El valle nos vio nacer. Nos vio crecer y enamorarnos. Sintió el placer y la pérdida. El valle nos enterrará y nos cobijará bajo sus piedras, sin nada que podamos hacer. Todo empieza y acaba aquí, como una eterna cantinela, como una canción que derrite la espera y nos mantiene, suspendidos, en medio de una fría y espesa niebla; anclados y perdidos entre lo visto y lo conocido, siempre en el mismo sitio, con miedo a algo que nos pasa desapercibido; penetrando en un olvido que nos maneja, nos paraliza y nos quiebra, que entumece nuestros músculos y, a través del corazón, hasta la sangre hiela.
Algunos lo consiguieron y se fueron, desapareciendo entre las tinieblas, y nadie recibió nunca una carta ni la más tímida letra. Deseo mucha suerte a esas almas en pena que soñaron con un lugar lejano, fuera de estas paredes cubiertas de hierba, y creyeron que podrían olvidar sus olores, sus sabores; los colores que, apagados, encendían sus pupilas y calentaban sus ideas. Pero ni el ocaso ni el amanecer son visibles desde aquí, desde el pozo de esta tierra. Los días se suceden como letanías sin tregua y los pensamientos prohibidos despegan del cuerpo nuestras cabezas, quedando para siempre inconexas y heridas de invisible guerra, anhelando una parte esencial que nunca llega.
Este valle que nos alberga constituye un cauce de emociones; instaura los horizontes que limitan nuestras proyecciones, ahogando nuestras certezas. Crea las barreras que nos separan de otros mundos; aquellos que ansían proporcionarnos nuevas sensaciones que se nos niegan. No sabemos a ciencia cierta qué existe más allá de estos muros de contundencia pétrea; muy pocos se han aventurado y nadie ha vuelto para contarlo, de modo que el misterio nos corroe mientras los días se escurren como en relojes de arena.
Todos permanecemos en el valle, a medio camino de ninguna parte; a medio gas, sin entender qué nos sucede. Nos mantenemos aquí, resistiendo en mitad de la vida, en un presente incesante entre dos orillas, entre dos océanos inabarcables; entre la tierra y el agua, entre la fuerte roca y el profundo torrente, entre la montaña perenne y el río que no se detiene. En el interminable ahora, que repite un sonsonete que nos retiene bajo la soga.
Todos pertenecemos al valle. A él le debemos todo cuanto florece; sus fértiles tierras, sus fuentes, sus fuertes corrientes, sus trepadoras hiedras. Sus ricos frutos nos nutren, nos sacian, nos hunden y anclan en lo más profundo de sus entrañas. Pero en cualquier momento puede descender la furia acumulada y arrasar con todo lo que encuentre. Y quizá entonces vayamos al otro lado, donde intuimos que nos han estado esperando.
La vida en el valle puede parecer monótona; sin embargo presenta altibajos importantes.
La oscuridad es segura, uno puede refugiarse y verse a salvo de hipotéticos enemigos.
Sin cambios reseñables, se adhiere a un negro inmovilismo de rostro impenetrable.
Ésta se camufla con gran sigilo, mimetizada con los seres que le sirven de abrigo.
Se adueña de los sueños, usurpando lo más íntimo, exacerbando el lado salvaje.
Y se extiende como una mancha de aceite, inundándolo todo hasta el olvido.
La oscuridad impera ya bajo los árboles, se retroalimenta, se consolida.
Se inmiscuye entre las casas, en estrechos escondrijos, bajo llave.
Calle a calle, sin hacer ruido, ha ido ganando la partida.
Hasta que, finalmente, prospera a la luz del día.
Ya no se conforma con la noche.
Y se impregna en cada vida.
La oscuridad del valle.
Sin embargo, algo se mueve.
En un principio, la luz es temida.
Se muestra tímida, poco convencida.
Muestra los detalles, los expone en relieve.
Destaca imperfecciones, evidencia las carencias.
Pero la oscuridad total es una utopía, y todos lo saben.
Pues la sombra nunca es completa, siempre resiste una luz tenue.
Un rescoldo jamás apagado que se revuelve lento entre las cenizas.
Que, hecho trizas, se recompone poco a poco, aumentando sus garantías.
Y cuando la tendencia se invierte, los seres del valle aguardan impacientes.
Y el más débil de los reflejos irrumpe, encontrando la forma de multiplicarse.
Depositan esperanza en la iluminación creciente, mientras se mueven a tientas.
Reproducen conductas ya aprendidas, mientras por comodidad, pasivos, esperan.
A que las aguas retornen a su cauce y así recuperar la supuesta normalidad asumida.
Pero la naturaleza es tan sabia como tozuda, insistiendo en sus repetidos ciclos eternos.
Nada es sencillo y la prueba estallaba dentro del cuerpo, en el corazón y en el cerebro.
Algunos creían que lo lograrían yendo al fondo primero, descendiendo a los infiernos.
Así lo hicieron. Esquivaron peligros y acechos, bordeando vertiginosos despeñaderos.
Evitaron entuertos y afilados riscos. Pero el largo camino evaluó su comportamiento.
Entró en juego el liderazgo y el trabajo en equipo, argumentaciones y razonamientos.
La convivencia evidenciaba la forma de sobrellevar las dificultades en sus adentros.
Y era tal la dureza que muchos sucumbieron, dando marcha atrás a sus proyectos.
En cambio, otros siguieron en su empeño, sin desistir de lo que creían correcto.
Y así fueron bajando: paso a paso y dedo a dedo de duro y colectivo esfuerzo.
Ayudándose mutuamente en el descenso, siendo para otros bastón y asidero.
Para unos sacrificio, para otros sacrilegio, sortearon augurios y mal agüero.
Renunciaron a antiguas comodidades, desechando el culto a lo superfluo.
Y centraron la mente en sus pies, en su entorno, en el objetivo sincero.
Conforme se acercaban a lo más bajo, una claridad se iba imponiendo.
Despacio, una luz blanca y difusa iba comiendo terreno a lo negro.
Pero seguían encontrándose bifurcaciones y distintos senderos.
Dedicaron a cada decisión un tremendo y escrupuloso tiempo.
Y se equivocaron muchas veces, desandando grandes trechos.
Sin embargo, algo muy profundo les indicaba que era cierto.
Que esta vez era distinto y nunca habían llegado tan lejos.
Y el creciente cansancio se compensaba con lo venidero.
Percibiéndose en todos los lugares menos en el cielo.
Lejano y etéreo, éste se veía cada vez más pequeño.
En cambio, no había marcha atrás ni posible freno.
Ya se hallaban lanzados hacia el incierto agujero.
Y el impulso era tal que ya corrían sin remedio.
Incluso se movían gateando por el suelo.
Ya estaban allí, y lloraban de miedo.
Y de felicidad, todo en uno.
Como en un sueño.
Allí los esperaba.
Era inconmensurable.
La superlativa mole de la montaña.
Accidente geográfico, hito del paisaje.
Los observaba con rostro impasible e inmutable.
Sin mostrarse altiva, subyacía una superioridad solemne.
Y les atraía sin razón aparente con una potencia inusitada.
Andaban muy escasos de provisiones, pero ella les alimentaba.
De una manera inexplicable, les saciaba solo con estar presente.
Y a pesar de ello no era suficiente, debían coronarla hasta su alma.
Y ya casi encaramados a su espectacular mirador, el vértigo se desvaneció.
Una perspectiva mayor lo cambió todo alrededor, viendo a través de un nuevo cristal.
Y la cuestión era tan simple como dar cada paso corto, uno detrás de otro, hasta el final.
Pero sin arrepentirse en ningún momento ni mirar atrás, con el objetivo marcado a fuego
en la frente y en el pecho, surgiendo algo duradero que se intuía el inicio de algo más.
Que conectaba ese sentimiento y esa cima en una red inmensa de óptima oportunidad.
Y el descenso ya no fue tal, pues desde ese punto sólo podían ascender, en lo vital.
Los pies se deslizaban sin ningún esfuerzo, las piernas volaban en un baile natural.
Algo se había transformado por dentro, de forma que nada volvería a ser igual.
Y puede resultar demasiado elemental, pero así se viste la realidad.
De inmediata cotidianeidad, de gran conocimiento popular.
Y a pesar de ello, tan ignorada y marginal.
Retornó así el valle, siendo todo claridad.
Pero esta vez la luz no caía desde lo alto.
Emanaba de cada ser iluminado.
De la frente surgía un faro.
De luz blanca, ancestral.
Un faro como el sol.
Quemándoles.
Sin control.
Y entonces llegó.
Una nueva dimensión.
Así era como se percibía.
Una metamorfosis interior.
Como una utopía cumplida.
Un despertar tras mucho tiempo.
Tras milenios de letargo incierto.
Al fin vencían el helado invierno.
Habían vuelto, pero no se habían ido.
El esperado retorno al cobijo materno.
Volvía un innato y amoroso sentimiento.
Lo externo era lo mismo, pero tan ligero…
Y en cambio todo parecía distinto, redescubierto.
Su antigua visión resultaba algo muy lejano, extinto.
Y se mostraban como unos niños con zapatos nuevos.
De pronto, valoraban como un tesoro el absoluto silencio.
Ahora miraban cada ser y cada objeto con unos ojos ajenos.
Y aprendían a recordar cómo se veía todo sin el velo del miedo.
Y se percataban de cada causa y sus consecuencias, de cada efecto.
Y al fin eran conscientes de qué manera el edificio se va construyendo.
Ladrillo a ladrillo y piso a piso, de pequeñas emociones y sutiles suspiros.
De grandes decisiones y nimios momentos, todo ello ensamblado y envuelto.
Y de cómo cada borrón y cada trazo era fundamental para entender el conjunto.
Cómo cada palabra y cada acto había impactado en tantos muros de carne y hueso.
Y cómo esas heridas eran persistentes y variopintas, atravesando tejidos de todo tipo.
Así había repercutido todo eso, en uno mismo y en el complejo entramado de espejos.
En un bucle que atrapa los escombros del universo y los envuelve en gas, luz y polvo.
En la energía que soporta los enrevesados artilugios del cosmos, un inabarcable remolino
de oscuros deseos, amalgama de elementos, conglomerado de actos, palabras, pensamientos;
todo entrelazado, interrelacionado y completo; todo, origen primigenio y destino de sucesos.
El mismo ser, el que nos vio nacer, se encarama sobre nuestra conciencia, tratando de imponer su presencia llana y lisa. Buscábamos un espejo, una superficie pulida y cristalina que reflejara un trozo de sol, que nos devolviera la luz interior. Pero, en su lugar, nos mostró nuestra propia imagen, deformada pero limpia, sin engaños ni mentiras. Nos mostró a nosotros mismos por dentro, seccionados por la mitad; a mitad de camino de nuestro propio destino, a mitad de camino de lo que podríamos llegar a ser o de en lo que querríamos convertirnos. Y lo que vimos nos sorprendió y a la vez nos pareció inofensivo.
Todavía quedan personas que echan en falta la montaña, el valle y su riqueza de paisaje, y resulta del todo llamativo. La llanura les parece demasiado plana, sin variaciones, aburrida de emociones. No valoran tanto la amplitud de miras, la falta de obstáculos, la plenitud del espacio, y añoran el relieve que todo lo domina, las curvas de la vida. Pero no ignoran que nada les retiene en la llanura, pues ahora son libres de moverse como les plazca, sin ninguna atadura. Pueden elegir el valle o la llanura, incluso la montaña, aunque de habitarla sólo son capaces unos pocos elegidos, quienes podrían domarla. Y algunos se plantearon retornar al valle, pero no resulta sencillo decantarse por una andadura tan atrevida. Para la mayoría, se trataba de una meta superada y una etapa cumplida, pues ahora los horizontes se ensanchaban más allá de donde alcanza la vista. Y al recordar lo ocurrido sentían un gran alivio, al mismo tiempo que se les helaba la risa, pues una nostalgia extraña se adueñaba de sus pupilas. En cambio nada había sido en vano; cada peldaño y cada anomalía había resultado útil para encontrarse donde ahora, en la zona antes prohibida; cada instante había construido este complejo andamiaje, cuyo sentido por fin se resolvía. Y a pesar de que, en ocasiones, una parte del personaje aún se revolvía añorando viejos ambages, llega un punto en que no hay error posible ni renuncia gratuita, pues la visión del mar y su línea perfecta del horizonte es la prueba fehaciente de que, al fin, está cerca la conclusión del eterno viaje.
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