La brisa nocturna se mezclaba con el pesado rumor que recorría la ciudad y atravesaba avenidas y callejones, mezclándose con el olor a humedad que reinaba en las calles y se colaba a través de las ventanas de los edificios, en aquella polis que se vencía bajo el peso del sueño, al abrigo de la madrugada y las estrellas que explotaban en el firmamento, y se sumergía en un profundo letargo dejando aquella ciudad en un silencio acompañado únicamente por el canto de los grillos.

Acompañado por ese silencio y sumergido en sus pensamientos caminaba Church a través de aquél callejón por el que siempre atajaba al volver del trabajo. Volvía a casa como cada noche, dejando atrás aquél callejón con la indiferencia habitual, esa indiferencia que le impedía fijarse en los detalles del transcurso de su vida, esos detalles que, en su ausencia, le hacían sentirse atrapado en una existencia efímera. Una existencia que en ocasiones, frente a su televisor y con una botella de Bourbon en la mano, se le presentaba banal y carente de sentido.

Sin embargo, por algún azar del destino, quizá por el capricho de la suerte, esa noche su mirada, que se paseaba por los muros infinitos de aquél callejón, se topó con unos ojos profundos, distantes e indiferentes, en la superficie de un rostro amargo y marcado por el inexorable paso de los años. Church lo vio salir por una de aquellas puertas que había barrido con la mirada una y otra vez durante incontables noches de su vida, siempre encerrado dentro de aquél proceso errático, aquél círculo vicioso en que se convertía su existencia según pasaban los años. El hombre lo miró de manera fugaz, casi imperceptible, y siguió su camino con lentitud pero con decisión.

La llama de la curiosidad se prendió en las entrañas de Church. Se sintió despertar. aquél sentimiento infantil, un sentimiento primario que le impulsaba a saber más, a formular preguntas y a exigir respuestas. Pero tenía obligaciones, y lo sabía. Llega una edad en la que ves las cosas con una perspectiva más externa, más allá del egoísmo. Esa perspectiva que diferencia a un niño de un adulto.Tenía que volver a casa, tenía que besar a su mujer, acostar a su hija y quizá se permitiera una copa antes de meterse en la cama. Otra noche más.

La mañana siguiente comenzó como otra cualquiera. Como siempre, Church se afeitó, se vistió con el uniforme de la empresa y se dirigió a la cocina para degustar el festín de bacon y huevos que su mujer le preparaba con cariño cada mañana. Besó a su hija en la frente y le deseó una buena mañana en clase.

El día transcurrió sin contratiempos ni emociones fuertes, pero en su cabeza únicamente giraba una idea, la misma sucesión de preguntas sin respuesta con la que se torturaba continuamente, impidiéndole concentrarse en su trabajo. Jugaba con la misma idea una y otra vez, intentaba recordar aquél sentimiento primario e infantil que lo invadió en la víspera, satisfacer su curiosidad. Ni siquiera entendía la razón de esas inquietudes, pero sabía que eran aquellos ojos… Había algo en ellos, algo que era difícil explicar con palabras, ni siquiera construir una idea clara. Pero estaba ahí.

Esa jugosa sensación lo acompañó el resto del día, incluso cuando retornaba el camino de regreso a casa. Volvió al mismo callejón, pero esta vez sin aquella indiferencia que caracterizaba sus paseos de regreso a casa cada noche. Esta vez estaba más atento, y la curiosidad crecía. ¿Volvería a suceder el mismo hecho aleatorio que anoche? Esperaba que sí, porque por alguna razón, ese sentimiento abstracto que sólo una profunda parte de su cerebro era capaz de explicarse, se apoderaba de él. Conforme caminaba, sentía de nuevo la humedad de la noche que ya se cernía sobre los edificios, las calles y las avenidas.

Llegó al final del callejón y sin dejar de caminar, su mirada escrutó de nuevo los muros del edificio que tenía frente a él, y de memoria se fijó en la puerta entreabierta de la que anoche surgió un hombre, un hombre de ojos pensativos y rostro decaído.

Pero la puerta estaba cerrada. Su decepción, que ahora pesaba sobre su estómago y le sacudía un golpe de realidad, le obligó a continuar caminando a través de ese camino tan conocido. Pero al llegar al final de la calle, escuchó una puerta cerrándose suavemente. Lo escuchó de casualidad, porque en ese preciso instante se había detenido para aplastar con la suela del zapato la colilla que llevaba demorando desde hacía ya un rato, porque de lo contrario apenas habría notado un ruido tan leve que probablemente hubiera achacado a un sonido más de la noche. Se giró sobre sí mismo y miró fijamente a la figura oscura que, cabizbaja y con lentitud, avanzaba a través del mismo callejón que había recorrido él hacía apenas unos segundos.

Mientras lo seguía con la mirada, pensó en los caprichos del destino y en su histriónica manera de desarrollarse. Dos sucesos completamente separados que se unen en el mismo espacio y tiempo, con una diferencia de segundos y gracias a una oportuna casualidad.

Pensaba en todo esto cuando se fijó en algo que ese hombre de aspecto mustio, que tan inexplicable curiosidad había despertado en él, llevaba en la mano.

Era una rosa, una rosa recién cortada. Intento recordar ese momento de la víspera que tantas veces había recreado en su memoria, pero no recordaba que llevara ninguna rosa entonces.

Como la duda y la incipiente curiosidad lo embargaban, tomó una decisión.

Conocía sus responsabilidades, y sabía que debía volver a casa, besar a su mujer, acostar a su hija y, quizá, de nuevo, permitirse una copa antes de meterse en la cama. Pero todo eso, sin razón aparente, no le pareció tan importante. Su mujer no necesitaba ese beso de buenas noches, ¿verdad? Y su hija podría dormir sin su abrazo de despedida por una vez. Así pues, más allá de lo que marcaba el raciocinio y la cordura, comenzó a seguir a aquél hombre.

Atravesaron calles, cruzaron carreteras, se perdieron entre aquél caos de civilización que serpenteaba sin fin. Church se mantenía a una distancia prudencial, sin dejar de mirar aquella rosa como si tratara de analizarla. Lo que él no sabía era que dentro de su subconsciente, esa extraña curiosidad que aquél hombre le transmitía, comenzaba a cobrar sentido. Mientras caminaba, se daba cuenta de ciertos gestos, cierta manera de caminar que por un instante efímero y apenas perceptible, le recordaban a él mismo.

Entre tanto, mientras se hallaba enfrascado en aquél torrente de pensamientos incoherentes, llegaron a una zona boscosa que rodeaba la ciudad. Alzó la vista y se dio cuenta de que a donde aquél hombre iba era al cementerio de la ciudad.

Se tomó un momento para replantearse el asunto antes de continuar, mientras veía al hombre atravesar la entrada de aquél lugar tan lúgubre.

¿Qué demonios era todo esto? ¿por qué parecía que no podía controlar su necesidad de saber más? ¿tanta importancia tenía todo esto? Pensó que debía estar en casa con su familia, quizá frente al televisor y, quizá, con una copa que quizá se permitiera antes de acostarse.

Y en lugar de todo eso, se encontraba ahí, aturdido, frente a un cementerio oscuro siguiendo a un desconocido que, curiosamente, despertaba en él un sentimiento de empatía inexplicable.

A pesar de todo, continuó, no merecía la pena echarse atrás. Entró en la oscuridad, y pronto la silueta del hombre se dibujó frente a una pequeña tumba que se hallaba en el extremo más alejado del cementerio. ¿Qué debía hacer ahora? Lo había estado siguiendo conducido por un impulso, pero no había pensado en qué hacer si se paraba, si entraba en algún edificio o sí, muy improbablemente, se metía en algún cementerio oscuro a avanzadas horas de la madrugada, a arrodillarse frente a una tumba y a colocar la rosa que había llevado en la mano durante todo el trayecto.

Finalmente se quedó quieto, callado, abrazado por la densa oscuridad mientras observaba la escena que se desarrollaba frente a él. El hombre, que hasta ahora había conservado el mismo gesto entristecido, se cubrió el rostro con las manos y comenzó a llorar desconsoladamente.

Church estaba aturdido. Escuchaba el viento acariciar las hojas, meciéndose en una suave danza y las brisa nocturna llenó sus pulmones. Pronto, una inesperada melancolía encarnó todo su ser. Cuanto más observaba al hombre, más le recordaba a él mismo, más empatizaba de manera inexplicable con ese sentimiento que le hacía deshacerse en lágrimas.

El hombre recobró la compostura, dedicó una última mirada cargada de añoranza hacia aquella lápida. Entonces, se volvió y comenzó a encaminar con pesadez y arrastrando los zapatos cubiertos de barro en dirección a las puertas del cementerio.

Church permanecía en silencio, reflexionando sobre lo que acababa de presenciar, y no se percató de que aquél hombre, mientras camina, lo estaba mirando.

Church notó una extraña sensación que le hizo alzar la vista, y cuando se cruzó con mirada del hombre, se quedó helado. Lo había descubierto, pensó, ¿cómo iba a explicarse? No tenía razón alguna para hacer todo lo que estaba haciendo. Permaneció inmóvil con la vista clavada en la mirada de aquél hombre. Parecía más anciano de lo que realmente era, su expresión cansada no mostraba ningún gesto de sorpresa o enfado. Sencillamente lo miraba.

Entonces, por primera vez, habló. Se dirigió directamente a Church, que le miraba sorprendido. Se acercó a él lentamente, y susurró, con una voz grave y ligeramente rota.

  • Era demasiado pronto- Empezó, lentamente, con los ojos bañados en lágrimas.- Ella era inocente, nunca había hecho nada malo. Ella era la razón por la que tú… Por la que yo nunca desfallecía ante las constantes embestidas de la vida. Fue esa estúpida indiferencia la que nos perdió, esa poca capacidad de ver lo que siempre estuvo delante de nuestras narices, de amar cada detalle. Ahora, gracias a ti… A mi, ya no queda nada de eso. Ya no me queda nada.- Terminó la última frase envuelto en lágrimas, y continuó con su pesada marcha.

Church estaba serio, mirando las estrellas y sintiendo el aire frío de la noche acariciar sus bellos erizados. Entonces, mientras aquél hombre atravesaba la puerta para desparecer entre el caos de la ciudad, Church lo comprendió todo. La culpabilidad aplastó su conciencia y su mirada se volvió hacia la lápida en la que se hallaba aquél sujeto hace apenas unos segundos. Se acercó a ella con respeto y leyó el epitafio.

«Ellizabeth, cariño mío. Fuiste la luz de mi vida y te apagaste como

se apaga una débil llama dejando una oscuridad irreparable.

Siempre serás parte de mi, mi niña. Descansa en paz.»

Church ya había comprendido todo. La incógnita se resolvió al instante. Aquél epitafio encajó como la última pieza del puzzle.

Entonces entendió lo que debía hacer, el propósito oculto que lo llevó a hacer todo aquello. El destino había jugado sus cartas y ahora él tenía una función.

Regresó a casa, besó a su mujer, con una pasión poco común en él que la dejó sorprendida. Cogió la mano de su hija con suavidad y la acompañó a la cama. La tapó bien, la besó en la frente y al oído, con suavidad, le susurró.


-Buenas noches, Ellizabeth.-

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