A todo el mundo le pasa que, en algún momento, le apetece cambiar algo de su vida, grande o pequeño, depende de la personalidad de cada uno, pero algo. Suele haber épocas específicas para ello, como la adolescencia con su rebeldía característica, o la crisis de los 40, cuando te das cuenta de que ya no eres ni volverás a ser un chaval. Esto es exactamente lo que le estaba pasando a Victoria, una joven estudiante de diecisiete años. Debido a la rutina, deseaba hacer algo diferente, variar un poco. No muy drástico, sino algo pequeñito, un detalle, que pasara desapercibido para la mayoría de la gente. Una opción que sopesó durante algún tiempo, fue hacerse reflejos rojos en su pelo rubio, pero le daba miedo estropeárselo tan joven y le parecía demasiado para su primer cambio. Su vida, aunque monótona, le gustaba, así que tampoco quería cambiar nada de ella.

Pero tenía que hacer algo diferente, sentía que lo necesitaba, así que se prometió que, por su dieciocho cumpleaños, se regalaría un tatuaje a sí misma. Algo no muy llamativo, que tuviera algún significado para ella, en un lugar que no fuera fácil que la gente lo viera si ella no quería. El dónde fue fácil: el tobillo, ¿cuál? El izquierdo, ¿por qué el izquierdo? Ni idea, pero siempre le había gustado más ese lado de su cuerpo, la razón de eso, tampoco la conocía. Pero el qué resultó ser más complicado y llevar más tiempo del que ella había pensado en un principio. Preguntaba a sus amigos y familia pero nadie le proporcionaba una idea que la convenciera del todo, y algunos ni siquiera la veían capaz de hacerse un tatuaje, porque eso era para toda la vida y no la tomaban en serio.

Así pasaron los días, semanas y meses, llegó su dieciocho cumpleaños, y también su diecinueve. Muchas cosas sucedieron en ese tiempo, principalmente el comienzo de la universidad, con el consiguiente cambio de ciudad, en definitiva, el descubrimiento de una nueva vida. Llegó a pensar que el cambio que tanto había estado esperando había llegado al fin, así que casi se olvidó de la promesa que se había hecho a sí misma hacía ya casi dos años, pero, de vez en cuando, aún notaba una espinita clavada en su tobillo izquierdo.

Comentaba con las nuevas amistades la idea de regalarse un tatuaje, pero más como una anécdota que como una realidad actual, y al final llegó a resignarse a que nunca podría encontrar algo que le convenciera y le gustara tanto como para grabarlo en su piel para siempre. Pero todo cambió cuando una compañera de la residencia en la que vivía se hizo su tercer tatuaje. Era a color, una maravillosa obra de arte, de uno sus grupos de música favoritos, que, aunque Victoria no conocía, se quedó asombrada cuando lo vio por primera vez y volvió a despertar en su interior el deseo de tener uno solo para ella, ¿por envidia? Puede ser, pero en el fondo nunca había olvidado su promesa de los diecisiete años.

Por fin, una tarde de abril, llámalo suerte, destino, o como más te apetezca, encontró la solución a su pequeño problema de decisión. Cuando salió de la ducha después del gimnasio, quitó el vaho que se había formado en el espejo por el agua caliente y miró su reflejo, sus quebraderos de cabeza llegaron a su fin. El collar, de plata, con forma de flor o de estrella con corazones alrededor, depende de cómo lo miraras, que colgaba de una cadena del mismo material. Ese collar que no se había quitado desde que su tía se lo dio siete años atrás. Aún recordaba sus palabras:

– Te lo regalé para que te gustara, ¡pero no tanto!

Ya lo tenía decidido. En menos de una semana fue a visitar el estudio donde había acudido su amiga y enseñó la joya al artista, para que dibujara el modelo que usarían para hacer el tatuaje. Y llegó el gran día, Victoria aún lo recuerda como si fuera ayer, por un lado tenía muchas ganas de hacerse al fin el ansiado tatuaje que había estado esperando tanto tiempo, después incluso de haber tirado la toalla al buscar algo que le gustara. Por otra parte, tenía un poco de miedo, porque el sitio que había elegido tenía la piel muy fina y era muy sensible, por lo que estaba segura de que le dolería. Pero no le importaba, porque el resultado iba a merecer la pena y, después de dos años, lo único que deseaba era ver por fin su ansiado tatuaje terminado.

Después de media hora, algo de dolor, suyo y de una de las amigas que la acompañó que le cogía de la mano, y una música un tanto extraña que el tatuador ponía para concentrarse en su trabajo, ahí estaba la preciosa y pequeña obra de arte. Ahora solo quedaba cuidarlo para que no se infectara y quedara perfecto.

Era realmente increíble cómo el artista había copiado el collar y había logrado reflejarlo en la piel. Para él solo era un trabajo más del que sentirse orgulloso del resultado; pero para Victoria era mucho más. Sabía que nunca se arrepentiría de su decisión, porque su sentimiento hacia su collar y hacia la persona que se lo había regalado nunca cambiaría, y siempre podría tenerlo presente, incluso aunque perdiera la joya. Otra ventaja, era que, si la gente lo veía, algo un poco complicado debido a la localización que había elegido precisamente por ese motivo, sería para ellos un tatuaje más, y no sabrían el gran valor que tenía para la joven, a no ser que ella decidiera confiar y contárselo.

Lo que más le apenaba, era que nunca podría conocer con seguridad la opinión de su tía sobre su decisión. La de hacerse el tatuaje sí, de hecho, ella fue una de las personas que más la apoyaba en ese tema y había intentado darle algunas ideas para él. Pero nunca podría estar segura de lo que opinaría sobre la elección del collar.

Con el paso del tiempo, este pequeño malestar fue perdiendo peso en la vida de Victoria, y llegó a no importarle en absoluto, ya que estaba convencida de que, estuviera donde estuviera su tía, le hacía mucha ilusión su decisión, y, especialmente, el motivo de esta: poder recordarla para siempre. Para toda la vida.

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