Lujuria y pesadilla

Lujuria y pesadilla

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05/05/2017

La reconocí de lejos. Se trataba nada más y nada menos que de la señorita Victoria Andrade frente al espejo. Una hermosa muchacha de pelo largo, piel caramelo, ojos marrones y una silueta curvilínea que dejaba hipnotizados a todos los hombres del pueblo.

– ¿Qué he hecho César? Estoy cansada y agotada. Hoy es lunes y sí que se nota. Cómo me influye este clima…­ ­-le reclamó al espejo.

Temía que haberla visto, reviviera en mí lo que había callado todos esos años…

Creía tanto en las buenas intenciones del Universo, en el vínculo de la naturaleza con el alma de los humanos, y en el destino burlón de los hombres, que las preguntas existenciales la abrumaban por las noches.

La hora de acostarse era una rutina pesada la cual debía intentar sobrellevar de la mejor manera. Y a veces le cansaba. Y le cansaba harto.

Aquella noche llegó a casa y se desvivió llorando por lo llorado otras noches y otros días. ¿Qué tendría de excitante el maltratarse así? Pues a eso no le encontró nunca respuesta. De lo que estaba segura es que no había sufrimiento. La señorita Andrade decía que era “amor sopesado con lástima.” Amor que quiso dar, pero le fue arrancado de las entrañas. Y cuando le atacaban esas tormentas mentales le quemaban las puntas de los dedos como si cortárselos fuera a subsanar su dolor.

– “De vez en cuando, viene bien vivir más en gracia con uno mismo”, pensaba, mientras se desabotonaba la blusa.

Su rutina luego del trabajo era muy sencilla. Llegaba a casa a cocinar en su cocina vieja. Comía sola. Se sentaba en la mesa impoluta, arrastrabala silla y ponía la radio. Al terminar, recogía los platos que odiaba fregar. Y los ponía a secar ordenadamente, uno por uno.

La habitación era un completo desastre. Era mediana, pero parecía más un circo o un teatro. Completamente abarrotado y lleno de drama. Le costaba mantener el orden de sus cosas. Reflejaba bien el caos de sus ideas.

Cuando Victoria se disponía, finalmente, a cerrar los ojos cansados de llorar, se le atravesaron tres palabras: “¡¿Cómo es posible?!” Y se cogía el vientre mientras hablaba con él -o ella- tumbada en la cama. La pobre se lamentaba de lo vivido a sus veintiséis años.

Le tenía fe a un ángel y, como poco, creía que la cuidaba. Y vaya que sí… La cuidaba de estar peor. Se aferraba de tal manera a ese ángel que, efectivamente, cumplía la función de divino. Nunca vi a una persona tan fuerte sentirse vacía y sin nada que poder ofrecer. Tuvo momentos de ira y sus días radiantes. Pero eso no se veía. Ella lucía fuerte. Y lo era. Por eso cuando iba a visitar a su amigo, el profesor, reía muchísimo. Inconscientemente, el cuerpo le pedía reír, reírse de ella misma. Esos dos se entendían. Pero sólo eran amigos.

…Y riendo se veía preciosa.

Quizás, César Vallejo la quería así. Quizás, le dedicaba poemas desde allá arriba. Como cuando bebía hasta llorar y el hombre recitaba gritando. Era su difunto marido, el poeta Vallejo. Esa era su biblia; el poemario de su triste amado. Todos decían que don César era feliz pero que llevaba un duelo por dentro. Quién sabe por qué… No tenía mucho sentido.

Cuando decidió, de una vez por todas, dormirse, lo hizo porque asumió que todo era una locura, una montaña rusa sin freno, pero se sentía viva. Tan viva estaba, que sentía que había vivido demasiado. Su cuerpo había aguantado bastante. Su cuerpecito y su gran corazón. Porque nobleza era lo que le sobraba y la lealtad le recorría por las venas. Las veces que se cayó y se levantó… ¡Qué mujer! Una mujer de principios inquebrantables.

Un día pensé que de verdad se moría de pena. Ella se encargó de hacérselo saber a una amiga suya. No dejaba que nadie la viese llorar. ¡Ah! Pero por teléfono si lloró, y bastante. La amiga que poco podía hacer para calmarla, por lo menos consiguió que respirara más tranquila. La pérdida de su marido la había destrozado.

Un par de meses más tarde se encontraba disfrutando del mar, del atardecer. Y sentía amor puro. Aparecía por el paseo marítimo caminando hacia la panadería de la esquina, y se podía respirar el amor que tenía para dar, le brotaba. Traía dentro el poder de las olas que tanto amaba sentir y oír reventar sobre la arena. Pero por las noches se sentía culpable por no poder decir la verdad. Ella era todo lo que podría pedírsele a una fiel amiga.

Tenía que callar sus errores pasados y su vergüenza. A una persona que valoraba tanto la palabra, esto le atormentaba. Y pocas personas hacían uso de la palabra tan bien. Ojo. Cuando escribía, lo hacía con dedicación y prestando atención a cada detalle. De vez en cuando, se lamentaba de la importancia que había perdido el valor de la palabra.

Después del paseo por la playa tenía que ponerse música para meditar, porque prefería hablar antes con ella misma que con otras personas. Era una incomprendida.

Cuando ya había meditado lo suficiente, recostaba su cabeza en la almohada y se repetía: “Debo perdonarme a mí misma… Debo hacerlo. Algún día…”

Su boca estaba quieta, pero hablaba, a menudo, hasta altas horas de la noche con su consciencia. Y la consciencia ya no quería ni escucharla. Se quitaba la ropa para dormir porque estar desnuda le hacía sentir bien. Así era como se entregaba: sin nada, pero despertando todo lo dormido en sus amantes.

Ella era su propio ángel y no se daba cuenta. Jamás había visto una cara de ángel así…

Pocas veces se tomaba el tiempo para admirarse. Admiraba más los pequeños detalles que le brindaba la naturaleza. Era lo que la hacía feliz. Porque de los sentimientos humanos se había desprendido, de las sensaciones no tanto. Se había deshumanizado poco a poco.

Cuando dieron las once, miró el reloj, y lamentándose de lo tarde que era, exclamó: “¡Me iré a morir pronto!”.

El ciclo de la vida se le había quedado corto. Porque ya se había muerto en vida y había vuelto a nacer. Todo lo había hecho ella sola, sin que nadie se percatara. Excepto yo. No sé el porqué. Pero había presenciado cada día, desde su sepultura hasta su renacer.

Tal vez, con un poco de suerte, le desaparecerían los fantasmas o la intensidad con la que se auto juzgaba.

Cuando pasó un año de la muerte de don César, la señorita Andrade había empezado a cuidar mejor su cuerpo, porque comprendió que debía estar sola. Que nadie merecía conocerla. Comprendió que su cuerpo iba a ser uno sólo y no había estado cuidándolo. Ya había recibido muchos palos.

Yo siempre estuve viéndola. La esperé tantas veces en la puerta de la tienda donde iba a probarse vestidos y mirar pañuelos. Ese espejo no podía decirle lo bella que era. Pero yo sí… tantas veces quise hacerlo y no pude.

La esperé un año y cuatro meses… Había pasado tanto tiempo sin verla desde que me di por vencido. Nunca me vio, nunca se fijó en mí. Pero la esperé.

Una tarde, me dirigía hacia la casa del señor Marcos. Iba a dejarle un sobre que me habían encargado que le hiciera llegar. Andaba distraído mirando las farolas y a las palomas que se cruzaban en mi camino. Estaba en la acera de enfrente cuando vi a Victoria; lucía fantástica, más esbelta, pero igual de hermosa. Tenía la misma sonrisa… y su pelo largo…

-Señorita Andrade, buenas tardes. ¿Cómo se encuentra? Me he leído el poemario de don César… Lo he terminado esta misma tarde. ¡Es una gran obra!

Se le iluminó el rostro, y entablamos una interesante conversación. Nos marchamos hablando y comentando uno de los poemas de su ángel: “Y después de tántas palabras…”

Fuimos por la playa. Ambos disfrutábamos de la arena mojada ensuciando nuestros pies. Victoria ya sabía mi nombre.

Me comentó que tenía que descansar. El trabajo había sido duro. La dejé en la puerta de su casa.

-Sabe, Raúl, no me había atrevido a mirarle a los ojos. Sabía que estaba allí de pie. Incluso creo que hizo llevadero mi luto. Debía aceptar que me atraía otro hombre, pero César lo mira todo desde arriba… Qué dilema… No estaba lista. No soltaba la cuerda. Las cortinas de la habitación me recuerdan cuando salía por el balcón a fumar un cigarrillo a media noche. Él se desvelaba conmigo.

-Señorita Andr…

-Llámeme Victoria.

-Victoria… No pretendo hacer que Usted olvide a don César. Es imposible olvidar a semejante poeta. Su semblante causaba revuelo en el pueblo, al igual que Usted. Todos envidiaban la pareja que hacían. Pero todos sabíamos que no la cuidaba. No la veíamos casi sonreír… Cometió un error; se casó con un hombre perspicaz que utilizó su destreza para hacerla sentir una mujer pequeña. Hasta que empezó a sentirse como una cortina más de su habitación… Por eso iba tanto a la tienda a verse en el espejo. Porque en su casa era un fantasma, no era capaz de sentirse útil, se olvidaba de quién era…

Hubo un silencio. Victoria respiró fuertemente y agachó los hombros.

-Raúl, Usted no tiene idea del tormento que pasé. Es cierto. César era un hombre especial. Con sus pros y sus contras… Pero estábamos casados. Y yo…

-Yo la adoraría, Victoria. – contesté.

Victoria había sucumbido a las carnes de otros hombres, pero no a la mía. ¿Me tenía miedo?

Al día siguiente, la invité a tomar un café. Y tras dos semanas, le presenté a mis padres. Luego de tres meses, quería hasta casarme con ella. Éramos dos viejos conocidos que habían esperado mucho tiempo para hablarse. Tras dos veranos juntos, me contó la razón de sus desvelos…

A los tres años de estar casada con don César, se había quedado embarazada. Ambos estaban aterrados con la noticia… Ella iba a tener un hijo de otro hombre, su amante. El que la hacía olvidar la tortura de vivir con un loco. Ella consideraba que el bebé era una bendición. Don César, en cambio, no quería ni oír hablar del tema. Decía que lo de criar hijos bastardos no era lo suyo… un despropósito. Una vergüenza.

Victoria fue obligada a abortar. Había tenido que entrar a esa habitación con enfermeras inexpresivas y donde un hombre que se hacía llamar médico, arrogante y necesitado de unos cuantos billetes, la esperaba con los guantes de látex puestos.

Tuvo que abortar sola, porque el poeta no quiso acompañarla. Se quedó en casa fumando cuarenta cigarrillos seguidos. Ella volvió andando a casa acompañada de su amiga, sangrando. Con el útero destrozado. Destrozada ella por dentro…

Yo me había equivocado… no lloraba por don César. Lloraba por ser madre sólo durante tres meses…

Cuando me lo contó, no supe qué decirle. Ella estaba avergonzada, triste. El cantar de los pájaros resonaba en nuestros oídos, el silencio se hacía cada vez más largo. Las hojas arremolinándose en el suelo eran una manera de entretenerse mientras pensaba en qué contestarle.

No la odié por ser infiel a un artista demente. Aunque en la demencia está la genialidad. ¿Era don César un hombre malo? ¿Victoria lo había convertido así? Después de todo, quién no se iba a volver loco en esa situación…

Me atacaban las dudas. Me invadía la angustia. ¿Con quién me quería casar? ¿Había un culpable? ¡¿Por qué estaba buscando a un culpable?! ¡¡Estaba deseando que no fuese mi mujer!!

Al llegar a casa, cogí el poemario de don César, me serví una copa de vino tinto, y entonces, comprendí todo. El poeta tampoco fue un santo y dejó constancia. Se me desencajó el rostro… No supe leer entre líneas. Dejé la copa vacía y las gafas en la mesilla de noche. Me acosté junto a Victoria y me quedé un rato observándola, tocándola.

…No era un ángel, era humana.

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