Era la única persona que había llegado al aula 142. Cuando hubo entrado, primero abrió el ventanal mayor y luego soltó su bandolera gris en la mesa de la segunda fila. No hacía falta orear la habitación porque la primera lección no solía impartirse allí —no existía ese olor entre colonia, desodorante y sudor—, pero la sensación de la brisa le resultaba relajante. Erizaba los vellos de sus manos y de sus muñecas. Todavía permanecían resquicios de un invierno recientemente despedido, aunque en las tardes ya insistía el sol.

A través de él se podía ver uno de los balcones interiores, sucio y desusado, del Rectorado sevillano. Este constaba de un hueco con barandilla hacia el que la vista apenas alcanzaba. Al fondo de aquel escenario, en lo alto, estaba la campana de un reloj vetusto, la cual repicaría a cada hora. Esta era molesta para los profesores, quienes optaban por detener sus explicaciones ante su mecer metálico. En cambio, cada vez que sonaba, ella imitaba la melodía susurrando junto con su compañero. La transportaba hacia recuerdos que nunca le podrían ocurrir, todos enmarcados en ese espacio ajeno que le gustaba observar.

Se sentó finalmente y preparó su portátil con antelación. Era casi menos diez, pero aún no se había presentado ningún compañero. Los habrían entretenido otra vez. Tampoco aparecían las chicas erasmus, quiénes solían ser más puntuales. Dejó abierto el archivo con los apuntes de la asignatura, haciendo pequeños arreglos ortotipográficos que se le habían olvidado el día anterior; luego cuchicheó sin suerte las notificaciones del móvil y, para terminar, quedó en las musarañas de una pizarra en blanco —o más bien en verde—. Cruzaba las piernas, las desenredaba, luego la misma operación con los brazos, y después con los dedos, los cuales también tamborileaban la mesa innovando ritmos. Bostezó hasta tres veces; estaba adormecida, con la cabeza apoyada sobre el pupitre —había apartado a un lado su ordenador—. Solo habían pasado cinco eternos minutos.

De repente, escuchó unos ruidos. Se deberían a los cambios de clase. Pensó, de hecho, que habían tardado en oírse. A pesar de ello, no parecían ser el sonido de unas pisadas huecas. Se incorporó para comprobar la puerta, que había dejado cerrada, pero no tuvo tiempo. Estos venían tras de sí. Se sorprendió y dio un paso atrás instintivamente. Aun así, no pudo evitar que en un primer momento sus miradas se cruzasen.

Una chica sacudía con insistencia las rejas que cubrían el ventanal. Estaba en el balcón. La joven, abriendo la palma de su mano, sacó el brazo y lo estiró hacia ella. Este estaba impregnado de lunares, como si fuesen constelaciones. Su cabello y su piel brillaban, semejando los mantos de nieve que cubrían su pueblo en febrero. Vestía con un vestido corto negro —demasiado fino para aquel tiempo, con los hombros descubiertos— que creaba un contraste hermoso con ese tono pálido. Podría haber aparecido en una película de antaño, de aquellas en blanco y negro que eran, además, mudas. Sus ojos, dos estelas de plata, se fijaban en ella impertinentes. Esquivó nerviosa su mirada, apartando la cara. En especial porque le resultaba familiar. Se cruzó de brazos; su cuerpo se enfriaba un poco.

No tardó en preguntarse cómo había conseguido entrar. Desde que empezó el curso, había hecho varias hipótesis con su compañero sobre la existencia de alguna puerta de entrada al balcón para el servicio. Alguna vez habían visto a operarios andando por él, dando vueltas, hojeando sus rincones. Aun así, su estado no inclinaba a nadie a pensar en que alguien pasease por allí. No sabía si habría sido accesible en otros tiempos, si lo habrían utilizado, quizá, como terraza para la cafetería, o para los universitarios en los descansos. Puede que incluso, cuando funcionaba como fábrica, conociese el tránsito de la gente. También estaba la posibilidad de que se construyese posteriormente; no todas las partes de aquel edificio habían nacido a la par.

Al final, estuvo un rato meditando sobre aquel lugar inaccesible. Sus pensamientos, que no habían discurrido en otro asunto, no lograron que olvidase la presencia que se encontraba al otro lado de las rejas. Todavía la continuaba observando. Se sentía incómoda.

Decidió, tras una corta consulta a sí misma, ir hacia el ventanal. Prefirió tomar distancia, dejando entre sí un poyo de cuadros azules y blancos en el que ella solía sentarse a tomar el sol durante los cambios. La chica casi podía llegar a alcanzarla con el brazo que mantenía en tensión. Intentó comunicarse sin mucho éxito ya que no respondía a ninguna de las cuestiones en las que había estado divagando hace instantes. Abría la boca, pero no emitía ninguna palabra. Se asemejaba más al piar de los gorriones. Le causó una peculiar impresión; estaba fascinada porque no conocía a nadie que pudiese imitar tan bien a los pájaros. Incluso el tono de su voz era como sus agradables cantos. No obstante, no entendía el porqué de expresarse de aquella manera. «¿Quieres salir?», le preguntó, por último. La joven negó con fuerza, despeinando su media melena. Con la mano que no agarraba las rejas la invitó a acercarse más. No se fiaba, pero tampoco conseguía comprender qué pretendía y la curiosidad la instaba a aceptar su petición. Se arrodilló sobre el banco de loza. La frialdad de esta le ascendió desde las rodillas, haciéndola tiritar. La chica del balcón, entonces, atrapó su brazo y tiró de ella.

De pronto, sintió el tiempo ralentizarse mientras la arrastraban y caía hacia los barrotes oxidados; lo notaba en su movimiento torpe, en su cambio de expresión en el gesto facial y sobre todo en la cantidad de pensamientos que cruzaban su mente, todos centrados en el temor por el impacto. Su boca se entreabría, sus ojos avellana se sumían en el choque y su pecho tomaba aire de manera agitadamente lenta. Habría de empezar dentro de poco la clase y no sabía si había entrado ya alguien. Quien fuese, se la encontraría colisionando contra las rejas, desmayándose y con hilos de sangre que, con posterioridad, discurrirían por su frente. También estaba la posibilidad de que no hubiese tanto dramatismo y de que tan solo se hiciese un chichón. Se llevaría de igual manera un buen susto, además de un interrogante sobre qué estaba haciendo y cómo es que había una chica joven dentro del balcón.

Sin embargo, no hubo ninguna lesión. La reja era un espejismo que se desvanecía al contacto con su piel alunarada, sus rizos con destellos cobrizos y su vestido de entretiempo colorido. La chica la sostuvo, procurando que no colisionase con el suelo. Este —fue lo primero en lo que se percató tras poder levantarse— no tenía los papeles rodadores ni las manchas que desde la habitación había visto.

El balcón estaba más limpio, mucho más nuevo de lo que habían percibido sus sentidos. Se asomó inmediatamente al hueco, del cual siempre había pensado que daba al patio de la fuente. Habría podido ver, si así fuese, deambular a más de una decena de personas entre estudiantes, profesores y turistas. Se respiraba un ambiente distinto, aunque hogareño y conocido. Era extrañamente de noche. De todos modos, seguía todo coronado por el reloj, que parecía haber sufrido una necesitada restauración. Multitud de cuestiones le asaltaban con lo que veía. Quiso, por lo tanto, preguntarle a la chica pálida del balcón. Se giró para mirarla, pero ya no estaba. Sus cejas se fruncieron. Llevó entonces su mano al pecho y arrugó con suavidad la tela de su vestido.

Comenzó la campana a tocar, seduciendo sus oídos durante algunos segundos. La melodía, que tarareaba animadamente, tampoco había cambiado. Cuando entendió el aviso del reloj, observó desde la barandilla en que se apoyaba el interior del aula. Se encontraba medianamente llena, no había acudido mucha gente. En ella ya no estaban ni su bandolera, ni su portátil sobre la mesa de su compañero, quien ya había depositado una tableta electrónica. Corrió hacia el ventanal y se prendió a los barrotes, los cuales ahora no huían de su tacto. Sacó su brazo y lo estiró cuanto pudo, intentando llamar la atención. Su palidez nevada resaltaba en la penumbra que reinaba dentro. Alzó la voz, pero nadie parecía escucharla. Los pocos que se encontraban dentro estaban pendientes a sus conversaciones, leyendo algún relato en sus dispositivos o imaginándose libres en espacios ya conocidos. Probo aun llamando a su compañero, aunque sin resultado. Ella no quiso abandonar, sino que persistió zarandeando la reja con su mano libre mientras la otra se abría y pedía compañía. No quería volver.

El muchacho, que ultimaba el documento de la asignatura, miró de soslayo. Se limpió los ojos y bebió un sorbo de agua de una botella que había sacado de su mochila. Volvió a observar —esta vez con más detenimiento— y la nueva chica del balcón le saludó con la mano que asomaba al interior. Él se levantó del asiento y se acercó con lentitud, temeroso. Se colocó como antes ella había hecho en su situación.

—¡Por fin! Creía que nadie podía escucharme, ¡y era muy frustrante! Menos mal que has sido tú.

No le contestó, sino que permaneció en silencio mientras le desviaba la mirada. Parecía que el resto de alumnos no les prestaban atención. Estaban lo suficientemente entretenidos.

—Perdona, ¿qué haces ahí? —le preguntó él con voz entrecortada.

—¡Bueno! Es que me vas a tomar por loca. Resulta que he llegado a clase y no había nadie. Y yo estaba tan tranquila esperando a que llegaseis alguno que, de repente, me encuentro con que hay alguien al otro lado de esta misma ventana, donde yo estoy ahora. No tenía idea de cómo había podido entrar, así que le hablé, a pesar de que la tía me resultaba un poco rara. Pero ella y yo no nos…

Se calló al percatarse de la cara desconcertada de su compañero. Barrió con la vista de nuevo el aula. Después sacó su brazo y soltó la verja, pensativa.

Cuando ya había tomado conciencia de que no fue reconocida y de que tampoco quedaba rastro alguno de su antigua presencia en aquella habitación, llegó la profesora. El chico, al sentir que la puerta se abría, reaccionó pegando un pequeño respingo. Se apresuró y cerró las contraventanas. Lo último que habría podido verse sería la espalda —adornada por aquel vestido que tanto le resaltaba— de la chica del balcón, quien se había recostado sobre la barandilla antes de que él finalmente corriese una tupida cortina amarilla.

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