Si pudiera contar las veces que me dijo te quiero, me sobrarían dedos de una mano. No recuero siquiera una vez que me lo haya dicho, si soy sincera. Mi abuela no era la clásica mujer cariñosa, con una sonrisa en la cara al ver a sus nietos correr a sus brazos, ni siquiera tenía ese aspecto dulcificado que las señoras adquieren como por arte de magia cuando les pronuncian ¡Vas a ser abuela! No. Era todo lo contrario. Te puede resultar cómico que, de niña, no entendía la imagen que tenían mis compañeros de ellas, en mi mente eran seres míticos, aquello no existía, eran un Papá Noel o unos Reyes Magos, quienes sólo se aparecen cada fin o principio de año. Tanto mis padres como mis tíos, nos apesadumbraban a mis primas y a mí con llevarnos a su casa si no obedecíamos o nos portábamos mal. Así de anómala era nuestra condición de nietas. Los únicos que recibieron mimos y carantoñas de ella fueron sus plantas y su canario.

Una de las cosas que la hacía feliz era cocinar, guisaba como los dioses. Sabía hacer cualquier tipo de alimento, desde los más típicos a simples mermeladas, que de sencillas no tenían nada, seguro el sabor más cercano era un pedazo de cielo. Se le veía contenta al comer. Cada lunes desayunaba con mi abuelo en su restaurante favorito para devorar bizcochos calientes llenos de cremas y azúcar. En su casa de verano tenía árboles de todo tipo. Plantaba mandarinas, granadas, limones y hasta chiles. Además del dulce amaba el picante, debías tener un paladar adiestrado para soportar su comida, no cualquiera la podía tolerar. Cuando llegaba la época de cosecha, regresábamos con cestos rebosantes de frutos que comíamos por semanas enteras, aunque también regalaba copiosos sacos a familiares y conocidos.

A pesar de eso, creo que fue mi abuela quien me provocó cierta aversión a cocinar. Me regañaba por no saber freír ni un huevo. Su educación anticuada no soportaba la idea. Incluso me llegó a decir en más de una ocasión ¡Una mujer no es mujer si no sabe cocinar! Si hay algo que le heredé fue el carácter. Al decirme aquello me convencí de no aprender a cocinar. Me enojé ¿Cómo ella que siempre defendía a las mujeres podía tener esas ideas? Le demostraría con hechos cómo podía serlo sin siquiera tocar una sartén. Claro está que con los años tuve que aprender cosas básicas, no lo niego –tanto para sobrevivir como por necesidad–, pero nunca compartí su amor por preparar un buen arroz y mucho menos su ideal de mujer. Es cierto, se lo demostré, pero quizá también quería que aprendiera algo de ella. Y a saber que con el tiempo me habría gustado hacerlo o crear un recetario con sus consejos en pequeñas notas, como el que llenaba cada jueves al ver su programa televisivo con aquella famosa chef de la década de los noventa. Sin embargo, ahora no está y no puedo emular sus buenas salsas. Ahora veo que a palabras duras, oídos duros y nadie gana.

La puedo recordar perfecto con su cara seria, su piel tersa sin una mancha de sol, su cabello corto rizado muy bien teñido y las comisuras de sus labios dobladas hacia el piso. Me gustaban sus manos con dedos largos con la piel blanca sin una mota de edad. O verle lucir sus bellos prendedores en sus bien escogidas prendas. Sus ojos eran de ese grisáceo que toman las personas mayores. Te miraba escrutadora e intimidante, parecía sacarte el pecado más grande que llevaras en el alma aunque sólo contaras con siete años de vida. Mi abuelo, por el contrario, siempre sonreía y nos mimaba comprándonos golosinas. Sin embargo, el día que mi prima y yo nos envalentonamos a pedirle una moneda a ella para comprar dulces, ¿qué paso? Pues nada, que nos dio una regañina ¡El dinero se gana, no se regala! nos dijo, fue directo por una escoba, un recogedor y nos puso a limpiar su habitación. Todavía recuerdo el sol entrando a chorros por la ventana y las dos niñas barriendo cabizbajas con las partículas de polvo bailando burlonas en la luz. Nunca había empuñado una escoba en mi vida –que no fuera para jugar al caballito o las brujas–, por lo tanto, no sabía barrer. Ese día aprendí. Como pude barrí, creo que cogí la escoba tan mal que cuando terminamos tenía una ampolla en el dedo gordo de mi mano derecha. Pero recibimos la moneda prometida. Al menos fue justa. Si me preguntas cuándo fue la siguiente vez que le pedimos algo te diría nunca. Aprendí dos cosas ese día: a barrer y a no pedirle dinero a la abuela, quien era más tacaña que cualquiera. Si alguien le regalaba chocolates –que por cierto le encantaban-, los escondía en uno de los cajones de su cómoda para que no le cogieran ni uno sólo, sobra decir que no le convidaba ni a su marido. Por eso nos amenazaban con dejarnos a su cuidado, sabíamos que no habrían ni dulces, ni achuchones, ni palabras amables. Si nos iba bien nos dejaría a solas en el comedor aburridas y si nos iba mal nos pondría a limpiar.

Tampoco es que fuera un ogro, dura sí era, pero había que saberla tratar. Cuando estaba contenta cantaba a todo pulmón y tenía alguna cancioncilla antigua en los labios, de esas que no se te olvidan aunque pasen los años. Me contaba que había aprendido a caminar atándome al chal rojo que siempre llevaba encima y me llevaba por el patio de un lado a otro entre las plantas que decoraban las esquinas mientras me cantaba La pájara pinta. Según decía, gracias a eso caminé antes de cumplir un año. No son muchos los recuerdos que tengo de ella, no es que no pasara mucho tiempo en su compañía, la verdad la veía casi diario. Acaso por su carácter seco o su continuo aleccionamiento, son pocos los momentos que rememoro sonriente. Tal vez también podría contarlos con los dedos de una mano. Ni siquiera está en las memorias del día de mi boda. No quiso ir. Nunca sabré por qué. Así de rara era. Pero si pudiera decir un sólo recuerdo que me hace sonreír es su voz. Su gruesa voz que se podía escuchar hasta la última planta de su casa de tres pisos como una estela que lo recorre todo. Su voz que se transformaba de un áspero regaño a un sonido libre que irradiaba felicidad, el cual sólo podía provenir de sus más profundos sentimientos y sus más comprimidas entrañas para convertirse en hermosas nanas: Quién es esa niña linda que nació de día, quiere que la lleven a la dulcería. Quién es esa niña linda que nació de noche, quiere que la lleven a pasear en coche.

Lo que sí sé es, que aunque no tuvo palabras amables y más bien su semblante fue hosco, aprendí mucho de sus maneras duras, de su difícil vida, de sus malas y buenas decisiones, de su esfuerzo, de su trabajo, de sus tratos. La última vez que la vi fue seis meses antes de su muerte, se le veía cansada pero siguió instruyéndome. La recordaré por su insaciable motivación a que aprendiera de los consejos de una vieja que había visto y vivido mucho. O por sólo pronunciar mi nombre. Ella fue quien lo escogió. Tal vez también por eso la recuerde siempre.

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