Tenía diecisiete años cuando mi interés por los hombres se tornó al lado contrario.

De pequeña siempre me enseñaron que la mejor opción para ser feliz era casarte con un hombre guapo, o por lo menos que te gustara a ti, o a tus padres. Nunca me quedó clara esa manera de pensar, eso que decían que te harían sentir mariposas en el estómago o en algún costado. Por lo menos no te decían que tenías que aprender a cocinar, ni a lavar la ropa ni a fregar los platos. Las mujeres hemos aprendido que pintar un lienzo era tan sencillo como comprar acuarelas y colorear la vida a tu antojo.

Por esa parte, mis padres me enseñaron valores que aún conservo con cariño. A pesar de todo, seguían enseñándome que la heterosexualidad era el trending topic del siglo XXI.

Pero como toda mente inquieta, fui desatornillando callada y discreta el tragaluz oxidado que había en mi cuarto.

«Diversidad». Algunas mentes cerradas aún no saben leer entre líneas, y entre párrafo y párrafo van suprimiendo las tildes y sílabas que forman lo que comúnmente llamamos «libertad de expresión».

Martina tenía el pelo castaño y el iris color chocolate. Podía comérmela con sólo mirarla a los ojos y, aun así, siempre me quedaba con hambre.

La conocí cuando éramos dos chicas de pocas palabras y silencios fatales.

Ella sabía que le gustaban las mujeres de coletas altas y piernas largas, y yo, con mis uñas pintadas y mi pelo a lo loco, la invité a morderse los miedos y guardarse los besos de saldo. Los cines se volvían escenas de amor con fósforos que encendían las manos, los locales lugares de encuentros que acababan en esquinas de despidos forzados.

—No te vayas —le insinué, con la voz entrecortada—. Quédate, tomemos algo.

Y me bebí de un taponazo su cintura con el humo de su aliento que salía acelerado.

Me enamoré. Como se enamoran las mantis religiosas, con el miedo de no cortejar bien a la hembra y morir en el intento. Pero lo hacemos, nos chocamos como chocan las piedras contra la espuma de la marea, tropezamos como tropieza el invierno con la primavera, tan sutil y reservado.

Las historias de amor son las páginas que marcamos con post-it de muchos colores y subrayamos con amarillo fosforito las leyendas que nos han calado. El amor es, y cuando estás en lo más alto y miras hacia abajo, no puedes moverte, porque te caerías. Tan hermoso y hostil, con ese color café que quita el sueño a cualquiera.

—Martina —exhalé, y con la misma fragilidad con la que pronuncié su nombre, se esfumó su perfume con un portazo.

El amor dura lo que dura, y ella me duró lo que dura un abrazo.

Se fue sin razón alguna y con mil excusas, dejándome el vaho de un beso en el espejo del baño.

Tardé más noches que días en borrar su olor de mi ropa, consolando a mi perro con caricias mimosas, y aprendí a calentarme la nostalgia que dejaron sus pies fríos cuando los ponía bajo la manta.

Una tarde sin fecha y hora, queriendo y no, me metí en Instagram y busqué su nombre casi por inercia.

«Tal vez lo nuestro era conocernos, no estar juntas»

«Yo soy la vida que ya tengo, tu eres la vida que me falta»

«Te echo de menos…»

No sé si fue peor el haber querido leerte o buscarte abatida entre estas cuatro paredes, pensé, desilusionada e inmensamente interesada en volver a verte.

Miré el teléfono, podría haberlo desintegrado sólo con la rabia y desilusión con las que mis pupilas abiertas observaban ese «en línea» y ningún «escribiendo» desde tu móvil viejo.

Decidí decir adiós entre signos de interrogación prolongada. No puedes estar ahogándote en un vaso de agua, o peor aún, en un chupito de tequila y sal que te deja atravesado un «te quiero» en la garganta.

Pasaron meses desde que hablé con ella por última vez.

Había borrado su única forma textual de hacerme daño; su teléfono.

Y luego vinieron llamadas sin respuesta.

Quería que supiera que ya no me interesaban sus mensajes de voz ni mucho menos acordarme de sus carcajadas tiernas.

Un verano entero estuve tomando el sol boca abajo dándole la espalda a su recuerdo.

Me acuerdo que tenía una foto en blanco y negro de alguna tarde que salimos a beber cerveza y me enseñó a deslizarme por los bordes de mi cama todavía desecha.

No encontré a nadie interesante en ese tiempo que me encendiera las velas. Permanecí todo el estío con el deseo sellado, contando los lunares que alguna vez le besé con las ventanas cerradas y las puertas abiertas.

Al final del otoño, cuando soplé las velas de mi vigésimoquinto cumpleaños, entre amigos y regalos escuché la notificación de que había recibido un mensaje:

«Hola, necesito hablar contigo», decía, en un pequeño texto con número desconocido.

Sentí que el hilo que hacía meses me había cosido volvía a soltarse. Estaba como si hubiera corrido una maratón, y toda la sangre estaba bombeando mi corazón de válvulas averiadas.

«Ok, a las 22:00 en el parque de siempre»

Y me puse los tacones más altos y los labios más ardientes.

Sonreímos.

Y con la boca fruncida a punto de morderme, confesé:

—Después de todo, tú eres mi herida favorita.

Y ella se quedó admirándome, como el poeta que mira fijamente su poesía al haberla acabado.

—Las segundas partes nunca fueron buenas —balbuceé.

Y aunque yo borraba dos puntos finales a este relato, ella se empeñaba en ponerle tres.

—Tengo que irme, no puedo seguir queriéndote a ratos.

Me arranqué las ganas al subirme al coche, y en ese mismo instante dejó de escucharse mi canción favorita.

No había pasado ni una semana cuando un mensaje me distrajo: «Eres el aire que me falta».

Casi dormida, con los dedos entumecidos y la noche apagada, contesté: «Chica, quiero que seas mi suspiro olvidado».

Y puse el móvil en silencio.

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