Yo conocí a Enrique Guzmán

Yo conocí a Enrique Guzmán

Cuando el señor Ortiz estaba a punto de morir pensó que Enrique Guzmán era la persona más asombrosa que había conocido nunca. Vivió convencido que de haber contado todo lo que sabía sobre él nadie lo habría creído, o mucho peor; lo habrían tomado por loco, como los viejos vetustos que hablan solos e inventan historias para llamar la atención. El señor Ortiz no era así, nunca decía una palabra de más y no gustaba de hablar sobre personas que no estuviesen presentes.

Alguna que otra vez estuvo tentado de contar más de lo que no debía sobre Enrique Guzmán, pero supo controlarse pues no quería terminar retractándose de sus palabras. Intentó ser cada uno de los días de su vida una persona honesta, como la persona más honrada que había conocido nunca. Enrique Guzmán no se arrepentía de nada que hubiese hecho, aunque había ciertas cosas que le avergonzaban un poco, y el señor Ortiz lo sabía bien, consideró que no era cuestión de difundirlas en público.

El músculo cardíaco del señor Ortiz bombeaba cada vez más débil, pensaba como habría sido la vida de Enrique Guzmán si todo el mundo hubiera conocido su secreto. Era sorprendente como a todo el mundo caía bien Enrique Guzmán y a él le caía bien todo el mundo, no obstante una vez el señor Ortiz oyó a alguien decir que el bueno de Enrique era un farsante. Jamás se le pasó por la cabeza que eso pudiera ser cierto, cuando necesitabas una mano Enrique Guzmán siempre estaba dispuesto a ayudarte, aunque nunca hubieses intercambiado palabra con él, mostraba su mejor sonrisa y te ayudaba complacido.

El señor Ortiz recordó el desafortunado día que defraudó a Enrique Guzmán, mucho antes de llegar a conocerlo bien, supo entonces que no era un hombre rencoroso, en su cabeza no cabía ningún mal pensamiento. «Quizás por eso todo el mundo sigue a Enrique y anhelan parecerse a él» reflexionó el señor Ortiz. Era aquel hombre la persona más carismática que habría de conocer nunca. Al principio creyó que lo sabía todo, cualquier pregunta que le formulases sabía contestarla, con el tiempo se dio cuenta que simplemente improvisaba, aunque no por ello mentía en sus respuestas, siempre advertía algo de verdad en sus palabras, tenía entre otras cosas muy buena intuición.

Al señor Ortiz se le iba la hiel de la vida cuando reflexionó sobre los aspectos menos favorables de cuanto había conocido sobre Enrique Guzmán. Si algo había de decir es que nunca tuvo muy buena suerte con las mujeres, pero a todas les gustaba Enrique Guzmán. Incluso la anciana que vendía periódicos en la plaza del Rey solía decir: «qué pena no tener unos años menos para irme a suspirarle a Enrique Guzmán”, el señor Ortiz sonreía mientras le entregaba un real y añadía: «nunca es tarde para el amor, Doña Rosalía».

No se conoció a nadie tan amante de los animales como Enrique Guzmán, llegó a recoger en su casa a diez gatos, ocho perros incluso a un ternero que perdió un ojo. Se fracturó el brazo derecho por rescatar a la cotorrita de plumas granate y mostaza de su vecina Mercedes, el animal que de forma tan candorosa le avisaba cuando estaba al llegar su marido a la casa.

Iba a morir y recordó el día que Enrique Guzmán llegó al pueblo, algunos meses después que el señor Ortiz. Se hacía llamar con otro nombre, era en apariencia un hombre normal pero llevaba a su alrededor un halo de buenaventura, como un amuleto de la suerte o un llamador de ángeles entró silbando en la taberna y alquiló una habitación por una semana, que se convirtieron en dos meses.

Encontró trabajo en el puerto montando armazones de buques. Enrique Guzmán era la persona más trabajadora que hubo conocido jamás. Le apasionaba el mar, lo sabía todo sobre navíos, mareas y peces. Aprendía rápido el condenado, a todo le ponía tanta pasión que terminaba involucrándose como el que más.

Los hombres del pueblo se acercaban a conversar con él cada noche cuando disfrutaba de su habitual copa de mosto antes de irse a la cama. Los días que no tenía que trabajar jugaba con ellos a juegos de cartas hasta que don Matías los echaba de la posada.

Cuando ganó algo de dinero alquiló una pequeña casa varias calles detrás del puerto pesquero. Tenía el trabajo cerca y era capaz de soportar estoico, el olor a pescado que le traía el viento por las mañanas.

En verano de ese mismo año realizó el exámen de acceso al colegio naval militar junto al señor Ortiz, ambos superaron las pruebas con éxito rotundo. Enrique se aplicó por completo en sus estudios y tan solo un año después se le concedió el grado de guardiamarina de segunda clase. A principios del año siguiente ambos se embarcaron en una corbeta que los llevó a recorrer el mediterráneo peregrinando entre uno y otro buque de la armada. Demasiados meses en el mar, con pocas escalas y a penas cinco días de descanso. El viaje más largo les llevó hasta Manila.

El señor Ortiz estaba a punto de cerrar los ojos para siempre cuando recordó aquella noche de verano antes de volver a España, paseaba junto a Enrique Guzmán con el rumor de la bahía de Bacoor de fondo.

Fue la primera persona a quien el señor Ortiz le contó que iba a morir.

—Lamento que no pueda acompañarte en ese navío, amigo mío —dijo Enrique Guzmán.

—Todos tomamos ese barco algún día, solo que el mío saldrá antes de tiempo.

Les sorprendió un largo silencio.

—¿Y si nunca tomas ese barco? —Sonrió él.

—Corras cuánto corras, la muerte te acaba encontrando.

—Me temo que la muerte se ha olvidado de mi.

—No se ha olvidado de ti, aún eres joven y sano.

—¿Qué pensarías si te digo que soy más viejo de lo que crees?

—¿Cuarenta? —apostó el señor Ortiz.

—Si doblas esa cantidad dos veces, ni te aproximarías.

—Pues te diría que no te creo.

—He tenido tiempo de tener cientos de nombres, en apariencia soy joven, pero mi mente está tan colapsada de recuerdos que apenas puedo esclarecer mi niñez.

El señor Ortiz se detuvo y rió a carcajadas.

—Dime entonces tu verdadero nombre.

—Enrique Guzmán —respondió sereno.

—¿Estás intentando gastarme una broma?

—Así es, sabía que no me creerías.

Desde ese día el señor Ortiz no olvidó aquel nombre, aunque nunca llamó a Enrique Guzmán tal cual, aunque sabía que lo había oído en algún lugar, no lo elucidó hasta momentos antes de morir.

Cuando volvieron a la península Enrique Guzmán desapareció, se embarcó en otro navío y se perdieron la pista. Creyó volver a verlo en algún puerto pero solo era alguien que se le parecía.

El señor Ortiz había vuelto a su ciudad natal y aunque joven se marchitaba en la habitación de un hospital donde le visitaba regularmente la única familia que le quedaba.

—Tu abuela se llevó los últimos meses de vida buscando al amor de su adolescencia —dijo la prima del señor Ortiz, dejó una caja con sus últimas pertenencias cerca de la cama.

—Déjala —dijo el hombre con un hilo de voz—. Seguro que así estaba ocupada, además, nunca es tarde para el amor.

—Tú por que has estado fuera pero a mi me ha dado unos años… que si Enrique por aquí, Enrique por allí.

El señor Ortiz se giró y miró a su prima.

—¿Enrique? ¿Qué apellido?

La mujer se llevó las manos a la frente.

—Creía que el suplicio había acabado con tu abuela. No lo sé, aquí guardaba un retrato suyo.

Buscó en la caja y sacó el estuche de un daguerrotipo con el retrato de su abuela junto a un apuesto hombre.

—Enrique Guzmán —murmuró el señor Ortiz.

—Sí, eso es, Guzmán se llamaba el condenado.

Momentos antes de morir el señor Ortiz contemplaba de nuevo a Enrique Guzmán, retratado en una placa de cobre muchos años atrás. No había cambiado ni un ápice en más de medio siglo.

El señor Ortiz cerró los ojos sabiendo que él también había conocido a Enrique Guzmán.

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