Ruinas, eso era lo que me encontré cuando decidí volver a mis raíces. Llevaba décadas sin vislumbrar aquellos parajes verdes en primavera, amarillos en verano, rojos en otoño y blancos en invierno. En aquel lugar, recuerdo haberme sentido el rey del mundo. Recuerdo la suave brisa acariciándome la cara, llenando mis pulmones de aire puro. Recuerdo el sol escondiéndose tras aquellas montañas, cegándonos aun con la poca fuerza que le quedaba. Recuerdo las noches en vela bajo las estrellas en aquel recóndito lugar. Recuerdo, las noches de luna llena, en las que cantábamos hasta el amanecer.

“Guardo una botella en la despensa, guardo sin tocar las ganas de volar

El viento cuando silba tararea una promesa

Serán noches distintas…”

Y ya lo creo que han sido distintas. Recuerdo, las carreras de bicis por las calles estrechas. Las mujeres tendiendo la ropa, los hombres labrando el campo. Recuerdo, los inmensos campos de trigo, la sensación de calidez del sol de otoño. Recuerdo, las piscinas abarrotadas de gente, los balcones llenos de flores. Recuerdo los primeros copos de nieve del año, los muñecos de nieve en los parques. Recuerdo el sonido del agua calle abajo los días de lluvia. Recuerdo esos días con nostalgia, nos solíamos juntar en la buhardilla de Sergio, y jugábamos a las cartas hasta quedarnos dormidos.

Recuerdos al volver a sentirme parte de esa tierra que dejé atrás hace ya muchos años. No he podido contener las lágrimas al recordar el día en el que llegó Luis a casa con esa dichosa carta. La carta que cambió mi destino para siempre. A mi padre le habían asignado un puesto de alto cargo en la empresa, buenas noticias. Pero para mí, fue el final de mi mundo. Todavía recuerdo el eco de las palabras de mi madre retumbar en mis oídos: “Nos vamos a vivir a la ciudad”. En ese entonces tenía 16 años. Quería ser ganadero, tener mis propias vacas y terneros y pasarme el día en el campo. Pero mi sueño de tranquilidad y naturaleza se vio truncado por el ruido y contaminación de la gran ciudad.

Hoy he escuchado en la radio esa canción que cantábamos una y otra vez.

“Es la distancia una cárcel, es noche y olvido

Es aburrido pensar que no hay que pensar

Qué triste acordarse del triste final…”

La distancia hizo sus estragos, y tengo que reconocer que la novedad me cautivó sin yo darme cuenta. Recuerdo el primer día de instituto, mis nervios al salir de casa y mi nudo en el estómago cuando la profesora dijo mi nombre al entrar por la puerta. Todos los que luego fueron mis amigos me miraban con miradas de intriga y curiosidad. Esa tarde conocí a Miguel de camino a la parada del autobús. Resultó ser mi vecino, vivía en la casa de enfrente. Él se había mudado un mes antes, también por motivos de trabajo de sus padres. Conectamos enseguida y nos hicimos muy buenos amigos. Gracias a él conocí a Marta, mi primer y único amor. Marta era la mejor amiga de Lucía, la cantante del grupo de música de Miguel. Yo era su fan número uno, no me perdía ningún concierto. Y Marta hacía lo mismo. Entre canción y canción empezamos a saber más uno del otro y mis mariposas en el estómago empezaron a manifestarse.

Con el tiempo, Miguel empezó a involucrarse más en el grupo, ensayaban a todas horas, y yo me pasaba las horas escuchándoles tocar en su local. Marta aparecía de vez en cuando, y entre partituras, risas y acordes acabé descubriendo el dulce sabor de sus labios. Desde esa noche supe que no volvería a besar otros labios. Y así fue. Marta y yo nos volvimos inseparables, y mientras tanto Miguel y Lucía hicieron lo mismo. Su grupo fue cobrando popularidad, primero en los garitos de la ciudad y poco a poco a nivel nacional e internacional. Yo me convertí en el manager del grupo y Marta se encargaba del marketing y la publicidad. Es así como pasé de querer ser ganadero a vivir viajando sin parar de una ciudad a otra.

Recuerdo que estábamos celebrando mi cumpleaños en Berlín cuando me llegó un mensaje de texto de un número desconocido. Con esto de la fama me felicitó mucha gente pero ese mensaje se me quedó guardado en la memoria.

“Dime que te has acordado de guardar nuestras hazañas entre los cajones.

Tus amigos del pueblo no nos olvidamos de ti.

¡Felicidades campeón!”

Habían pasado diez años desde que me fui del pueblo y ya casi ni me acordaba de sus caras. No, no había guardado nada, así que decidí ignorar el mensaje. No echaba de menos a mis amigos de la infancia, me había acostumbrado a la ciudad y a mi nueva vida. No la cambiaría por nada. Pero todo esto cambió cuando unos años después, de camino a la presentación del último disco, sufrimos un accidente de coche. Yo iba conduciendo, Miguel de copiloto, y Marta y Lucía iban dormidas en los asientos traseros. Milagrosamente salí ileso, pero los demás no tuvieron la misma suerte. Marta y Lucía murieron en el acto y Miguel sufrió daños graves en la columna vertebral. Estuvo en coma tres meses y cuando despertó no recuperó la movilidad de las piernas y se le había olvidado hablar. Fue una época muy difícil, me sentía culpable. Miguel se dio a la bebida hasta que su hígado dijo basta. Murió solo en su casa, rodeado de botellas vacías. Tenía 33 años.

Recuerdo el día de su funeral como un día lluvioso y gris. Recuerdo el peso de la caja fúnebre en mi hombro derecho, el olor a tierra mojada de la última palada del enterrador. Recuerdo el sabor a sal de la última lágrima que derramé, todas las noches que me pasé sin dormir. Decidí que no volvería a escuchar música, esa que tanto me había dado. No soportaba el vacío que me hacía sentir, porque ya nada tenía sentido.

“Dime si ahora saluda el vecino al pasar

Dime si ves una luz al final de ese túnel

¿Sabes a que sabe la pena y el pan?”

Es increíble cómo puede cambiar tu vida de un momento a otro. Mi vida dio un giro de 180 grados. Yo vivía en una burbuja, y de repente una mano poderosa decidió explotarla antes de tiempo. Durante mis años como manager visité muchas ciudades, pero hasta ese momento no me había dado cuenta que en ninguna había sido libre. Libre en el sentido más pleno de libertad, esa que sólo se siente al gritar a los cuatro vientos desde una cima. Necesitaba volver a sentir esa sensación o acabaría volviéndome loco.

Recuerdo haber escuchado en las noticias que un incendio arrasó con todos los alrededores de mi pueblo. Pero entonces estábamos inmersos en cuerpo y alma en preparar la gira del último disco por Europa y no presté atención. Cuando llegue al pueblo, no había nadie, estaba completamente vacío. Los habitantes del pueblo tuvieron que abandonar el pueblo y mudarse a la ciudad, sus casas estaban derruidas a causa del fuego y los campos no volverían a recuperarse en años. El panorama que me encontré era totalmente desolador. No podía creerme todo lo que se había perdido, todo lo que me había perdido. Porque sí, al irme a vivir a la gran ciudad me olvidé del tesoro que había dejado atrás, ese que ahora ya no existía, ese que un día fue mi hogar.

Lo único que seguía al igual que lo recordaba, era el castillo. No se había movido ninguna piedra. Recuerdo cada una de las piedras por las que trepábamos para llegar a lo más alto. Recuerdo la primera vez que icé mi camiseta como bandera, lo orgulloso que estaba de haberlo conseguido sin ayuda. Recuerdo el olor a comida, dando la señal de que ya era hora de aparecer por casa. Recuerdo el sonido de las campanas anunciando la misa de las doce. Recuerdo las luces de navidad serpenteando por las callejuelas. Recuerdo el humo de las chimeneas en los días de invierno. Y entonces, el único humo que se veía era el que brotaba del campo abrasado.

“Vuelve, que incendiaremos el mundo otra vez, que incendiaremos el mundo otra vez

Nos volveremos a ver…”

Pero mi fuego ya se había apagado. Sentí que ya era hora de volver a la tranquilidad que me vio nacer, de cerrar el círculo. Subí a lo alto del castillo y grité, grité hasta quedarme sin voz. Llené de aire mis pulmones y me sentí libre… y feliz.

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