20 de diciembre de 1937

Ya ha llovido desde abril. Esos traidores, hijos de puta han provocado que el país entero esté en guerra y la verdad es que no sabes en quién puedes confiar. Más vale esconderte y vigilar tus espaldas, no sabes cuándo un traidor de los sublevados puede aparecer, no sabes si quien antes era tu amigo ahora se ha vendido.

Me uní a la causa en julio y, al principio, lo pasé muy mal. Pensaba que cuanto más calor hacía, peor era la guerra, porque ya no solamente tenía que matar a mis hermanos, sino que, además, en varias ocasiones estuve al borde del desmayo debido al insoportable calor. Pero diciembre ha llegado pisando fuerte, pensaba que con el frío sería más cómodo combatir, pero no. El frío, acompañado de la nieve, hiela hasta lo más profundo de mis huesos.

Ahora es cuando echo de menos las mañanas nevadas en el pueblo cuando salíamos con el niño y las niñas y juntos jugábamos a las guerras de bolas… Y me doy cuenta de que es una ironía. Mientras los niños juegan a las guerras de bolas de nieve, los adultos jugamos a la Guerra de balas en la nieve.


21 de diciembre de 1937

Ya caída la noche, el frío aprieta. Hemos tenido suerte y López ha conseguido hacer fuego, así que nos pegamos unos a otros. Mientras acercamos nuestras manos a la hoguera para hacer frente a este gélido tiempo, nuestras vidas se escapan de nuestras bocas en forma de vaho. Parece mentira que sólo quedemos nosotros cuatro.

– ¿Sabéis algo de Damián? -pregunté.

– A Damián lo mataron -me respondió Félix con lágrimas en los ojos.

Un silencio sepulcral se apoderó de nosotros. Ninguno articulamos palabra alguna, ni siquiera escuchábamos nuestra respiración. Mientras tanto, recordaba el día en que Damián y yo estábamos en cola, esperando a que nos dieran nuestros petates. Nos miramos a los ojos y me sonrío; tenía la más triste sonrisa que jamás había visto en nadie.

A Damián lo conocí mediante mi hermano Acracio. Damián era uno más de la familia, mi madre y mi abuela lo trataban como si fuera uno de sus hijos. Los dos, Damián y Acracio, eran uña y carne. Unos muchachos vivarachos y tranquilos cuando estaban por separado, pero cuando estaban juntos, medio pueblo empezaba a temblar.

Recuerdo cuando mi abuela preparaba uno de sus cocidos; siempre le decía a Acracio que llamara a Damián. Vaya dos elementos… Aún me duelen las espinillas de las patadas que me daban bajo la mesa mientras esperábamos a que nuestra abuela Pura nos trajera la comida. Yo también hacía de las mías. Los guisantes volaban por la mesa como si aviones republicanos fueran. Eso sí que podía desembocar una auténtica guerra…

Tras la muerte de Acracio, Damián empezó a ir a casa cada vez de manera más asidua, hasta que al final, dejó de ir. Años después, Damián y yo coincidimos en la feria del pueblo. Me presentó a una amiga suya, Marga, que tenía una mirada que iluminaba hasta el más oscuro de los sitios.

– ¡Corre!

– ¿Qué?

– ¡Corre!


22 de diciembre de 1937

Anoche nos atacaron por sorpresa en el bosque y he perdido a mis compañeros, tuvimos que huir. Yo salí corriendo tan rápido como pude. Juan, López y Félix también huyeron en diferentes direcciones, pero no sé hacia dónde se dirigieron. Por suerte, en mitad de la huida, encontré una casucha que parece estar abandonada. Me he refugiado aquí, esperando a que llegue mi momento.


23 de diciembre de 1937

No he podido dormir durante gran parte de la noche, hasta que decidí abrazarme a mi fusil que, al fin y al cabo, es la mejor compañía que tengo en estos momentos. Aun así, el sueño fue ligero, pues he vuelto a soñar con el primer hombre que maté: aún recuerdo cómo levantó las cejas y las manos al mismo tiempo que dejaba caer su arma al suelo, clavaba su mirada aterrada en mí. No fue capaz de articular palabra alguna, ni siquiera le dio tiempo. Disparé. No lo pensé dos veces. Era él o yo.

Estábamos él y yo en aquella habitación. Él desangrándose y yo con náuseas. Vi cómo su robusto y castizo rostro se empalidecía y perdía cualquier expresión humana. Tras su agonía, que no fue lenta, soltó un último suspiro, tras esto, no pude aguantar más y vomité.


24 de diciembre de 1937

Hoy lo he intentado, pero no he podido. He puesto a mi amigo el fusil en mi boca. He intentado apretar el gatillo, pero no puedo, tengo demasiado miedo. No sé qué habrá después, no sé si esta vida es mejor que lo que me espera tras la muerte.

Quizás lo que ha evitado que apriete el gatillo ha sido el recuerdo de mi familia: Marga, mi mujer; mis hijas María, Luisa y Julia; y mi hijo Juan. Aún no sé nada de ellos pues desde que me marché no he recibido ninguna noticia. Espero que me hicieran caso y hayan guardado los símbolos de la República…

Ya son cerca de las nueve de la noche y supongo que estarán cenando. Cierro los ojos y los siento muy cerca… A las niñas y a Juan sentados en la mesa, con sus hoyuelos provocados por las sonrisas, mientras cantan villancicos esperando a que Marga traiga el cocido con la mayor sonrisa de satisfacción que jamás he visto en nadie, además de sus ojos azules que iluminan cada esquina del comedor.


25 de diciembre de 1937

No aguanto más. No paro de escuchar pasos al lado de mi choza. Son los soldados traidores. Sé que están cerca, pero no sé cuánto. ¿Qué he de hacer? ¿Salir fuera y enfrentarme a ellos o quedarme esperando a que me descubran?

– ¡Aquí está! ¡Aquí está el rojo maricón!

– ¡Esperad! No os mováis, puedo disparar.

– ¿Sí? ¡Que puede disparar dice el marica! ¡Si somos cinco contra uno!

– He dicho que puedo disparar no he dicho contra quién.

Y ya he apretado el gatillo. ¿Acaso no hay mejor regalo? He dejado toda la habitación repleta de mis sesos esparcidos. Los he dejado boquiabiertos con sus uniformes manchados de mi sangre. Así, al menos, estaré vivo en sus perversas mentes como el rojo maricón que prefirió suicidarse antes de que lo mataran ellos en el día de Navidad.

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