Cuando el mundo está a punto de acabarse es cuando piensas en lo que realmente te empuja a vivir, en lo único que te da el valor suficiente para avanzar. Para mí, es él.

Tres años atrás le conocí, cuando aún todo se mantenía en calma, antes de que los políticos se volviesen locos y nos incluyesen en su absurda lucha por el poder.

Los misiles aún no cruzaban el cielo, el cainismo no cubría las calles de sangre; el olor a café aún se distinguía entre las paredes de «El Silencio», aún se preparaba magma como bebida y yo podía permitirme escapar una simple hora para leer y tomar una deliciosa taza de aquella droga amarga que me mantenía despierta.

Él entró, llevó su mirada oscura por el establecimiento y se fijó en mí, la única cliente; se sentó enfrente.

-El mundo se viene abajo. -comentó jocoso.

-Y todos nos hundiremos en el asqueroso fango que han creado.

Rio, dejó un sobre color rojo en la mesa y se fue pagando mi cuenta. El castaño no dijo ni una palabra más, pero no lo necesité para saber que aquel pequeño sobre era el comienzo de la auténtica guerra.

Él era mi billete a la muerte.

El sobre escarlata estaba lacrado en negro con un sello en forma de círculo tachado, había visto ese símbolo en alguna parte aunque no recordé dónde. En su interior hallé un pequeño mapa con marcas en lugares estratégicos, supuse que se tratarían de zonas de reunión al observar una fecha y hora en la esquina superior izquierda.

El día decidido por el mapa llegó y asistí a la única zona que había sido marcada reiteradas veces, un pequeño parque muy cercano a «El Silencio».

Caminé descuidadamente como solía hacer hasta que escuché el primer estruendo.

Empecé a acelerar el ritmo, una niña se tropezó a mi lado mientras parecía huir de algo.

Segundo estruendo. Comencé a correr hacia el parque casi desesperada, tenía el presentimiento de que él estaría allí.

Con el tercer estruendo vi como las llamas enloquecían entre las ramas del ya casi consumido sauce.

Solo podía observar horrorizada como las minas enterradas esparcían los pedazos desmembrados de aquellos que momentos antes sonreían ajenos a todo tema político y crucial que afectase al mundo de los adultos.

Recuerdo cómo esa escena me resultó macabra, cómo permanecí en estado de shock unos minutos hasta que le vi.

Se apresuraba ayudando a todos aquellos que lo necesitaban: cargando a cuestas a quienes no podían caminar y consolando a los niños que se habían vuelto huérfanos en tan solo unos segundos.

-¡Freya! -me gritó. -¡Ayúdame, necesito que me eches una mano!

Sin perder un instante avancé socorriendo tanto a jóvenes como ancianos.

Las explosiones habían cesado pero no con ellas el terror que cavaba nuestras propias tumbas en nuestras mentes. El pánico sobrecogía cualquier alma capaz de discernir las estrepitosas detonaciones del bullicioso tráfico. El fango en el que se había convertido la sociedad comenzaba a atraparnos sin más remedio que morir sepultados.

La gritería se fue adormeciendo permitiéndome entablar una conversación con él:

-¿Por qué?

-¿Por qué qué? -objetó intrigado.

-¿Por qué yo? ¿Por qué me diste el sobre a mí? ¿Y por qué tenía señalizado dónde estallarían las bombas? -repliqué confusa, nerviosa y agitada.

-Te lo explicaré todo… A su debido momento. -susurró lo último para sí.

Las sirenas ensordecieron el aire con las luces azules y rojas.

Él tiró de mí, no sabía a dónde me llevaba, ni siquiera si podía confiar en él pero algo en sus ojos me insinuaba que solo quería salvarme.

Nos detuvimos a unas manzanas del lugar de los hechos, bien alejados de aquella zona de la ciudad que yo tan bien conocía, aquella en la que me había criado. Las calles estaban muertas tras el suceso, los medios de comunicación transmitían lo acaecido manteniendo a los habitantes pegados a sus sucios sofás que ya encerraban la silueta de sus nalgas. El silencio repiqueteaba en mis oídos.

-No digas que estuviste allí ni que me viste, Freya.

-Pero… ¿Quién eres? -dije antes de que se fuera.

-Solo, llámame Daven.

Se alejó por un callejón dejándome allí, abandonada, sin saber cual sería el próximo paso que me tenían preparado. Pero ¿por qué me había dado el mapa? ¿Él tenía algo que ver con el atentado o simplemente había conseguido la información e intentaba frenarlo?

La esperanza de que no fuese partícipe se quedó en mi pecho buscando dónde vivir.

Huí a casa, la mañana siguiente tendría demasiado trabajo revisando todos y cada uno de los artículos que serían publicados en «El Zumbido».

La sirena sonó, otro jornada comenzaba, otra más tras una mesa corrigiendo errores y organizando las cartas de opinión que llegaban a la editorial de «El Zumbido»; entre ellas avisté un destello rojo. Un sobre. Con cuidado volví a cerciorarme de que se trataba del mismo símbolo en el lacrado, sí, volvía a ser de él.

Esta vez hallé una lista de frases en su interior, con números al lado:

Te invito a luchar contra la tiranía. Tres.

El dinero no nos dará la felicidad. Ocho.

En momentos desesperados, medidas desesperadas. Trece…

Y así en hoja y media.

Agité el sobre buscando algún tipo de instrucciones, lo que debía hacer con ello, cuando sonó el tono de mi teléfono móvil.

-Sólo limítate a poner las frases al final de cada página de forma sutil. -la voz se escuchaba ronca a través del auricular. Y colgó.

Pero era él, era la voz de Daven intentando disimular. ¿Cómo había conseguido mi número de teléfono? Ese era el menor de los problemas, estaba intentando que influyera en las mentes de los lectores. He de admitir que no me pareció una mala idea, el periódico estaba tan muerto, periodísticamente hablando, como la moral de quienes lo leían. De esta forma colé unas cuantas frases entre las páginas, las añadí sin más, sin intentar esconderlas, tampoco se darían cuenta al meter cada artículo en su caja.

Los días continuaron sin mucho más, de vez en cuando el tumulto de la gente se hacía presente en las calles por las mil y una huelgas que se organizaban. El descontento con el gobierno actual estaba presente en las miradas de la gente. Cada vez más personas acababan en la calle sin más que llevarse a la boca que lo que les daban sus vecinos. ¿Cuántas familias habían sido desahuciadas por haber pagado su hogar tres veces en vez de cuatro? Los hijos famélicos huían a resguardarse en viejas casas abandonadas junto a sus padres, otros se negaban a alejarse de su hogar y se encerraban allí, mientras la sociedad les trataba como inmundicia por el simple hecho de defender lo que era suyo.

En mi caso todo continuó sin ningún aprieto; en el trabajo nadie se había percatado de los mensajes subliminales que había introducido y cada semana un sobre carmín llegaba con más oraciones; sin embargo, parecía haber desencadenado una especie de sentimiento crítico en los lectores, con cada tanda de periódicos impresos aparecían más cartas de opinión en mi mesa, esperando por conseguir un rincón que le diese voz.

Mis habituales descansos acompañados de café se hicieron escasos, pero en la mayoría de ellos me encontraba con Daven esperándome en uno de los asientos.

Con sus ojos oscuros buscando desesperadamente un pedazo de la torre de marfil que le habían destruido.

-Freya, fui yo. Fue todo culpa mía. -dijo ahogándose en su propia culpa.

-¿A qué te refieres?

Los hermosos ojos de los que me había enamorado por el fuego en ellos ahora eran solo cenizas.

-Fue todo culpa mía. -las lágrimas luchaban por mantenerse en su lugar, aterradas de deshacerse como estaban haciéndolo sus ideales.

La tarde iba pasando, el calor del café se evaporaba y las palabras provenientes del bajo eléctrico de su voz resonaban en el establecimiento.

Me contó todo, el porqué de la primera carta, el porqué del mapa con el lugar de los atentados, el porqué de las frases en el periódico… En resumidas cuentas, estaba siendo utilizada, manipulada para un fin que ni yo conocía. Trabajaba sin un objetivo claro, solo porque, según la información que Daven me desveló, una organización trataba de dar un golpe de estado y preparar a la civilización para ello.

El círculo tachado siempre había sido un signo de rebeldía, creado cuando yo era una simple adolescente, en cierto momento se generó un grupo el cual planeaba trastadas y formas de hacer ver al gobierno que se equivocaban en más de lo que creían, fui partícipe del grupo cuando solo éramos unos veintipocos pintarrajeando paredes con sprays y frases mordaces, lo dejé cuando iba a comenzar la carrera universitaria, me estaba quedando sin tiempo para esa pequeña lucha contra el sistema, pues resulta que el grupo siguió creciendo y cada vez más gente fue conociéndoles y uniéndose a su causa, hasta llegar a tomar gran parte del poder tanto económico como social. Y eran ellos, ni más ni menos, quienes habían mandado a Daven, un joven enamorado de la lucha social, a hacerme culpable de aquello en lo que no deseaba participar.

Las bombas eran simples señuelos para aterrorizar a la población, simples señuelos que acabaron con la vida de niños y padres, un simple señuelo que te destrozaba el alma.

Las frases en el sobre, una pequeña forma de manipular las vacías mentes de los ciudadanos.

Estaba jugando en el inicio de lo que desencadenó en una guerra civil, en la maldita guerra en la que estamos metidos hasta el cuello.

-¡Cállate! No necesito más información. Amordazarla. -gritó el político al que le había estado contando el origen de la masacre que se estaba produciendo en las calles.

Me ataron de nuevo a la silla, me pusieron la mordaza y cerraron la puerta de la pequeña habitación en la que me mantenían encerrada. El goteo de una vieja tubería estaba comenzando a servirme como medida de tiempo, la luz no se filtraba por la única y enana ventana que se había opacado debido al polvo y la roña que se respiraba desde cualquier centímetro del zulo, en las esquinas el moho empezaba a crecer como si quisiese devorar toda la habitación.

Ya llevaba tres meses allí encerrada, el gobierno que había estado en el poder tuvo que esconderse tras el golpe de estado y ahora trabajaban en las sombras, raptando, matando, luchando por recuperar ese poder perdido y la confianza de un pueblo que había dejado de adorar a su colonizador como a un dios.
Ya llevaba tres meses allí encerrada desde que cierto brillo desapareció en los ojos de un joven castaño que me había insuflado la revolución en las venas.

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