El restaurante aparecía impoluto, como si nada hubiera pasado en las horas anteriores. Eso era en parte lo que les gustaba de su profesión. A pesar del estrés, de las mesas impacientes, de las carreras de un lado a otro de la sala, sabían que en poco tiempo todo volvería a su estado original. Las copas y los vasos yacían solemnes encima de las mesas. Los cubiertos estaban cuidadosamente ordenados y colocados encima de las servilletas de tela marrón oscuro. Los manteles, blancos e impecables, esperaban un nuevo y ajetreado servicio que les devolviera al saco del que procedían. Se respiraba calma y tranquilidad. La luz tenue que caracterizaba el restaurante reaparecía de nuevo, como si hubiera estado ausente durante unas horas de intenso trabajo. Los dos camareros se sentaron en la pequeña terraza, se sirvieron un par de merecidas copas de vino y se relajaron en la templada noche primaveral.

-No me gustan nada estas manchas – dijo Joseph mientras se miraba el cuello ante el espejo. En algunas ocasiones su actitud hipocondríaca le sacaba de quicio. Sabía que esas manchas salían del roce con la camisa del trabajo, pero Joseph estaba convencido que eran un síntoma de algo mucho peor.

-Hoy he ido a la librería que me recomendaste – dijo él para desviar el tema. – He decidido empezar a leer los clásicos de los que siempre he oído hablar y que hasta ahora, por una razón u otra, nunca me había planteado leer.

Joseph seguía mirándose el cuello de la camisa, absolutamente ausente. Su intento empezar una conversación no surgió efecto alguno. Sabía que en ocasiones costaba que surgieran las buenas conversaciones que había mantenido con él en noches como esa. En el fondo se comportaban como un matrimonio en sus bodas de plata. No hacía falta que mediaran palabra en una hora, su compañía mutua les reconfortaba. Hablaban cuando tenían que hablar y para él esa era una de las mejores cualidades que alguien podía tener. Le había costado años conocer a alguien como Joseph. Eran dos personajes solitarios que, paradógicamente, necesitaban compañía. Dos mentes ausentes, solemnes, tranquilas, pausadas, reflexivas.

– He estado mirando billetes para irme a la India – insistió él-. Están bastante baratos en la época que me quiero ir, creo que los voy a comprar en cuanto cobremos la nómina.

De pronto Joseph dejó de mirarse las sospechosas marcas del cuello y le dirigió su penetrante e intensa mirada.

– Hasta cuándo te irás? – Preguntó con una especie de condescendencia paternal .

– No lo sé – Respondió él- no tengo fecha de vuelta. En parte eso es lo que me excita del viaje, tener la incertidumbre de no saber lo que va a pasar, de no saber cuánto tiempo estaré en cada sitio. Al fin y al cabo se trata de tener la libertad para hacer lo que me apetezca en cada momento.

Joseph arqueó las cejas con una mezcla de estupefacción y sorpresa.

– Me parece muy bien que te vayas, siempre y cuando no sea una huida hacia adelante.

– A qué te refieres?

– Digo, que creo que es muy importante vivir en otros sitios y desconectar de tu entorno pero también creo que deberías tener algún objetivo, algo que hacer. Creo que no sería positivo que volvieras dentro de un año en la misma situación que estás ahora.

– Estoy seguro que no volveré en la misma situación de ahora, más que nada porque sé que este viaje me hará crecer como persona y conocerme a mí mismo. Éste es el viaje que siempre he querido hacer y ahora es el momento para hacerlo. Solamente estoy esperando a que llegue junio para aprobar las asignaturas que me quedan pendientes y largarme.

– ¿Y crees que este viaje te hará cambiar? Estoy convencido de que vivirás cosas extraordinarias y también que te sentirás vivo de nuevo. Sé que lo necesitas. ¿Pero de verdad crees que va a cambiar algo? Seguramente resolverás tus problemas más inmediatos, pero se te plantearán otros nuevos. A veces pienso que la libertad sólo trae infelicidad, que las innumerables opciones que se presentan ante ti te hacen dudar de todas tus acciones y, al mismo tiempo plantearte qué podrías haber hecho de haber tomado otro camino.

– ¿Entonces debo resignarme a tener un camino marcado? Creo que debemos abstraernos un poco de aquello que hemos mamado desde que nacimos. Sé que si hubiera nacido en cualquier otro sitio del planeta, o en cualquier otro entorno familiar ahora mismo sería una persona completamente distinta. ¿Hasta qué punto aquellos que nos rodean influencian nuestro carácter? Necesito evadirme, desconectar de mi realidad, conocer otras personas, otras verdades, para poder encontrame a mí mismo.

– ¿Y qué harás cuando te encuentres a ti mismo? ¿Encontrarás algún tipo de paraíso? ¿Acaso tu mente descansará en paz eternamente, hasta el día de tu muerte? No puedes evadir la preocupación, la incertidumbre respecto al futuro. El ser humano necesita la incertidumbre para vivir, para afrontar los retos que se le presentan. Por muy lejos que te vayas, por mucho que soluciones algunos problemas, necesitarás de otros para mantenerte con vida. En el improbable caso de que te encuentres a ti mismo querrás encontrar a otro, y así sucesivamente. Estarás en una búsqueda constante.

– ¿Qué debo hacer entonces, resignarme a la vida que tengo? ¿Debo hacer aquello que siempre me han dicho que haga? ¿Debo satisfacer a aquellos que esperan algo de mí? Tengo la necesidad de escapar de las esposas que me mantienen desesperadamente atado a la realidad, quiero romper las barreras que me señalan el límite del camino. Sé que están llenas de peligros, siempre me lo han dicho, pero sé que en ellas también reside la vida en su estado más puro, esa satisfacción que te recorre el cuerpo recargándolo de oxígeno. Eso es lo más parecido a la felicidad que he sentido nunca.

– No creo que la felicidad esté tan lejos. Creo que al final se trata de sentirte a gusto con aquello que tienes, de valorar lo que la vida te ha dado. La ambición es la peor enemiga de la felicidad, la búsqueda es justamente lo que nos impide encontrar lo que buscamos. Es imposible encontrar algo que no buscamos ¿no crees?

Sus palabras calaron en lo más profundo de su ser como arpones bajo las frías aguas del océano. Quizás tuviera razón. Quizás su vida consistía en buscar, más que en encontrar. El camino hacia el objetivo era el objetivo en si mismo. No había meta, sólo estaba avanzando hacia un horizonte inalcanzable, eterno, irremediablemente desconocido.

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