Los caprichos del Rey Nayar

Los caprichos del Rey Nayar

Transcurría Junio, de modo que la parte más alta de la Sierra de Nayarit, Mesa de Nayar, alardeaba atestada de árboles y de matas verdosas que brillaban con la luna al oeste. El suelo, el de la Sierra, brillaba amarillo claro cuando el sol estaba en su apogeo y como rojizo cuando ya daba el atardecer; pero de noche, y con las gotas de los últimos retazos de primavera, parecía mariposillas naranjas posadas en el suelo y aleteando, queriendo salir al vuelo junto con la montaña.

Allá, justo en medio de Mesa, aparece la estatua del Rey Nayar, apuntando con su mano derecha al horizonte, como si estuviera condenado toda la vida a esperar que vinieran los monoteístas españolados. Al frente y a la izquierda de la estatua, surge una iglesia humilde, que tiene un sello en la entrada en forma de zorro para ahuyentar a los malos espíritus, adentro se aposenta el cráneo de Él, del Rey: lo único que le quedó después de la conquista porque sus otros miembros corporales y sus demás pertenencias yacían quemadas hace trescientos años por la Santa Inquisición y a orden de la Divina Providencia. Con sólo el cráneo del mismísimo hijo del Sol, el hombre más venerado del Nayarit, el lugar es un santuario, calmo y plácido, a donde coras, huicholes, tepehuanes, mestizos, mexicaneros y extranjeros se adentran a orar y a pedir por los más desdichados y por sí mismos que también son desdichados. Y es que ahí, junto al cráneo del Rey cora, también están Jesús, y su madre María, y entre todos abrazan los malos entendidos y mandan a los hijos que pueden a la paz espiritual.

Esta noche, por ejemplo, a las dos de la mañana cuando la lluvia madruga, se escuchan algunos lloriqueos dentro del templo, se esparcen por las paredes de adobe y hacia el campanario, luego se mezclan con los gordolobos que cuelgan del techo como candelabros y ahí, ojalá, se alivian con la medicina de la hierba. Es una mujer joven la que yace sentada en la tercera fila de los taburetes, se agarra los ojos con sus manos morenas y manchadas de tierra, se talla los párpados ya queriendo dejar de sollozar aunque no puede detener el flujo de la pesadumbre por los cachetes, también empolvados, por cierto. Mejor se limpia la nariz y se embarra el moco en las faldas naranjiazules que lleva hasta las tibias. Los «hip» que emana su tristeza se detienen poco a poco.

Sonríe, sonríe, escucha de pronto: sonríe, Catalina, vamos. Dios está contigo. El ánimo viene de allá, de una puerta al fondo del edificio, Catalina se levanta emocionada porque reconoce la voz, ¡es el fray!, piensa, ¡fray Pascual!, y lo sigue, repitiendo el nombre, alzando el tono con tal de que entre la llovizna se escuchen sus voceos, pero el hombre sigue andando frente a ella y mojándose el hábito franciscano, va con un paso paulatino y relajado, como si no estuviera empapado del capucho, con las manos en el estómago enredando la cruz de olivo que le cuelga del cuello.

La cuerda que le ciñe la cintura arrastra por los charcos. El lugar resulta muy oscuro y sinuoso, pero Catalina conoce cada hectárea de esa escuela, la que está pegada a la iglesia, justo frente a la estatua del Rey Nayar: una institución/albergue que parece una gran hacienda española, ahí ha pasado la mayoría de sus diecisiete.

Con pericia se mueve por los árboles, rodeando las pilas de leños recién partidos y apresurándose para alcanzar al Fray, avanza con más fuerza y con más prontitud. De un grito a otro, la cora se levanta las faldas para aligerar el paso pero pronto se desespera al ver que su prisa no logra alcanzar su destino que cada vez se adelanta más distancia. Por la frustración es que se distrae y tropieza con la raíz de un encino, cae de rodillas y de manos. Con ésas últimas estruja el légamo del jardín. Ya casi derrotada, levanta sus pómulos prominentes y morenos y sus ojos color negro profundo y lo ve, al fray, acomodado en una banca afuera del salón de los pequeños de primaria. Él ríe con ánimo y suenan sus alegres jadeos amorosos y efusivos, llenos de amabilidad y cariño. Catalina se levanta como si su voluntad no estuviera enlodada y se apresura de nuevo, impaciente, ansiosa, quiere preguntarle qué hace acá, por qué la visita, por qué se presenta frente a ella después de muerto, qué tiene ella que la hace tan especial. Al llegar al fray, la diecisieteañera se persigna y se arrodilla para alabar a Dios, sólo que al abrir los ojos, la butaca donde suponía a un hombre sentado apareció sola, y en su lugar, pintado sobre el adobe blanquecino del aula: se notaba un venado caricaturesco ya gastado por los años. A la joven se le humedecen las pupilas.

—¿Qué te dije, René, te acuerdas qué te dije yo, viejo amigo? Hace veinticinco años, ¿te acuerdas que te vi directo a los ojos y te dije: si nos vamos a meter, nos metemos con todo, René? ¿Sí? Y qué me dijiste tú, dime qué me dijiste tú.

—Que sí, y te dije que si me echaba para atrás, me mataras.

—Pero no te voy a matar, ¿verdad? Sabes que no te puedo matar, que si te mato, René, me mato yo también, porque no podemos, no podemos, y tú bien sabes eso.

—No somos más amigos, Genaro, ni siquiera puedes hablarme en nuestras lenguas. Mátame y ya, déjate de niñerías.

—Ay, mi gran, pero gran amigo, aunque quisiera mandarte con Dios, tu gente se me echaría encima y yo no quiero problemas con el negocio; imagínate que anden diciendo que hay guerrillas civiles entre los indios, ¡indios! René, así nos dirán en los periódicos: indios se pelean por tierras, y entonces viene algún vivo y se aprovecha, y ahora sí nos las quitan, todas, y nos mandan a las ciudades, a trabajar o a pedir dinero, o nos quedamos aquí, en el mejor de los casos, pero arándoles a ellos, haciéndolos ricos a ellos.

La voz del que lleva la palabra resuena en el lar indecoroso al que llevaron a René, cinco hombres morenos vigilan las afueras del lugar y entran de pronto para preguntarle al jefe que si ya es hora. Hora de qué, pregunta René quien le cree a su interlocutor, a su mejor amigo, que no lo va a matar.

—Ustedes no entienden, René, los riesgos que implica, que estén en esa postura; que hayas ido, tú, a decirle a don Miguel, al presidente tradicional, que si me estoy pasando, que si estoy violando las costumbres, que si mi mamá no habrá de ser mestiza, que si estoy haciéndole daños a los demás. ¿Ya viste, hombre, lo jodidos que estamos? ¿Ya te asomaste? No, no, no seas pendejo, René, Renecito. Por eso vas a ir, y le vas a decir a tu gobernadorsucho, que le bajen, que me dejen chambear y que yo les doy para que vivan mejor aquí en Mesa, que se parezca a Santa Teresa, amigo, ¿qué dices? Es más, y si tú quieres volvemos a ser socios, como fuimos. ¿Te acuerdas?

El hombre que hasta ahorita se atreve a limpiarse la sangre de la nariz con su camisola de campesino hace silencio. Sólo quiso dejarse un carraspeo que no dice mucho.

—Pues bueno, amigo, mira, como a ti no puedo hacerte mucho, te voy a decir algo: hasta que me digas que sí, que sí le van a bajar. Hasta entonces te devuelvo a Catalina.

Sucedían por allá de las tres de la mañana cuando la estatua del Nayar todavía yacía eternamente apuntando a las nubes encima de Ruiz o de Jesús María. Aunque se decía que muy con disimulo el Rey se movía por las madrugadas sin que nadie lo viera, excepto aquellos borrachines fumigados de mezcales y caguamas que estando hasta el tope aseguraban del Rey que se movía en las noches para caminar un rato por la tierra y sentir el suelo frío en sus pies.

Seis de los coras más enriquecidos de Santa Teresa llegaron en dos camionetas distinguidas, albinas las dos y con franjas negras verticales dibujadas en el cofre. Ese estilo, de tez rayada en sus vehículos, era propio de aquellos indígenas con más dinero de la Sierra y por eso eran de cuidado, porque podían subir a cualquiera en el momento que fuera para llevárselo a trabajar a los campos de amapola o para divertirse con él o con ella con tal de saciar su locura estimulada por la coca. Uno de ellos, al que por flaco se le notaban las venas de los brazos como víboras enredadas, avanzó a la caja de la troca para sacar un bulto y aventarlo al suelo; cuando cayó, René se retorció en el polvo.

Pronto los camionetones arrancan apresurados, aunque el que se identifica como patrón se queda, observa con desdén al Rey estatuado y luego le escupe a la tierra debajo del Cora más pródigo de la historia: por tu culpa, le dice en un nayeri austero, te dejaste conquistar. Luego rodea a su mejor amigo dentro de la bolsa, caminando paulatino, hasta que se pasa de largo y se pierde en el pueblo.

Otra historia sería si Catalina no hubiera estado donde estaba casi al amanecer: al borde del abismo, a la orilla del barranco, el barranco de María, donde se cuenta que el novio había asesinado a su novia, María, por haberlo engañado con algún otro, y por traicionar su virilidad.

Catalina sostiene en la derecha su morral con libros, bordado de flores fosforescentes verde cartuja y solferino. En la izquierda, lleva un mapa de México desdoblado que se agita con el viento trasnochador, el mapa se ve sellado por la Secretaría de Educación Pública. Catalina estira los brazos, queriendo dejar ir ambos objetos, pero la resistencia es tanta que primero se le vuelan unas cuantas lágrimas hacia el barranco. Tengo que madurar, piensa, casarme, y tener hijos. Sí, de eso se trata.

Casi se convence de aventar sus sueños al aire, pero no lo hace, se aferra al mapa acotado y pintarrajeado de destinos y retrocede del peñasco, pliega el plano de México y lo mete entre las páginas de Las Aventuras de Tom Sawyer, de Mark Twain. Después se aferra a su morral y camina por los senderos naranjosos de la Sierra. Anda un poco hasta que ve al sol que ya sale por el este y decide apresurarse para llegar a los deberes del albergue. Imagina que el gallo Alejandro pronto cantará y todos estarán despiertos en cualquier instante.

Antes de llegar a sus deberes, Catalina se persigna cuando pasa la iglesia y luego hace una reverencia al Rey Nayar; Él, con mayúscula por ser un dios, va portando su maxtli de campesino y su capa elegante de azteca empedernido y su corona de Rey glorioso; y en la mano su cetro, por supuesto, que lo vanagloria como el más grande Cora de todas las existencias. A éste, la joven cora lo observa con curiosidad, ve que la estatua brilla de más; como recién pulida.

Alejandro canta como predicho y Catalina reacciona apresurada. En el camino, pisa un costal de ixtle vacío, tirado en el pasto.

Corre la joven, con una sonrisa pasa la tumba de fray Pascual y le refiere un saludo tierno con los ojillos. Catalina avanza a la dirección para saludar al director. Le sorprende que su padre esté ahí, sentado frente al encargado del albergue, ambos hablan algo privado en cora hasta que llega Catalina que se paraliza al ver a su papá ensangrentado. Hija, dice el padre en un español tembloroso: te tienes que ir a Guadalajara, y luego a Monterrey, no me preguntes por qué, hay una camioneta esperándote afuera.

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