Ni aun permaneciendo sentado junto al fuego de su hogar puede el hombre escapar a la sentencia de su destino.

Esquilo


El hombre con el que se descubrió que la cocaína es adictiva. El hombre con el que se descubrió que el sarín mata. El hombre con el que se descubrió que el plomo de las cañerías envenena el agua. Con el que se descubrió que el glifosato da cáncer. Con el que se descubrió que algunas setas son venenosas. Que los atunes pueden acumular mercurio. Que el melanoma fácilmente hace metástasis. Que existen distintos grupos sanguíneos y el rechazo contra órganos ajenos. El hombre con el que se calibraron los primeros desfibriladores. Las primeras anestesias. Los primeros escáners. El hombre con el que se concluyó que las sanguijuelas no curan. A veces me pregunto, si alguien más pensará en todos ellos alguna vez.


19 de diciembre de 1950. Chicago

Como cada mañana David Simons se afeita antes de ir a trabajar. Con la luz mortecina que irradia la única bombilla del baño, su aspecto ante el espejo resulta casi fantasmal. Al terminar se enjuaga la cara con abundante agua y estira la mano para coger una toalla que cuelga de la pared. Bajo su axila derecha descubre un pequeño bulto que no sabía tener.


El caso es que nos destinaron ahí. Cerca de las Islas Marshall. El atolón Bikini, se llamaba. Al menos a mí me pilló por sorpresa: cuando estás en la marina sabes que cualquier día pueden mandarte a la otra punta del mundo y al siguiente tenerte cuatro meses varado en algún puerto de mierda de alguna ciudad de mierda, pero por alguna razón las casi tres semanas que habíamos permanecido en tierra me habían dado la falsa idea de que jamás íbamos a zarpar. Como si el barco fuera de cartón pluma, meramente decorativo. Fuera como fuera, nos dijeron que aquello de Bikini era una misión de vital importancia para Estados Unidos y que tenía que ver con la bomba que meses antes nos había dado la victoria en la guerra. Incluso un congresista, por la televisión, dijo que la supervivencia del país dependía de seguir desarrollándola.

Recuerdo que estábamos contentos.


27 de mayo de 1967. Nueva York

I’ve been out in front of a dozen dead oceans

I’ve been ten thousand miles in the mouth of a graveyard

And it’s a hard, it’s a hard, it’s a hard, and it’s a hard

It’s a hard rain’s a-gonna fall.


Cuando llegamos no nos pusieron a trabajar enseguida, pues no parecía haber nada a hacer allí. Los buques estaban amarrados a unas tres o cuatro millas de Bikini, y cada día observábamos el movimiento de lanchas que iban y venían de tierra, cargadas de hombres vestidos con extraños monos marrones que les cubrían el cuerpo por entero. Desembarcaban en la playa y recorrían la isla incansablemente, como hormigas moviéndose por un hormiguero. Al caer el sol cada lancha volvía al barco del que había salido, y hasta el día siguiente. Eso duró una semana aproximadamente. Nosotros nos dedicábamos a cumplir nuestros turnos y a matar el tiempo jugando a cartas, charlando, o escribiendo a nuestras novias. Los oficiales permanecían callados casi todo el tiempo, sin dirigirnos la palabra más que para espetarnos alguna orden o reprendernos por el ruido que hacíamos cuando al reunirnos reíamos con la anécdota de alguno.


1 de agosto de 1947. Montgomery

El doctor Joseph Cohen abandona momentáneamente el quirófano en el que está practicando una amputación a un camionero de Queens. Sin poder contener una arcada, vomita sobre el pasillo central. Con el rostro pálido y sudoroso masculla ” Joder» y vuelve a entrar.


Nos dijeron que en tres días, el 1 de julio de 1946, iban a hacer explotar la primera bomba, llamada Able.

Recuerdo lo lentas que pasaban las horas para todos y lo nerviosos que estábamos.

El día antes aquellas hormigas humanas desembarcaron por vez última en la playa, exactamente igual que el primer día, y al caer la noche regresaron cada uno a sus puestos. Y no sabría decir por qué, pero el modo en que lo hicieron aquél día me pareció solemne.

Recuerdo que me costó dormir.

La mañana de la explosión nos dieron a todos permiso para ir a cubierta, salvo a los operarios de la sala de máquinas y las cocinas. Repartidos por todo el barco, observábamos en silencio las islas. Incluso el mar parecía estar más calmado de lo habitual, como si también estuviera esperado. Los que teníamos tabaco fumábamos un cigarrillo tras otro, metódicamente, aplastando las colillas contra el suelo de metal pero sin apartar la mirada de aquél archipiélago. Entonces por megafonía empezaron la cuenta atrás. Seis. Cinco. Apagué el cigarrillo pese no haber consumido ni la mitad de éste. Cuatro. Tres. Mi mente estaba en blanco. Dos. Cogí aire Uno.

Luz


14 de marzo de 1949. Washington

Sobre el escritorio del teniente coronel Edward Spencer reposan una botella de whisky casi vacía y una carpeta repleta de papeles, en la que puede leerse “Operación Crossroads” en letras rojas. Es tarde, y la oficina de mando se encuentra en completo silencio. La luz de un coche que pasa fuera ilumina momentáneamente el despacho, proyectando contra la pared la sombra de dos piernas que oscilan.


Cuando cierro los ojos todavía noto la fuerza del aire en mi rostro. Era lo más grande que jamás había visto. El hongo de humo se elevaba tan alto que se perdía en el cielo, y los barcos se zarandeaban tan fuerte con las olas que la propia explosión había generado que tuve que agarrarme de la barandilla para no caer por la borda. Tras unos instantes de silencio empezamos a mirarnos los unos a los otros, con los ojos muy abiertos, como si nos reconociéramos después de siglos sin vernos. Y entonces alguien gritó “Hurra” y todos nos unimos a ese grito. Lanzando nuestra gorra al aire, saltando y riendo, mientras comentábamos una y otra vez cuán fuerte había sido la explosión. Los oficiales se saludaban los unos a los otros, felicitándose, con una sonrisa de satisfacción en la boca. Creo que estuvimos más de una hora así, todos juntos, celebrando el momento, hasta que por megafonía se nos ordenó volver a nuestras tareas.

Recuerdo que aquella noche tampoco dormí.


9 de enero de 1948. Portland

“Señor, tú que en tu sabiduría has llamado a tu joven hijo Michael para que se reúna contigo en el cielo, acoge su alma pecadora en tu infinita misericordia, y haz que a la luz de tu rostro descanse en paz.


El 25 de julio, Baker, la segunda bomba, hizo explosión, y aunque esta vez fue bajo el agua resultó igual o más impresionante. Creo que para todos fue una especie de confirmación, de constatación, de que éramos la fuerza más poderosa del mundo y que todas las guerras, las injusticias y los infortunios que nuestro país había sufrido o cometido a lo largo de tantos años guardaban de repente una relación causal que desembocaba en ese mismo instante, quedando así justificados. Fuera como fuera, nos sentíamos grandes.

En los días que siguieron a aquello todo fue volviendo a la normalidad y regresamos a ese estado de pasividad forzosa al que nos habían tenido sometidos desde que llegamos. Al cabo de una semana, nuestro buque recibió la orden de partir rumbo a San Francisco, y dos meses después todos los integrantes de la flota habíamos tomado nuevos destinos a bordo de otros barcos.


30 de abril de 1951. Nashville

Tommy Rizzo acaba de morir en su dormitorio de un tumor cerebral. En el televisor aparecen imágenes de un grupo de militares disparando contra una posición enemiga.


De entrada uno no tiene muchos motivos para pensar que una seta roja con topos blancos puede matarte. O que la medicina que te recetan contra la tos sea en realidad altamente adictiva. Tampoco había motivos para pensar que más allá de la explosión hubiera algún peligro. O para no beber o lavarse con la misma agua en la que había hecho explosión la bomba. O para tomar el sol a pleno día aprovechando que soplaba la brisa suave del Pacífico. No había muchos motivos. Ni siquiera sabíamos qué significaba la palabra radiación.

Lo primero que noté fue la hinchazón de la pierna izquierda. Parecía como inflamada. Rápidamente pasó a la derecha, luego a mis brazos, y al poco tiempo tuvieron que amputarme ambas piernas, una de ellas abierta por la mitad como una ciruela demasiado madura. Y muy pronto se empezó a oír por televisión que la exposición continuada a radiación nuclear resultaba mortal, y los medios mostraban diariamente imágenes de gente como yo, tullidos sin pelo, con la piel amarillenta y llena de manchas agonizando en cama.

Recuerdo la expresión “aprendemos de nuestros errores”.


7 de enero de 1948. Jacksonville

“Mire amigo, yo sólo digo que son ellos o nosotros. ¿Entiende? Es decir, usted lo que quiere es vivir en libertad, como tantos espectadores que ahora mismo están viendo este programa ¿o no? Pues déjeme decirle que esa libertad tiene un precio amigo”.


Siempre tiene que haber un primer hombre entregado a la causa. Aquél que dé la alarma, para que otro tome nota. Para que todos tomen nota. Supongo que todos los que participamos en aquello lo fuimos.

A veces me pregunto, si alguien más pensará en nosotros de vez en cuando.

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