Cuando abrí los ojos, estaba muerta de frío y dolor. El mero acto de parpadear para desaparecer la nubosidad que mis ojos creaban, me causaba molestia. Sentía como el pánico recorría cada parte de mi cuerpo, como si alguien estuviera inyectándome una y otra y otra vez, dosis de miedo. Se sentía en las venas, circulando y llenando el vacío de mi mente. No recordaba nada, mis pensamientos estaban acaparados por el temor y cuando por fin, ligeramente, se esfumó la nubosidad… pude apreciar mi entorno, totalmente desconocido.

Rústico, viejo, gris, un cubículo con paredes llenas de humedad y moho, un olor a podredumbre tan fuerte que daba náuseas y mucho polvillo sujeto en el aire, que se dejaba entrever gracias a una fina luz que entraba por una grieta del techo. Era de día. ¿Cómo terminé en esta trinchera? –intenté decir- pero no me salía la voz. Mis labios estaban agrietados, quise tragar pero sólo logré causarme más dolor, me sentía deshidratada. ¿Qué está pasando? ¿Qué es este lugar? Estaba muy confundida.
Quería mover las manos y me dolían, los pies y no podía. Dios mío, no puedo moverme. Me sentía tan indefensa como una niña a punto de explotar en llanto exigiendo que sea un sueño de mal gusto, implorando por que llegue su mamá y la ayude.
Mi cuerpo entendió que ya había despertado del estado en el que me encontraba, y aunque costó, levante las manos hasta la altura de mi rostro. Estaban negras, llenas de mugre, las uñas muy largas, sucias, desprolijas. ¿Qué había estado haciendo?
Me quedé por unos minutos, un tanto atónita y otro tanto en shock mirándolas, hasta que las apoyé en el suelo y logré despegar la espalda para sentarme. Vértebra por vértebra, se sentía un dolor horrendo por la parte baja de la espalda, como si me hubieran molido a golpes. Intentaba recordar que día era, qué había hecho anoche, con quién estaba, lo que sea. Pero nada funcionaba.
Miré mi ropa y tenía puesta esa pollera que mamá me había cosido a mano hace ya varios años atrás. Estaba completamente desgarrada, y tenía el cierre roto, como si a la fuerza me la hubieran querido arrancar. Es eso <pensé dentro mío> quisieron violarme.
Tenía rasguños en las piernas y los brazos, los cuales estaban igualmente sucios y llenos de mugre como mis manos. Extrañamente no encontré ninguna gran herida o corte, solo moretones. No podía explicarme por qué razón el cuerpo me dolía tanto.
Amanecí en un cubículo con grietas en el techo, sin ventanas y solo con una puerta rústica de madera maciza, sin recordar nada y con mucho dolor en el cuerpo. ¿Cómo les explico el temor que sentía en aquel momento? La respiración comenzó a aumentar y no tardé en agitarme, miraba para todos lados y empecé a marearme, tenía piel de gallina y no me dejaban de temblar y sudar las manos. La cabeza no paraba de darme incesantes puntadas, como si fueran pequeños alfileres que alguien me los estuviera clavando uno por uno, lentamente, como gozándolo. Me desplomé nuevamente al piso y me estremecí en sollozos y gritos desesperados por ayuda.
-Alguien que me ayude, por favor, necesito volver a mi casa, por favor. Por favor. Necesito no estar acá, retorciéndome de dolor, necesito estar en mi casa. Por favor, por favor.
Entre mis súplicas y agonía sentí otro grito. Una voz de mujer y se escuchó tan fuerte, como si estuviera gritando a mi lado.
Hice silencio y fruncí el entrecejo mientras sentía las lágrimas como resbalaban por mi cara. Me quedé unos segundos callada, esperando volver a escuchar esa súplica, con la esperanza de que no haya sido una falsa ilusión y no estar sola en todo ese caos. Juré que se había oído tan claro, tan preciso, tan inmediato… que me levanté y miré por todos lados. No, no había nadie allí. Y eso, lógicamente, sólo dejaba una explicación: hay alguien detrás de la puerta.
No sé por qué, pero no quería abrirla. Prefería quedarme ahí, estremecida contra el suelo frío, muriendo de hambre y de sed, asfixiándome con el olor a podrido. Lo pensaba y lo repensaba, quería buscar una y otra vez alguna excusa que me permitiera seguir ahí, sin hacer nada. Algo que significara que no abrir esa puerta sería lo mejor. Pero, ¿y qué pasaba si la abría y encontraba alguien que pudiera ayudarme?
Lentamente me paré y sentí como mis pies, duros por el frío, avanzaban paso a paso. Iría tras la puerta, la abriría, y encontraría ayuda. Regresaría a casa, me bañaría con agua bien caliente e intentaría recordar que había hecho el día anterior. Todo estaría bien, todo se resolvería y en unos meses me estaría recuperando de esto, que solo era algún mal entendido o accidente.
Eso haré -dije muy convencida- y todo estará bien.
Mis manos sucias tomaron el picaporte. Estaba pegajoso y lleno de tierra. Despacio lo giré, sin hacer ruido… por si las dudas. Respiraba lento, tratando de auto consolarme, de que todo iba a salir bien, que debía escapar de ahí, que nada malo me iba a pasar.
Abrí la puerta.
Mis ojos se abrieron perplejos, acompañando un grito de lo más estremecedor. Comencé a hiperventilar nerviosamente, el cuerpo se me sentía flojo y no demoraron en cederme las piernas. Caí de rodillas y desde ahí veía todo.

Tras la puerta había otro cubículo, idéntico al anterior: las mismas grietas, la misma humedad, el mismo polvillo sujeto en el aire. Pero ahora yo estaba de rodilla frente a dos hombres que se deleitaban con mi cuerpo semi descubierto y mis inútiles intentos por escaparme. Me pegaban, lo hacían fuerte. Como enojados conmigo que nada había echo, que nada recordaba, que no los conocía. Veía que sufría, que gritaba por ayuda, que exclamaba por piedad, pero no sentía nada. Me estaba viendo en un perfecto espejo sin poder hacer nada.
Tuve el inmediato instinto de huir de ese lugar. Así que confundida y asustada como estaba, intenté encontrar la puerta para volverme a mi cubículo. Esto no está pasando, esto no está pasando. Me repetía una y otra vez, tratando ilusamente de escapar de algo que cada vez era más una realidad.
La puerta estaba cerrada con llave.
– ¿Cómo puede ser? -Grité asustada- ¡si acabo de entrar a este lugar!
Me había agitado nuevamente y me pegué a la pared mientras que con mis manos me tapaba los ojos y repetía una y otra vez que esto no era real, que no estaba pasando, que no tenía alguien muerto frente a mí.
No podía huir de ese lugar, al que yo sola había entrado por una puerta que ahora resulta que está cerrada con llave. ¿Cómo es posible?
– Necesito que me ayuden –empecé a gritar nuevamente- tengo que escapar de este lugar, no merezco estar acá, por favor, que alguien me ayude. ¡Por favor!

Y de repente pasó. En medio de todo el shock y de los gritos angustiantes y constantes durante varios minutos, me quitaron las manos de los ojos y me las llevaron hacia la espalda muy fuertemente. El espejo se rompió.
No podía dejar de llorar, solo sentía voces, cada vez más alteradas, que me hacían retorcer de miedo. Quería huir de lo que fuera, de quien sea, estaba asustada, nerviosa, no dejaba de gritar de manera desgarradora, como quitándome la voz. Los sentía sobre mí, sentía también el dolor. Me daban asco, me estaban menospreciando. No sabían quién era, qué proyecto de vida tenía, no sabían que me estaban arrebatando una parte de mi adolescencia. Se me estaba nublando la vista nuevamente, no dejaba de sudar y exclamar por un poco de piedad. Sólo quería llegar a mi casa, sana y salva. Ver a mi familia.

Perdí la conciencia por varios minutos, sólo la recuperé levemente para observar que estaba completamente desnuda y desplomada en el piso, lastimada, ensangrentada, muerta.
Me arrebataron la vida, me arrebataron la paz.

Quiero que sepan las nacidas y las que están por nacer, que nacemos para vencer y no para ser vencidas. En memoria de todas las adolescentes víctimas de violencia, solo deseo para ellas que encuentren algo de paz. Yo prometo luchar, desde el lugar que ocupo, por la integridad que nos merecemos.

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