(1)

Cara al sol con la camisa nueva bordada en sangre, don Gregorio observaba, desde la terraza de su mansión, como en su extensa villa todo marchaba correctamente. Aquel año la cosecha sería abundante, ya que fue su acertada voluntad la que dispuso que la jornada de los trabajadores durara de sol a sol. Podía verlos ahora, dispersos entre los altos trigales, levantar y hundir la azada encorvándose en su esfuerzo. A don Gregorio le placía aquello, pues veía en el orden y el esfuerzo unos valores de superioridad moral.

Don Gregorio inspiró, henchido de orgullo, cuando pensó en su familia. Su mujer, perfectamente educada, sabía exactamente como satisfacerle en cada momento; su hijo, su valiente y leal primogénito, defendía con orgullo su patria en las Fuerzas Armadas; y su hija pequeña se casaba en pocas horas con un apuesto joven de familia respetable. Todo esto no era sino reflejo de su ascendente prestigio social. Sinceramente, pensaba que no podía pedirle más a la vida: era el hombre perfecto para la época perfecta.

Don Gregorio volvió a dirigir su mirada hacia el horizonte arbolado, y pensó en lo bonita que era su finca bajo el sol. A pesar de intentarlo, no recordó haberse perdido nunca por los recovecos que esta le ofrecía, y estaba dispuesto a hacerlo pronto.

Luego, alzó la vista hacia el cuarto de su hija, y quedó cegado por la luz que reventaba en la ventana. La había dejado dormir tranquila con el fin de que estuviese radiante en su boda, pero la hora crucial estaba ya próxima. Así pues, se adentró en la casa dirigiéndose por la reluciente escalera de mármol a su habitación. Antes de entrar, la imagen de una hermosa princesa vestida de blanco frente al espejo atravesó, fugaz, su mente; sin duda alguna, ella estaría impecable. Sin embargo, cuando abrió la puerta quedó desconcertado ante la sorpresa.

-Carmen- gritó alcanzando con la voz cada rincón del palacete.- ¿Sabes dónde está la niña?

-No te preocupes Gregorio. Se habrá ido a caminar por la villa. Volverá pronto ¿no ves que debe de estar muerta por los nervios?- Contestó la mujer desde el interior de algún cuarto.

-No creo. Llevo toda la mañana sentado en la terraza y no he visto salir a nadie.- prosiguió don Gregorio con tono grave.- ¿María?- clamó sin que hubiese respuesta.

-Dios mío ¿dónde puede estar?- contestó la madre saliendo al pasillo apresurada.

-¿No habrán sido los rojos? Esos cabrones siempre lo joden todo.- musitó entre dientes- Iré a ver a la familia de Miguel, y si ellos no saben dónde está hablaré con el mismísimo comisario general de la policía.- fue su firme resolución.

Dicho esto don Gregorio se echó una chaquetilla al hombro y, con paso arrogante, se perdió por el camino a través de su finca.

(2)

Más tarde, a unos kilómetros de allá, una joven pareja huía entre la espesura del valle. La noche empezaba a cernirse sobre ellos y los astros espolvoreaban el atardecer.

-Detente Miguel.- pidió la joven de melena dorada.- estoy cansada y tengo mucho miedo.

-No te preocupes cariño. Tu padre es un hombre importante. A mí, en cambio, quién sabe lo que harán si me atrapan.

-No me refiero a eso Miguel. Mi padre habrá removido cielo y tierra para encontrarme. No tenemos a donde ir. Antes o después nos atraparán, y cuando eso suceda no me quedará otro remedio que renunciar a mi libertad y casarme.

-No digas eso María. La esperanza es lo único que puede mantenerte libre.

-Puede ser Miguel.- prosiguió esta firme en su contrariedad.- Pero cada vez noto la lona del matrimonio más pesada sobre mí, y es como si sus cadenas ardiesen en mis muñecas. Ahora, solo me queda rogar para que esto no llegue a oídos de mi prometido y poder vivir una mentira durante el resto de mis días.- María, desconsolada, apoyó su frente en el pecho del joven y sus ojos se rompieron en un torrente de lágrimas.

-Pero María…-dijo dubitativo Miguel, sin saber que añadir.

-¿No lo entiendes? estos son los últimos momentos de mi vida.

La mirada de Miguel se oscureció y acercó su cabeza a la de la joven.

– Yo también tengo miedo.- Confesó grave. Y ambos se zambulleron en un profundo beso al que las lágrimas dieron un tibio sabor a sal. Temían separarse, y lo temían con la misma insistencia con la que se teme a la muerte.

Entonces, escucharon un tumulto de pasos y, súbitamente, se vieron rodeados por un grupo armado de hombres con uniforme.

(3)

Pasada la medianoche, don Gregorio, su mujer y su anciana sirvienta aguardaban nerviosos un nuevo acontecimiento que terminase con aquella irritante incertidumbre que crepitaba en el salón. Entonces, alguien toco la puerta y don Gregorio se levantó violentamente. Al abrirla vio que se trataba de dos agentes que traían, agarrada por los brazos, a su hija.

-Aquí la tenéis. Se había fugado con un trabajador suyo.- dijo con desprecio uno de ellos.

-Pero serás fulana.-reprochó su padre desconcertado, defraudado y enojado. Luego, se dirigió a los agentes.- ¿Qué habéis hecho con el otro?

-Lo tenemos en el camión don Gregorio.

-Pues mandarlo al paredón- ordenó furibundo.

-¡No!- grito la hija.

-¡No se te ocurra abrir de nuevo la boca!- amenazó el padre propinándole un bofetón. Acto seguido, cruzó el brazo por su cuello y, tapándole la boca con la mano, la arrastró al interior cerrando la puerta de un golpe seco.

-María… estábamos preocupados por ti.- dijo, piadosa, la madre.

-¿No te da vergüenza?- la interrumpió Gregorio.- Lo has echado todo a perder. Eres una egoísta y una fulana ¿sabes lo importante que era esta boda para la familia?

-No soy una fulana- gimió la joven- yo amo a Miguel.

-Pues olvídate de él. Ese chico está ahora listo para ser fusilado.

-Como puedes ser tan cruel- protestó involuntariamente la madre- En ese caso, deberías fusilar a muchos más.- al tiempo que estas palabras salieron de su boca se arrepintió de haberlas pronunciado. De todas formas, ya era demasiado tarde.

-¿No será eso verdad? ¿Tú sabías algo?

-No lo digo por ella, lo digo por mí.

Gregorio quedó desconcertado dudando, por unos instantes, haber comprendido bien la situación. Luego, lleno de ira, arremetió contra la madre y, agarrándola del cuello, la estampó contra la pared.

-¿Qué quieres decir con eso?- preguntó fuera de sí, ahogándola con sus manos.

– Cuarenta años de matrimonio horrendo, siempre a tu servicio Gregorio, y cada uno de ellos…- Gregorio apretó más su garganta, hasta el punto de que sus palabras quedaron encerradas.

María se abalanzó encima de su padre, pero este la empujó contra la mesa dejándola casi inconsciente, y volvió a comprimir su cuello con las manos selladas como un candado. Poco a poco, el color de su tez se fue diluyendo hasta que sus piernas dejaron de sostenerle, y su corazón de latir. Gregorio depositó el cuerpo inerte en el suelo y, tras alejarse unos pasos, la certeza de los acontecimientos impactó en su mente. Tras unos instantes de confusión, la claridad volvió a asomar entre sus pensamientos.

-Josefa, vete a por el médico.-ordenó entonces a la criada que observaba horrorizada la escena.- Diremos que ha muerto por el disgusto que le ha dado su hija.-prosiguió mirando a esta cínicamente, mientras yacía dolorida en el suelo- Es amigo mío, nos ayudará.- luego, volvió a dirigirse a María- Tu te quedarás encerrada en la habitación, pasarás ahí el resto de mi vida.

(4)

A la mañana siguiente, el amanecer, cristalino como un zafiro, asomó, frío, por la ventana de la lujosa habitación de María. Esta, recogida en su amplia cama, languidecía como un pájaro enjaulado. Todos los sentimientos reprimidos de odio, miseria y libertad la destruían por dentro, y en aquellas horas de aislamiento, las imágenes de los recientes sucesos habían estado cerca de doblegar a su cordura. Entonces, el giro de la cerradura partió el compacto silencio de la oscuridad y tras la puerta apareció la criada envuelta en un recuadro de luz.

-Tu padre dice que te prepares. El funeral empezará pronto.- dijo intentando contener la emoción. Antes de cerrar la puerta añadió de forma clandestina- no te sientas culpable mi chica.

Así pues, cuando la sirvienta cerró la puerta María se vistió, y en poco menos de una hora de tenso y sigiloso trayecto llegaron a la iglesia montados en su Fiat negro. Allí, un reducido grupo de caras conocidas, rodeadas de una multitud de otras extrañas, esperaban la llegada de los desafortunados; y es que, Gregorio, condescendiente, había dictado que aquel fuese día de luto en su villa.

Una vez se apearon del coche, todo fueron saludos afectuosos y apretones de manos cordiales para don Gregorio, mientras que María, incapaz de resguardarse de las miradas acusadoras, esperaba ansiosa el comienzo de la misa.

Cuando, al fin, las campanas dejaron de repicar, la muchedumbre se introdujo en el templo disponiéndose en los reclinatorios según su cercanía a la familia, que resultó ser igual que si se hubiesen distribuido en relación a su clase social.

Una vez que todo el mundo estuvo colocado, el cura comenzó a proferir monótonas plegarias, entre las cuales los pensamientos de María no tardaron en divagar. Asediada por el escarnio público, la cercana y repulsiva presencia de su padre y el vacío que le producía la pérdida de su madre, no le quedaba otro remedio que resignarse a aceptar, impotente, su condenado porvenir. Levantando la vista contempló los adornos del altar que constituían, de alguna manera, una tétrica representación de su drama. Entonces, en medio de sus cavilaciones, advirtió la perturbadora mirada del cura clavada en ella.

-Definitivamente, esta ha sido una pérdida irreparable para nuestro pueblo.- oraba – Muchas veces el mal castiga a los que menos lo merecen. Como esta vez que, sin previo aviso, se ha infiltrado en una familia honrada, en forma de lujuria.- Al oír esto, algo en el interior de María estalló, y desatada, como un volcán en erupción, se levantó dirigiéndose con firmeza al altar. Un murmullo generalizado la persiguió, pero todos sus miedos se habían disipado. Ahora, se sentía tan ligera como el viento.

-Todo lo que os han contado es mentira.- dijo por encima del murmullo- Lo que realmente sucedió anoche fue que Gregorio ahogó con sus propias manos a mi madre. Hoy, veo muchas caras desconocidas. Supongo que seréis los trabajadores de su finca, a los que mi padre, lleno de benevolencia, os ha concedido un descanso. Pero, pensar por un momento ¿Cuántos días más al año os concede este favor? ¿Acaso no trabajáis todos los días del año de sol a sol para después no poder siquiera alimentar decentemente a vuestras familias?- para entonces, el murmullo había tornado en alboroto- Este hombre es tan culpable de vuestras miserias como de la muerte de mi madre, pero no os dais cuenta.

Los pocos pobladores de las primeras filas giraron la vista hacia la parte trasera de la iglesia, quedando aterrados ante la abismal superioridad del populacho enfurecido. Por su parte, los campesinos miraron a don Gregorio listos para acometerlo en caso de no dar una respuesta satisfactoria. Aquello podía ser una escabechina. Entonces, don Gregorio subió con tranquilidad al altar, y manteniendo perfectamente la compostura replicó:

-¿De verdad vais a creer a esta fulana que no ha podido ser fiel a su prometido durante un día? Es una mentirosa, el médico mismo diagnosticó la defunción. Vamos, que alguien la saque de la casa del señor, por favor.

Aquel tumulto de miradas se volvió a depositar sobre la joven. Al fin y al cabo, don Gregorio tenía razón: ¿Qué credibilidad podía ofrecer alguien así? Sin mayor dilación, un grupo de trabajadores surgieron de la multitud y, sin oposición alguna, atraparon a la joven arrastrándola a través del pasillo, entre abucheos y juramentos, al tiempo que, envuelto por las sombras del altar, don Gregorio permanecía impune, cara al sol con su camisa nueva bordada en sangre.

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