Mi profesión era la de conducir un autobús
lleno de desconocidos. No me quejaba en alto porque, al menos, podía decir que tenía
un trabajo… que ya era mucho en los tiempos que corren. Sin embargo, después de
una década de monótona rutina laboral, con un pe entre el acelerador y el
freno, no podía evitar pensar que fuera de este autobús habían muchas más cosas
que hacer. Pero tenía miedo. Yo era mi peor enemigo.

Un día decidí cambiar mi rutina y empecé a
prestar mucha más atención a mi alrededor: observar a los pasajeros con los que
compartía espacio y tiempo… e imaginar sus propias historias que, seguro,
serían más interesantes que la mía.

El primer señor que subió al autobús
llevaba consigo una expresión seria y su ceño parecía estar permanentemente
fruncido. Ella, en cambio, se notaba una señora encantadora que, tras el
gruñido de su marido al entregarme su billete, me miró con dulzura y me dio los
buenos días. También me dijo que hiciera el favor de no conducir como los
locos, cosa que hizo con mucha amabilidad. Por eso, no pude sino prometerle que
iría con mucho cuidado… como siempre.

Pensé que tan malo es una joven pareja en
sus primeros meses de maravilloso y empalagoso enamoramiento, como la pareja
casada desde hace 40 ó 50 años y que ya no pueden ni mirarse a la cara. Ya no
sirve eso de “te quiero por tus virtudes (que son muchas) pero todavía te
quiero más por tus defectos (que son muy pocos)”. Luego, con el paso del tiempo
y como por arte de magia, el mucho se convierte en poco y el poco se convierte
en mucho.

Y hablando de parejas felices,
seguidamente se acercaron a mí los típicos jóvenes que despiertan las envidias
de la gente. Se hacen carantoñas, se besan, se ríen, se susurran cosas al oído
y van cogidos de la mano. Él lleva la maleta que comparten en la otra, mientras
ella teclea fugazmente su móvil. No faltaban tampoco las gafas de sol que
gracias a Dios no pueden compartir porque es físicamente imposible, ni tampoco
los auriculares que, en ese caso, sí se pueden compartir.

Vaya por Dios. Ahí estaba la pesadilla del
viaje: un grupo de siete chavales de no más de 15 años. Todos ellos, aunque se
suponía que cada uno era de su padre y de su madre, parecían sacados de un
mismo molde. Para sentirse integrados, los adolescentes suelen copiarse unos a
otros en la manera de vestir, en los gestos, en la jerga e incluso en los
gustos. Iban a Andorra a esquiar y a pasar el fin de semana.

Como no podía ser de otra manera, en todo
grupo siempre hay un líder. Es el más popular, descarado y extrovertido. Junto
a él, su mano derecha (el colíder). Y ya en un tercer plano, el resto: un par
de grandullones que con sólo tocarte pueden fácilmente tirarte al suelo, el
guaperas (que es guapo y encima lo sabe), y dos chicas (una rubia y otra
morena) que, más que quinceañeras, parecían veinteañeras por su aspecto
exuberante y sus rostros extra-maquillados.

A continuación, se acercaron a mí dos
señoras de mediana edad. Una buscaba por el bolso los billetes con cierto nerviosismo,
mientras la otra parecía no darse cuenta de la angustia que estaba pasando su
compañera de viaje, pues se encontraba hablando con alguien por teléfono. Más
que hablar, yo diría discutir.

Creo que eran de dos amigas hartas de sus
responsabilidades en la casa, con los hijos, los maridos y posiblemente también
con los padres (ya abuelos). Por lo visto, habían dicho basta y se habían
puesto el mundo por montera.

Poco antes de subir al autobús, la que
estaba ocupada con el teléfono lo colgó bruscamente y espetó: ¡que se apañen
como puedan!

No es que sea muy frecuente pero se dan
algunos casos: madres que dejan a sus hijos solos en el autobús para que vayan
a pasar una temporada con sus padres. Se da por hecho, claro está, que están
separados o divorciados y tienen la custodia compartida. Sin duda, el siguiente
era un caso de esos, ya que fue la misma madre la que me dejó como responsable
del pequeño, de unos 10 años de edad más o menos. Me dijo que su padre lo
esperaba en la estación de Andorra para recogerlo y que, por favor, me
asegurara de que eso fuera así. Y añadió que, si hubiera algún problema, el
niño llevaba en su mochila anotado su número de teléfono.

Dicen que los gemelos e incluso también
los mellizos tienen una conexión especial. El motivo lo ignoro pero tiene
sentido, pues han compartido un vientre, han crecido juntos y han conocido al
mismo tiempo las mismas cosas. Frente al autobús vi entonces dos gotas de agua,
en un carrito doble. Antes de que subieran junto a sus padres, me agaché y,
entre estúpidas carantoñas que los adultos solemos hacer cuando nos encontramos
con niños, les sonreí y les di una piruleta a cada uno. Me lo agradecieron
mucho, aunque eso sí, dos segundos después del leve capón que les dio su padre
para que dieran las gracias. Así se hace, pensé: la educación ante todo.

La siguiente pasajera era una chica de
treinta años, morena, pelo corto y unos ojos que llamaban la atención: pupilas
grandes y de un color verde distinto al de la mayoría. Me fascinó salvo por una
cosa: su semblante, más que triste entristecido. Entonces fue cuando me propuse
como meta hacerla sonreír antes de llegar a nuestro destino.

El viaje fue bastante tranquilo. Me
dediqué a conducir y a hablar con la gente. Como digo, aquel día me había
levantado con el pie derecho. Estaba dispuesto a cambiar el rumbo de mi vida y
dejar de ser un pobre amargado.

En las paradas que hicimos para estirar
las piernas, tuve muchas oportunidades de conversar con Ana, aquella
treintañera con hermosos ojos y triste mirada. No me resultó difícil porque
pronto me percaté de que deseaba realmente hablar conmigo o muy posiblemente
con cualquiera que quisiera escucharla.

Me contó que estaba pasando por un momento
gris, lleno de indecisiones, frustraciones y decepciones. Había llegado al tope
y el vaso se había desbordado por completo. Me contó que nunca había tenido
suerte en el amor y, sin embargo, seguía creyendo en él. Por otro lado, había
descubierto que sus amigos de toda la vida, en realidad, no eran tan amigos
como parecían. Y por último, me contó que llevaba un año y pico soportando un
constante acoso en el trabajo por parte de su jefe. No era un acoso físico,
sino psicológico. Ahora lo llaman
mobbing pero, en realidad, siempre se ha llamado
“joder a los que valen”
.

Todo ello la había sumido en una profunda
depresión hasta que un día -ése mismo día- dijo adiós a la poca familia que le
quedaba y decidió romper con todo. No para siempre, pero sí por un tiempo.
Quería irse fuera de España, cuanto más lejos mejor, pero le tenía mucho miedo
a los aviones. Por eso pensó que Andorra sería un buen lugar para empezar de
nuevo.

Y por fin, entre amenas y sinceras
conversaciones, llegamos a nuestro destino.

– Así que éste es el final. ¡Qué rabia!
–dijo alguien detrás de mí. Era Ana, con su maleta y esos ojos tan preciosos
que ya no miraban tan tristes como antes.

En aquel instante, en mí surgió un
sentimiento al que todavía no podía ponerle un nombre.

– No, Ana, éste podría ser nuestro
principio… si tú quieres.

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