«Para que se unan con mi alma»

«Para que se unan con mi alma»

Imagínenselo, pónganse en su piel. No daré demasiados detalles así que después de leerlo, muchos se horrorizarán al pensar que detrás de estas líneas hubo más. Otros, en cambio, opinarán que es una memez. Ambas posturas me parecen igual de respetables pero yo me niego a indagar más allá porque mis lágrimas no cesarían de caer y me sería imposible continuar escribiendo.

El escenario es un barrio zamorano de muy mala fama pero honrado entre aquellos que lo conocen, donde viven personas que tienen poco pero que lo dan todo, donde los niños pueden jugar tranquilos en sus calles pero aquellos progenitores que vivan fuera de las mismas no dejarían a los suyos pisar esos lares: diferencia de clases o desconocimiento de lo que nos rodea, ¡vaya usted a saber! En fin. Al fondo, se divisa una casita pequeña, minúscula, demasiado fría en invierno pero con un increíble calor hospitalario. Entre sus paredes vemos a un cuarentón que vive con su madre de unos ochenta; juntos y felices, con sus simpáticas y típicas riñas hasta que un día, de repente, “¡pum!”: todo se va al traste. Al garete. A la mierda.

Él (al que prefiero mantener en el recuerdo, en el respeto y el cariño del anonimato porque su vivencia podría sucedernos a cualquiera) acude un día al médico. Este le explica sin tapujos, sin rodeos que tiene un “bichito” en la espalda que más pronto que tarde le impedirá volver a caminar. Así, sin más ¡asimílalo como buenamente puedas!

El “bichito” tiene nombre propio y es muy conocido en el panorama actual: no distingue de edades, razas o posiciones sociales. Hay que reconocerle algo y es que es justo porque puede aparecer en cualquiera, está al alcance de todos por igual, te quiere atrapar aunque seas buena persona y desea saciarse contigo del mismo modo si eres Lucifer.

Sí, hablo de la palabra «tumor», de la palabra «cáncer» y de todos aquellos sinónimos que tanto asustan pero a los que estamos sumamente acostumbrados.

Pero sigamos con el relato que nos ocupa: las predicciones que aventuró el doctor se cumplieron, cambiando la vida de aquel hombre y asimismo las vidas de todos los de su alrededor. Esto lo saben bien los que hayan sufrido de cerca cualquier enfermedad: el paciente padece daño físico y en muchas ocasiones se ve afectado su estado de ánimo. Esa última premisa también golpea a la familia.

En este caso concreto no tuvo que ser fácil asimilar que tu cerebro mande la orden de “cuerpo, ¡muévete!” y que no exista respuesta. Y también supongo que tiene que ser complicado ver que un ser querido se frustra y que todo se desmorona: la estabilidad conocida, la felicidad… Que donde había risas sólo haya preocupaciones por buscar una solución. Una solución que no llega independientemente del paso de los años.

¿Es mucho pedir que aparezca un mínimo rayo de luz en mitad de la oscuridad?

Si bien es cierto, existen residencias para paralíticos donde se les brinda la oportunidad de ser más autónomos, de hacer ejercicios diarios acordes a su condición y les enseñan un sinfín de etcéteras que mejoran su calidad de vida. Lástima que el protagonista de esta historia fuera rechazado ya que, al parecer, es preferible que alguien se quede postrado en una cama por accidente y no por enfermedad. ¡Sí, señores! España es ese país que, entre dos entes que atraviesan las mismas circunstancias, decide quién sí y quién no y, además, se sigue por un patrón bastante patético. ¿Que ibas, por ejemplo, drogado hasta las cejas, cogiste el coche, mataste al conductor del vehículo al que ibas a adelantar y te quedaste tetrapléjico? ¡Perfecto! para ti sí que hay sitio aquí. En cambio ¿no puedes andar porque tienes, qué se yo, una enfermedad degenerativa? ¡ah, se siente! tú te quedas en tu casa, ese hogar que ni si quiera está adaptado a tus nuevas necesidades porque no tienes recursos económicos suficientes para pagar esas obras.

A la desesperada (como se suele decir) y ante la negativa, su familia nunca dejó de luchar, jamás se dieron por vencidos y encontraron una solución: una residencia de ancianos. Sí; una persona de 40 años, completamente lúcida, entre cuatro paredes con personas mayores y todo lo que eso conlleva. Aunque claro, al menos allí tendría los cuidados necesarios. Mejor eso que nada, ¡si el que no se conforma es porque no quiere! o ¿quizás, y simplemente, porque no le queda otra?

(Y es que fue una estampa tan esperpéntica que Valle-Inclán hubiera encontrado inspiración).

Pero el destino, que siempre hace de las suyas, le gusta jugar y ponernos a prueba, no iba a permitir que la cosa quedara ahí: no todo en esos años fue estar en ese sombrío y deprimente lugar, con ese olor tan característico que sólo conocemos e identificamos los que lo hemos pisado, sino que también hubo largas temporadas de hospital en hospital. Y, con el paso del tiempo, el “bichito” antes mencionado decidió viajar hasta los pulmones fulminando todo a su paso, obligando a frenar una lucha sin tregua que duró unos seis años. Arrasó con la vida, una vez más, como sólo el cáncer sabe hacer; dando paso al descanso eterno y a gritos ahogados que, aún hoy, retumban.

La desventura muchas veces viaja en el mismo vagón que la ironía y he aquí una prueba: al poquito de fallecer, a sus familiares les llegó una carta cuyo remite pertenecía a uno de esos centros a los que pidieron ayuda en tantas ocasiones. Le habían admitido ¡al fin! Pero ya era tarde. Hay cosas que no pueden esperar años y menos si lo que está en juego es una vida humana.

Siento la parrafada escrita pero necesitaba explicar la situación antes de citar una simple y contundente frase, dedicada a toda esa larga lista de asistentes sociales, de médicos, de gente que se piensa más que importante por tener el título que su carrera universitaria le otorga. Regalo mis palabras a todos aquellos que se creen con el derecho de jugar a ser Dios. Y, sobre todo, van dirigidas para aquellos que negaron aquella petición una y otra vez: ojalá algún día se les caiga la cara de vergüenza, por lo menos hasta el suelo, para que se unan con mi alma.

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