Y terminó cabizbajo.

Alargó la mano buscando el trago, cabeza apoyada en el brazo, mirando al suelo sucio de allí, de su bar de siempre; y no lo alcanzas: te da igual. Cabizbajo y cansado de ella, escupiendo palabras sin fondo, sin hilo conductor, y que apenas se entienden. Tampoco te escucha nadie: tu interlocutora hace rato ya que se fue de tu lado, de tu vida, de tu círculo. “Es curioso cómo los círculos se abren y se cierran, cómo atrapan y dejan vivir, círculos de vidas ajenas que se unen en el aire, como pompas de jabón, éramos pompas de jabón Lucas”. O burbujas en el agua. “Podíamos haber sido cualquier cosa en realidad, cualquier cosa que abrazara a otra, que la mantuviera y cuidara, podíamos… ¿me estás escuchando?”. Pero no, decidió ser pompa de jabón, bueno, decidiste tú, ella no. Ella decidió ser una niña, en el buen sentido de la palabra, una niña infantil, inocente, y que prefiere estallar pompitas de jabón lanzadas por cualquiera, a comprender tu realidad de mierda.

La bolsa baja, la inflación sube, tu bolsillo llora sangre, tu banco te desahucia, tu vida es pan. ¿Comprendes lo ilusorio de la felicidad? “La felicidad es un camino”, pero joder, menudo es el camino: un camino hecho para desandar, un camino discontinuo, deforme, sin apenas espacio para ser feliz. ¿Quién comprende los caminos? Quien anda no entiende muy bien qué es un camino, mira y ve señales que dicen cosas, pero él sólo quiere andar, y volver al hogar, después, exhausto. No es tu caso. “Ponme otra” fue lo último que dijiste con cierto sentido, menos mal que el camarero lo sabe todo. Los camareros siempre lo saben todo, escuchan, aprenden, y después actúan en consecuencia. Te sirvió otra. Sabe que en tu situación, dando más pena que gracia, daba igual todo, porque ni llegarías a ella. Prefiere, como todo el mundo, mirarte caer, y disfrutar de ello, y ya en el abismo de tu consumido ego, decirte con la boca cerrada y la mirada astuta: “te lo dije”. ¿Acaso no actuamos todos un poco así? Ese señor que se cae cruzando la acera por donde no hay paso de peatones, y tú disimulas una sonrisa mientras haces como que te preocupas por él, “¿está bien caballero?, ¿necesita que llame a alguien?”, “tranquilo mi niño, no pasa nada”; y ya agarras tu móvil, ahora la sonrisa es carcajada, grupo de WhatsApp de los colegas, “pachanguita 2.0”; y declamas con la actitud más ruin posible que un viejo se ha roto la boca por ser viejo. ¿No es así?

Tu novia, tu exnovia, ya se ha ido. Pagó la cuenta. Cabizbajo te consumes como si fueras la tinta de un bolígrafo BIC azul, atado a una cuerda, en la mesa de la funcionaria de tu oficina de empleo. Te consumes poco a poco, llorando, por las esquinas y por las calles, y por las tiendas pidiendo ropa. Nadie se compadece de quien gusta de sufrir, ¿para qué? Si siempre vuelven a caer aunque les des un poco de tu compasión: vemos gente sufrir por la calle a diario, y miramos al frente, con orgullo de no haber acabado así. Pero, ¿quién los entiende a ellos? ¿Quién te entiende a ti, Lucas?, ya solo queda esperar a que el tiempo pase, como quiera que pase, pero que pase y se lleve esta mierda de vida que le cuelga, como una chaqueta vieja y rota, y usada, y desgastada; del hombro derecho.

Buscar abrigo es fácil cuando tienes muchos abrigos, cuando no, es algo tedioso, y el vaso estaba realmente lejos. Súbitamente te espabilas, y miras al espejo del fondo que está detrás del estante de las bebidas sin bebida, atrezo del bar. Te arreglas el pelo, te limpias la boca, vas a darle un trago al vaso y a medio camino, y sin dejar de mirarte en el espejo, paras, no sabes muy bien por qué, pero paras. Miras el vaso, lleno de tus angustias y tu pena, lleno de tu ex y tu jefe, lleno de otras vidas, vidas ajenas que también se ajan en la penumbra de los bares sin nombre. Tiras el vaso, no recuerdo bien si hacia la derecha o hacia la izquierda, tampoco importa. “¿Qué coño haces?”, suena de fondo, pero te da igual, sabes lo que tienes que hacer. Porque, ¿qué es lo único que se puede hacer cuando le das igual a todo el mundo? Sales del bar, has cogido un abrigo del perchero, sin permiso, las noches son más noches con abrigo, y el frío es menos frío. Te acercas entre el humo de la ciudad, ese ‘smog’ cotidiano que consuma las almas en pena que vagan a estas horas; al primer taxi que ves: “al aeropuerto, por favor”. El bar era malo, la bebida era mala, pero el abrigo es bueno, piensas que para algo te dará. “Compañero, mala hora para coger un avión, este viento… y anuncian lluvia”. Ni respondes al amable taxista inconsciente de todo. Los taxistas son sabios también, a su manera: ellos saben que no le importan una mierda a quién lleven, y eso es algo. No todos sabemos que le importamos una mierda al resto, ellos sí. También lo sabe Lucas, camino del aeropuerto. Las luces armónicas y rítmicas de la autovía son analgésicas, y así se queda dormido en la parte de atrás de un taxi que no era amarillo. Sueña con su novia, más guapa que nunca. Sueña con el trabajo que siempre quiso, y lleva el traje que siempre quiso; su barba recortada, su mirada confiada. Sueña que no hay crisis, ni desahucios, e incluso vive en un ático en plena Gran Vía, como siempre quiso; sueña que se levanta a las 7 para ir a trabajar y ella le da un beso de esos. Sueña con cafés con los amigos, amigos sabios y de buena vida; “gente bien”. Sueña con el ritmo de la ciudad metiéndose por las venas como el caballo que ya parece un leve recuerdo de infancia de esos que no sabes si realmente existieron. Sueña la vida entera, y mientras sueña, la vida es placentera, dulce, color añil; y tu novia es tan guapa. Sueña con jardínes verdes y un Golden Retriever jugando con la manguera. Sueña con los pequeños de la casa, Lucas y Belén. Sueña a Lucas. Sueña a Belén. Sueña la vida entera: sueña…

“Levanta, Lucas, ya es tarde, vete a casa, ¿no?” Nunca salió del bar, dormido en la barra, Lucas no salió del bar, su sueño era sólo un sueño dentro de su sueño. No hay novias que besar, ni cafés que tomar, ni perros que domar, ni niños que educar, ni alarmas a las 7; ni cordura en tu cabeza, puestos a decir. Tampoco hay abrigos en el perchero, ni humo en la calle: ni siquiera eso, no le quedaba nada. No hay taxis, ni sueños. Lucas se mira las manos cansadas: “ya sólo me queda andar”. Y andó. Lucas andó, y se perdió por las calles de Malasaña, sin abrigo, pero también sin frío.

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