– ¿Quién es?

– Nosotros padre.

– ¿Quién es?

– Joder, no hay tiempo.

– ¿Quién es?

– Me cago en todo padre. ¿Cómo era? Pedro se lo sabe bien ¡Pedro!

– …se supo que la sexta luna huyó torrente arriba, y que el mar recordó ¡de pronto! los nombres de todos sus ahogados.

Se abrió la puerta y la luna iluminó el rostro de un cura. Joven, esbelto. Rondaba los dos metros, pero se movía ágil. Sonriendo recibió al grupo de siete que esperaba, solo seis entraron, pero él no se percató. Raudos, como sombras, tristes, silenciosos, con pasos solemnes.

El primero en entrar fue Pedro. Diecisiete. Un chaval. Delgado, gorra en mano, flequillo largo y mirada lúgubre.

Uno a uno fueron entrando. Ropas gastadas, cabezas gachas y respiración coordinada. Cómo quienes se han acostumbrado a no llamar la atención.

El último en entrar, Mateo Robles, quien había llamado a la puerta. Iba cojeando. Al entrar, miró furioso al cura.

– Tus jueguecitos nos van a costar caro.

– Pasad. Ahora os traigo algo con que llenar el estómago.

– Gracias padre – contestó Juana. Treinta y tantos. Mujer delgada, mujer fuerte. El pelo castaño le tapaba la mitad de la cara sucia. Así que se hizo una coleta y se frotó el rostro con un pañuelo ya sucio de por sí. Se pudo ver, por un instante, el rosto de una mujer alegre y hermosa, pero fue un instante, un suspiro, sus cejas se apretaron y volvió ese rostro triste.

Regresó el cura con una botella de vino de consagrar y un saco al hombro. Pesaba más de lo que el cura hacía parecer. Juana hubiera apostado a que iba lleno de plumas. Sin embargo, el cura empezó a sacar hogazas de pan, longaniza y encurtidos.

Tras los primeros bocados en silencio, preciso indicador del hambre que había, empezó la conversación.

– He visto que cojeas Mateo.

– Robles.

– Se me olvidaba – se burló el cura. – He visto que cojeas, Mateo Robles.

– No murió mi padre contra estos fascistas para que ahora no me pueda sentir si quiera orgulloso de mi apellido.

– Bueno… ¿me vais a contar o solo habéis venido a cenar?

– Yo te pongo al tanto padre – dijo un hombre que estaba sentado al fondo.

Era Fausto. El más mayor del grupo. Mirada sosegada. Cuarenta y seis años de librero le convertían también en el más sabio.

– Conoces la misión. Sobre el papel sencilla, ya sabes, robamos las armas, atacamos al objetivo y listo. Bueno pues… – una sombra pesó sobre la cara del hombre – fallamos.

– ¿Qué ha pasado?

Todos miraron hacia otro lado, lejos de los ojos del cura. Entonces el cura se puso en pie y empezó a contar nervioso.

– Mateo, Pedro, Juana, Teresa, Montero, Fausto… ¡No! – ¿Cómo podía ser tan despistado? Acababa de darse cuenta que faltaba alguien – ¡Chito! ¿Dónde está?

Se miraron entre ellos. Sabían que ese momento iba a llegar, de hecho, esperaban que fuera lo primero a lo que se tenían que enfrentar al llegar a la iglesia. Ahora nadie quería hablar. Teresa se echó a llorar.

Teresa era más joven que Juana. Estudiante. Su padre le había enseñado a hacer explosivos caseros. Era muy valiosa para el grupo, no solo a nivel operativo, también a nivel emocional. Siempre sonriente, siempre halagadora. Salvo ahora.

– Dónde… qué… dios mío – el cura empezó a hacer horribles cavilaciones. Por un lado, se sentía estúpido por no haber advertido antes su ausencia. Por otro lado, aterrado. Ese mocoso era un dolor de muelas, pero ¡Jesús! lo que le quería. De hecho, Chito venía de muchachito, que era como solía llamarle el cura – Hablad ya.

– No está muerto – soltó Pedro de repente, como quien sopla una vela.

– Su misión era distraer a los guardias – continuó Mateo Robles que notó que, si Pedro hacía otro intento de hablar, su voz se iba a quebrar definitivamente. – Otra cosa no, pero eso Chito lo hace de puta madre.

– Todo iba bien, hasta que llegaron cuatro grises. – Fausto continuaba ahora el relato. Era el más entero, o eso aparentaba. –Decidieron divertirse. Empezaron a tirarle pesetas para que cantara el Cara al Sol y ya sabes cómo es Chito… cuando tuvo ocasión, escupió a uno y salió corriendo gritando Salud y República – el cura soltó una risa corta. Dichoso niño, tenía más agallas que todos ellos juntos.

– Desdichado… – siguió Juana – cuando fue a doblar la esquina apareció otro. Uno gordo. Chito chocó contra él y se fue de bruces contra el suelo. Cuando quiso reanudar la huida, ya le habían echado el guante.

– Entonces, Mateo Robles fue a por él. Intentó hacerse pasar por su padre. Los grises le estaban dando una paliza, dijeron que, si el chaval era un rojo, sería cosa de su padre.

– Se lanzaron a por mí, así que apuñalé a uno. Intenté coger a Chito para llevármelo. Pero estaba inconsciente. El gordo me dio una hostia que casi me parte. Sacaron los fusiles, así que me fui por patas. Tuve que escapar por los tejados, ahí me torcí un tobillo. Estoy bien, pero tienen al chaval. Lo tienen padre.

– ¿Qué vamos a hacer ahora?

– Salvarle, o morir en el intento.

– Pero no tenemos ni armas…

– Hay una buena noticia.

Todos se giraron para mirar a Montero. Hombre serio, delgado, moreno de piel. Sentado un poco separado del resto. No solía hablar mucho.

– Ilumínanos – dijo Juana.

– Mirad – Montero abrió su bandolera y sacó cinco pistolas y munición.

– ¡Maldito cabrón! – espetó Mateo Robles.

– Cuando los grises fueron detrás de ti, el gordo y el herido se metieron dentro con Chito. Aproveché y me colé en la garita. No había gran cosa, pero algo es algo.

Por un momento se hizo el silencio completo en la iglesia. Teresa ya no lloraba, ahora tenía semblante enojado. Montero fue pasando las pistolas. Una le llegó al cura, que, dudó si pasarla o guardarla. La sostuvo entre sus manos. Finalmente, la dejó a su lado y agarró su Biblia.

– Necesitamos saber que van a hacer con Chito – articuló por fin Teresa.

– Yo me encargo – Montero se deslizó por los bancos hasta llegar a la puerta. – Nos vemos – y se marchó.

Nadie durmió. A eso de las cuatro llamaron a la puerta. Todos sacaron la pistola. Incluso el cura, que fue quien se acercó a la puerta. Esperó a que llamaran otra vez. Toc toc.

– ¿Quién es?

…se supo que la sexta luna huyó torrente arriba, y que el mar recordó ¡de pronto! los nombres de todos sus ahogados.

– Bendito seas.

– Traigo nuevas.

– Habla.

– A las seis y media le ejecutan en la colina. Le tienen en el cuartel. Si queremos hacer algo tiene que ser a esa hora. Ahora es imposible.

– Necesitamos un plan.

– Venid aquí – dijo Fausto.

Cinco y media. Todos listos. Todos armados. El cura, además, con el saco al hombro.

– ¿Tienes todo lo que te pedí? – le preguntó Teresa.

– Sí – dijo el cura, cuyo rostro ya no era tan cordial y alegre como el que los recibió horas atrás.

– Vamos – dijo tajante Mateo Robles. – Y recordad, a las siete y media aquí, pase lo que pase. Vamos por Chito.

Seis en punto. Colina de fusilamiento. Cada uno en su posición. Ya estaban los soldados. Catorce en total. Ya estaban los condenados. Cuatro en total.

Ahí estaba Chito. Nunca le habían visto así, espalda curva, mirada perdida, apenas se le reconocía la cara. Detrás de él había un obispo rubio, sesenta y tantos, gafas de leer. Le pasó la mano tiernamente por la cara, quizá demasiado tiernamente, llegó a sus labios, se los acarició. Le susurró algo al oído que provocó un escalofrío en el cuerpo de Chito.

– ¿Quién es ese? – preguntó el cura.

– Obispo Guzmán – contestó Juana apretando los puños. –Si estuvo anoche en el cuartel, no quiero pensar lo que habrá pasado Chito. Hijo de la gran puta.

El cura se quedó helado. Se le paralizaron las piernas. Vomitó. Tembló. Volvió a vomitar.

– No tienes por qué hacer esto padre. Nos vemos luego en la capilla, a las siete y media – le dio un beso en la mejilla y se fue.

Seis y veinte. Sonó una explosión al otro lado de la colina. El general que estaba al mando pidió calma a sus soldados y mandó a cinco a investigar. Teresa y Pedro habían cumplido.

Seis y veinticinco. Montero apareció por un lado. Mateo Robles por el otro. Cada uno tomó a un soldado como rehén apuntándoles a la sien.

– ¡Atentos coño! Soltad a todos y no pasará nada – los soldados apuntaban ahora a Mateo Robles y Montero. El obispo rubio aprovechó la tensión bélica para huir.

Sonaron varios disparos a lo lejos, por donde se habían ido los soldados a investigar. Fausto había cumplido.

Juana esperaba detrás de unos barriles, en la retaguardia, apuntando a los soldados. Pero… ¿dónde estaba el general?

– Quieta – Juana sintió el cañón de un fusil es su nuca. Levantó los brazos y tiró su arma. – Buena chica – el cañón del fusil se deslizó por el cuerpo de Juana, hasta llegar a su culo, apretó un poco. Juana se revolvió. El general chistó. – Camina.

– ¡Vosotros! Soltad las armas o mato a esta puta.

– Si lo hacéis nos matan a todos – contestó Juana decidida. – Dispara Mateo Robles, yo ya estoy muerta.

– En eso tienes razón. – Se oyó un disparo. Juana cayó fulminada.

– ¡No! – Se oyeron dos disparos al unísono. Los soldados rehenes cayeron fulminados.

Empezó la batalla. Pronto cayeron dos soldados por la puntería de Montero. Mateo Robles, que le rechinaban los dientes de la ira, disparaba sin mucho atino al general, que lejos de huir, se quedó ahí plantado, apuntando con su rifle a Mateo Robles. Pum. Mateo Robles cayó. Herido en el estómago. Después, pum. Montero cayó. Herido del hombro. Se había llevado por delante a dos soldados más. Eran demasiados.

Siete en punto. Silencio en la colina. El pelotón de fusilamiento listo para disparar. Mateo Robles de rodillas. Montero, sangrando, le pasó el brazo por encima a Chito.

Bajaron por la colina dos soldados cargando a Fausto por los hombros. Sangrando por el costado . Le dejaron de rodillas junto al grupo.

– No debisteis venir – dijo Chito.

– No podíamos dejarte – contestó Montero.

– Si lo que nos queda es un mundo donde se ejecuta la inocencia, donde se fusilan niños, no quiero vivir más en este mundo – dijo Fausto. Chito asintió. Montero le abrazó.

– Luchamos juntos, morimos juntos.

– Apunten, – ordenó el coronel – ¡fuego!

Siete y media. Toc toc. No hubo respuesta. La puerta estaba abierta así que entraron. Primero Teresa, luego Pedro.

La iglesia estaba en completa oscuridad salvo por un fulgor proveniente del altar. Se acercaron. Había un cubo con una Biblia dentro ardiendo. Por la luz que desprendía pudieron distinguir una figura tumbada en el altar. Era un obispo rubio, muerto, varios disparos en la cabeza.

Retumbó entonces una voz en la capilla. Era el cura. En la última fila. Mirando al suelo. Recitando a Lorca:

Cuando se hundieron las formas puras, bajo el cri cri de las margaritas, comprendí que me habían asesinado. Recorrieron los cafés y los cementerios y las iglesias, abrieron los toneles y los armarios, destrozaron tres esqueletos para arrancar sus dientes de oro. Ya no me encontraron. ¿No me encontraron? No. No me encontraron. Pero se supo que la sexta luna huyó torrente arriba, y que el mar recordó ¡de pronto! los nombres de todos sus ahogados.

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