El paciente se hallaba angustiosamente anclado al diván. Sus manos se agarraban con fuerza a ambos lados, mientras que sobre su terso semblante, frías gotas de sudor resbalaban perdiéndose en la impersonalidad de la consulta.
El doctor Giovanni clavaba una intrigada mirada en las facciones de aquel hombre, garabateando en una gastada libreta las reacciones que el individuo experimentaba. Todos los músculos se advertían en tensión; parecía sufrir enormemente. De vez en cuando gemía con tristeza, como si sus débiles lamentos formasen parte de la porción más insustancial de un ridículo coro de espectros. Llegó incluso a perder el control de los esfínteres, y aunque el Dr. Giovanni viese peligroso el permitir a una persona situarse a tales niveles de trance, decidió dejar que los sucesos se desarrollasen por si solos. Pretendía llegar por fin al fondo de aquel caso clínico que tan costoso estaba resultando ser. Víctor había acudido hacía varios meses a su consulta debido a un extraño desorden del sueño. De la nada, un insomnio absoluto se había adueñado de sus noches y tras varios meses en ese estado, su cordura se vio diversamente mutilada. Decía ser capaz de cerrar los ojos y descansar sin perder en ningún momento el contacto con la consciencia. Esta era una actividad reservada al horario diurno, ya que por la noche, siniestras almas en pena lo acosaban morando tras el mobiliario de su humilde vivienda. Unos se ocultaban en la cara interna del armario, abriéndolo de par en par con un brusco golpe a altas horas. Otros permanecían bajo la cama, provocándole desagradables cosquilleos a lo largo de la espalda y grabando en su cabeza mensajes insoportablemente oscuros, traídos de las profundidades del más allá; voces que juraban venganza y predecían tragedias bajo la atenta escucha de un hombre incapaz de encontrar el motivo por el cual la vida lo había castigado con tal tortura.
Ante semejantes acontecimientos, el día a día de Víctor transcurría envuelto en un abismal terror implacable. Había probado soluciones de toda índole, y ni las pastillas ni la terapia grupal consiguieron el más mínimo cambio.
Sin embargo, el Dr. Giovanni consiguió llevar el tratamiento por el camino adecuado. Su análisis señalaba que Víctor era un sujeto increíblemente nervioso, dotado por la naturaleza de una creatividad desmedida. Las preocupaciones del paciente se materializaban en forma de temores infantiles, y el único riesgo de la situación era el hecho de que hubiese perdido la capacidad de distinguir entre realidad y fantasía.
Desde el comienzo de las sesiones de hipnosis, Víctor había declarado un notable alivio en su patología. Había recuperado la suficiencia para dormir durante varios minutos, pero estos descansos iban siempre acompañados por brillantes sueños de una carga simbólica importantísima. El doctor aprovechó estos breves accesos al inconsciente para trabajar en los problemas que Víctor sufría.
Interpretando los diferentes elementos oníricos, había resuelto en buena medida el padecimiento de su paciente, que al poder identificar la causa de su pesar, olvidó progresivamente las fantasías espirituales nocturnas y empezó a adaptarse a la vida corriente.
Pero llegando a uno de sus últimos sueños, el tratamiento se estancó. En cada intento de mejora se topaba con el mismo problema; el sueño se veía bloqueado por una enorme puerta impidiendo el acceso al resto de su mundo íntimo. Todo intento de abrirla resultó ser en vano, pues la mantenía imperturbable un enorme candado que no presentaba mayor peculiaridad que una alta resistencia a ser forzado.
Fue entonces cuando el doctor ingenió la siguiente estrategia: convencería a Víctor de que la llave de aquella puerta se hallaba también en su propio inconsciente, ya que no era más que un símbolo de autocensura. Por tanto, si encontraba la llave a través de otros procedimientos, vencería el dichoso contratiempo. De este modo retomaron la práctica de la hipnosis, al haber dado anteriormente buenos resultados.
Si su plan funcionaba, el Dr. Giovanni recibiría el reconocimiento internacional de toda la comunidad científica dedicada a la mente humana. Posiblemente redactaría un impresionante postulado explicando la nueva terapia, y lo vendería a cambio de una buena suma para futuras aplicaciones. Podría entonces dedicar la mayor parte de su trabajo a dar conferencias a lo largo de Europa, y todo ello sin ninguna necesidad económica. Y aunque la ambición sugería peligro, no podía dejar pasar la oportunidad.
Esta era la razón por la que Víctor se encontraba allí, tieso sobre el diván. En su viaje interior, había aterrizado en una especie de mansión que ligeramente recordaba a la vieja casa de sus abuelos, donde había pasado gran parte de la infancia tras perder a sus padres en un inexplicable accidente de tráfico. Allí los objetos parecían irreales, y la única señalización sobre qué hacer era una flecha ascendente dibujada sobre las escaleras.
Comenzó a subir despacio, apreciando cada imagen de la escena, sin dejar pasar un solo detalle ante sus ojos. Alcanzó el primer piso; después, el segundo, y al haber escalado varias decenas se paró a descansar en uno de los rellanos. La única prueba de su ascenso era el destello del crepúsculo penetrando a través la ventana. Retomó la subida, pero seguía sin ocurrir nada. Aquello empezó a incomodarlo. Miró en todas las habitaciones; nada.
Decidió correr escaleras abajo al darse cuenta de que no existía un último piso, pues había ido a parar al infinito. Tampoco hubo diferencia.
Presa de un brutal ataque de nervios, quiso despertar. Gritó hasta desgañitarse, pero no recibió ayuda ninguna. Sintió el fervor de su sangre acompañado de rabia visceral, la cual descargó contra los diferentes objetos de la sala, haciendo que se desintegrasen al mínimo contacto. ¡Sabía por qué estaba allí! ¡Sabía que algún día tendría que pagar! ¡Él había provocado el accidente! ¡Él había matado a sus padres! Aquel lugar no era más que la proyección de una intensa culpa oculta durante años. Había echado raíces en su interior para matarlo por dentro.
Ahogado por el pánico, resbaló tratando escapar de si mismo, rodando escaleras a bajo. Con el cráneo destrozado, regando de sangre el suelo, realizó un desesperado intento de pedir auxilio. Entre lágrimas, con esa última exhalación, expulsó el alma de su cuerpo.
Al otro lado de la sala, un doctor postrado ante el mayor error de su carrera, suplicaba una petición de socorro al resto de psicólogos de las salas adyacentes, que al igual que la de Víctor, no fue respondida a tiempo.
Un hilo de sangre brotaba de la boca del paciente, prisionero de vivas convulsiones, y se dejaba caer en el mismo lugar donde escaparon previamente las frías gotas de su sudor histérico. El Dr. Giovanni gritaba; ¡había matado a Víctor a través del inconsciente!
OPINIONES Y COMENTARIOS