necesito otro paisaje. Un paréntesis. Esto es una fuga en sol menor.

Atardecerá sin que me de cuenta.

*

Los frenos del ómnibus dejaron oír su desgaste con un sonido de metal fatigado: un dinosaurio resopla y nos detenemos. Apenas había amanecido cuando paramos para un control policial en la orilla de la carretera.

Los treinta y tantos cuerpos vivos se desperezan. Se miran entre sí con una ansiedad lenta, los huesos desacomodados. Estamos todos entumecidos y sudados tras siete horas de viaje nocturno. Horas de sueño entrecortado y aire reolido en las que hemos confiado nuestras vidas a un sujeto desconocido. Lleva horas aferrado al timón. Conduce de memoria, sumido en una rutina de paisajes repetidos. Una cabellera frondosa se sostiene sobre una nuca gruesa y lampiña.

¿A dónde ibas, cuerpo, en este o cualquier viaje?

Abre su ventanilla y saluda al policía. Su diálogo es un rumor conocido: un ir y venir de papeles. Somos todos documentos humanos.

El chofer anuncia que podemos bajar. Este el típico descanso para refrescarse antes de continuar sobre la ruta.

Bajamos del bus. A media cuadra, frente a nosotros, hay un restaurante viejo. Las dunas se dibujan rosadas a su alrededor.

El aire de la mañana es tibio.

Las moscas sobrevuelan aún los restos del último grupo.

*

La cola del baño no demoró en formarse. Y siempre que estoy ahí me dan más ganas de mear. Muchas más ganas. Todo se abisma. Hay un solo baño y somos, por lo menos, una decena de mujeres. Estoy al final de la cola, para variar, y tengo tiempo de sobra para ver lo que me rodea. Gaseosas cubiertas de polvo, pósters forrados con plástico, una vitrina con golosinas del siglo pasado, sillas deterioradas, noticiero como voz en off.

Al fondo, el desierto quieto.

Entro. El baño es una ruina. Apesta y solo hay una infame ventanilla en el techo. Altísima ventana jamás abierta. Maldita sea, y yo con esta resaca, pensé. Limpio un poco, torpe, los bordes del inodoro y me apoyo con la mano izquierda sobre la pared para no llegar a sentarme. Me acomodo precariamente, meo, salpico. Hay una mosca que también quiere salir. Su vuelo es tosco y dibuja con necedad los límites de nuestro espacio. Abro la llave para lavarme las manos y el agua cae en un hilo demasiado delgado, caliente. Hirviendo. Maldito desierto, pienso.

*

Al salir del baño todo pasa rápido.

Primero oigo el sonido del motor arrancando a mi derecha. Veo el bus avanzar despacio y el panorama abrirse con su movimiento: una pista negra y despejada, delineada por los mojoncitos del kilometraje y larguísima, perdiéndose en una curva al final del horizonte.

El bus acelera y pienso en voz alta ¿se está yendo?

Todo se detuvo menos el bus.

Una mesera me miró ausente, las moscas no revolotearon, el viento se apagó.

Se está yendo grité esta vez, nooo, ¡ayuda! Pero mi drama no le interesó a nadie.

Me vi desesperada corriendo con un poco de papel higiénico en la mano, vociferando. Corrí sintiendo mi peso en una pierna y en otra. Perdí una sandalia mientras ganaba velocidad y gritaba ya no sé qué.

Durante esos segundos sentí que el desierto era una ciudad gigante y vacía. La gente, toda la gente, se estaba yendo en ese bus. Y con mi mochila.

Corrí hacia una meta que se alejaba cada vez más rápido.

Vi mi viaje fugar sin mí y el cielo chorrear un azul que hacía arder el asfalto.

Cada vez más rápido y cada vez más lejos el ómnibus. La única referencia de que yo avanzaba eran mis gritos, que quedaban atrás. Es imposible alcanzar el horizonte. Imposible mantenerse sobre su línea.

El bus desapareció en una curva y no vi más. Fui frenando, descalza, como un juguete destartalado. Resoplé con un alivio absurdo y me senté en la pista ardiente.

Pensé en las cosas que había echado a perder.

En la ridícula decisión de escapar de la ciudad para dejar de beber.

Fijé la vista en el horizonte y pensé que no existe. Y que nuestro poquito más de futuro, tampoco. Mi rostro era un mal collage de risa tonta y gestos de furia. Bienvenida autocomplacencia.

Un accidente puede ser una lección. Ya está, uno pierde cosas en la vida, me dije. El tiempo, por ejemplo.

Pero de pronto el silencio me dejó oír esa intermitencia aguda, esa bocina breve de los vehículos cuando retroceden.

Regresaban por mí y no podía creerlo.

Recogí mi sandalia abandonada en el camino, miré con risa y sudor nervioso a la gente del restaurante que, sacados de su rutina, se relamían con el espectáculo ajeno.

Caminé hacia el bus, que me esperaba botando un humo oscuro. Polvo gris en pleno verano. Al entrar, algunos aplaudieron con un ánimo de rescate que me pareció obsceno. Otros fruncieron el seño, gesto de regaño que no es otra cosa que complicidad reprimida. Sonreí avergonzada. No saben qué susto, murmuré, todavía agitada. Estaba aturdida por el extraño triunfo de volver al bus. Avancé entre los asientos como un espantapájaros hasta alcanzar mi sitio. Luego, el silencio del desierto volvió a devorarnos a todos.

No sé en que momento volví a quedarme dormida. Me adormeció el grave zumbido del bus bordeando unas costas que recuerdo amarillas. El cielo altísimo y el mar, tan parecidos entre sí al mediodía. Una carretera sin nubes. Ciertos errores, tan parecidos a la verdad.

Sentí que todo era un ir y venir, una tregua, un giro.

Esa misma tarde me emborraché.

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