La marioneta estaba hecha de piel y huesos. Poseía un tono grisáceo en su superficie, derivado de lo que alguna vez debió ser negro. La primera vez que la vi, sus ojos eran dos luces ocres bañadas por el tórrido sol del Mediterráneo. Sus pupilas encerraban en ellos un terror alucinado, una mezcla de miedo y falta de conciencia.

Iba embutida como una sardina en una lata, entre cincuenta o sesenta personas más, que se hacinaban a popa de la barcaza, tratando de escapar de las aguas del mar, que se estaban tragando la madera vieja de ese esquife descarnado, que había logrado, milagrosamente, hacer su último periplo, con esas gentes que habían salido a pescar un poco de esperanza para sus vidas y que, ahora, a través de mis anteojos, veían esa esperanza hundirse con la intención de engullirlos.

Yo era un marinero novato de la armada española. Éste era mi primer tránsito por las costas que separan España de África. Había recibido una extensa formación teórica sobre lo que nos podíamos encontrar en las aguas, pero el horror dibujado de manera tan neutra, en los ojos de esa niña, que veía como a su alrededor las aguas se acercaban y las personas se empujaban entre ellas, buscando un refugio que no existía, era algo para lo que no había sido entrenado.

– Es la aceptación de la muerte. – Me dijo un cabo, a mi lado, que miraba con sus propios anteojos la escena y pareció intuir lo que yo veía en esa tragedia que se avecinaba, a pocas millas marinas de nuestra presencia.

– No te preocupes, los rescataremos, al menos a la mayoría, estos han tenido suerte. – Concluyó con una frialdad que a mí me produjo arcadas.

Pero no había tiempo para arcadas y sensiblerías. Bien entrenado, aunque inexperimentado, me puse en acción y marché a mi puesto, en proa, con otros seis compañeros que ya agarraban los flotadores que, en el momento de acercarnos les lanzaríamos a esos pobres hombres, mujeres y niños que se ahogaban a tan poca distancia de la salvación.

Entonces, las arcadas se repitieron y esta vez no las pude contener en mi interior y las lancé por la borda, cuando comprobé horrorizado, como el grupo de emigrantes que pugnaba por no caerse al mar, entre los restos inundados del esquife, al vernos llegar, se empezaban a pelear entre ellos, arrojando, impunemente, a los más débiles.

Entre los caídos pude ver a la marioneta gris, que se vio arrastrada al mar de los pelos, por un tipo que se agarró a ella en un último intento desesperado por no ahogarse.

Vomité sin perder de frente la escena que se sucedía, mientras los altavoces de mi buque lanzaban consignas de tranquilidad y calma en medio de las aguas.

Y tras las consignas, y cuando el buque se aproximó al esquife, lanzamos los salvavidas.

Yo apunté buscando a la niña que pateaba entre las aguas. Fui preciso y eso la salvó.

Al momento, mientras me limpiaba la boca con la manga, y escondía una sonrisa vanidosa por mi puntería, vi a las lanchas rápidas salir por babor y estribor, al encuentro de los desgraciados.

Cuando las dos lanchas se aproximaron a lo que del esquife quedaba, mis compañeros sacaron las porras y comenzaron a golpear a los supervivientes de la tragedia.

Una escena dantesca se sucedía en las perdidas aguas del Mediterráneo.

Un grupo de subsaharianos a punto de ahogarse, recibían los cachiporrazos de seis soldados de la armada española, que habían llegado hasta ellos para rescatarlos.

Cuando el grupo se calmó y todos comprendieron que, por su bien, lo mejor era no abalanzarse todos a la vez, comenzó el trasvase de personas a las lanchas.

Entre tanto, una tercera lancha que salió rezagada con respecto a las dos primeras, se estaba encargando de recoger a los que habían ido cayendo al mar. Entre ellos, como una muñeca rota, vi, como sacaban a la niña de ojos ocres, que seguía aferrada a mi flotador. Y a su lado, estaba el hombre que le había arrastrado por los pelos en su caída.

Éste, desde mi posición, presentaba un aspecto amoratado e hinchado. En su mano aun sostenía, como un símbolo de su desdicha, un mechón de pelos, pero no hubo flotador para él.

Ocho horas más tarde, me fue encargado por mis mandos el recuento de personas sacadas del mar. – El total, Martínez, me da igual si están vivas o muertas. – precisó mi comandante.

Así fue cómo pude acercarme a la niña que yo había visualizado, con esa indiferencia en la mirada, que aun hoy veo cuando cierro los ojos, y de la que pude comprobar que presentaba claros e inconfundibles síntomas de un embarazo muy avanzado.

Mi orgullo se volvió doble, al recordar mi puntería con el flotador.

Cuando se lo comuniqué a mi comandante, no pude ocultar mi satisfacción, sobre todo, porque el doctor que la examinó, me comentó, que salvo por el shock, estaban ambos, madre y embrión, en perfecto estado.

La niña fue desembarcada en Melilla, e ingresada en el CETI, junto con el resto de supervivientes que presentaban contusiones, distintos grados de hipotermia y deshidratación.

Yo pasé seis días de permiso, en los que no deje de interesarme por la joven.

Supe por el doctor que la atendía, que no había forma de que hablara, pues parecía completamente traumada. Pero, que por lo demás, estaba fuerte y sana y todo apuntaba a que se repondría.

Después de acabado el permiso, hube de partir de patrulla durante tres meses, en los que no sucedió nada merecedor de recordar y en los que no hubo un sólo día, en que no pensará en la suerte de la joven y de su hijo, el cual ya debía haber nacido.

Cuando desembarqué de la patrulla y recibí el permiso de mis mandos, marché al centro de acogida de emigrantes, para conocer a la nueva criatura e interesarme por la madre.

Incluso le compré unas flores para celebrarla, pero al llegar, cuál no sería mi sorpresa, cuando la cama donde yo la dejé tumbada la última vez, estaba ocupada por un hombre.

Cuando el médico me vio y me reconoció, se dirigió a mí, que debía de tener cara de atónito, así me lo hizo ver después, una vez que me tuvo acomodado en su despacho. Allí me narró que la chica por la que yo instintivamente había mostrado tanto interés, había sido deportada a Marruecos hacía dos días, y que, de allí sería devuelta a Mali, su país de procedencia, para ser juzgada por el asesinato de su hijo. Ciudadano de Mali, a pesar de haber nacido en

territorio español.

El doctor no pudo precisarme el porqué de lo ocurrido, sólo me narró, que mientras yo estaba patrullando el Mediterráneo para ver si conseguíamos salvar alguna vida más, ella había parido en silencio absoluto a su vástago.

El niño nació fuerte y llorón, en contraste con el silencio obstinado de la madre, que no demostró el más mínimo interés en él, cuando le fue entregado.

El doctor dio orden al cuerpo de enfermeros para que la dejasen unos minutos a solas con el niño, con la esperanza de que sus llantos la sacarían del trance, pero, me siguió contando que, cuando acudieron de nuevo, no más de cinco minutos después, alertados por la ausencia del llanto, encontraron al bebé muerto, estrangulado con el propio cordón umbilical.

Han pasado quince largos años de mi primer rescate en el mar.

Nunca supe la suerte que corrió la joven marioneta que tuvo la desgracia de no ser dueña de sus hilos, prácticamente más que cinco escasos minutos en su vida.

Su piel gris y sus ojos ocres, a medio camino entre la falta de conciencia y el terror, me han visitado en numerosas ocasiones. Algunas veces, sus brazos cansados y adheridos por el frío y la sal del mar, me han abrazado en una plegaría, como si yo fuese el hijo de un dios que caminara entre las aguas, para otorgarle una nueva vida. Otras veces, me han mirado sin verme, con la única esperanza de que yo no fuera otro violador más, de los muchos que, a esas muñecas de hilos como marionetas, las han tomado, como pago por soñar con la libertad.

Esa que en sus países se les niega, esa que Europa, les representa.

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