Corría el 9 de Octubre de 1999, sábado noche, estábamos las dos compartiendo cuarto de baño, maquillándonos, nada hacía presagiar que íbamos a tener la que hasta entonces había sido nuestra conversación más íntima…
– Ana, quiero hacerte una pregunta y quiero que me seas muy sincera.
Miré a mi madre bastante extrañada, nunca me había hablado con tanta seriedad y yo tampoco contaba con que mi opinión fuera vital para ella.
Nos queríamos mucho, pero nuestros choques solían ser frecuentes. No soportaba mi sinceridad y mi independencia para la edad que tenía, tal vez eran cualidades demasiado grandes para tener 17 años.
– Vale, pero después no te enfades si lo que digo no te gusta.
– Vale, no me va a molestar. ¿Juan o Jesús?- disparó.
Me quedé callada, eran los nombres de dos personas que en cierto modo seguían formando parte de nuestra vida. Habían sido sus parejas.
– Juan – respondí. ¿Por qué lo preguntas?, pero es tu vida y tu decides.
– Juan nos da felicidad, tranquilidad y es la imagen de padre que siempre he querido que tuvierais. Jesús nos puede dar la economía que necesitamos. – refirió.
– Mamá, debes dejarte llevar por los sentimientos, es tu felicidad.
– Por quién tengo que mirar es por vosotras.
– Entonces tú decides, ya sabes cual es mi opinión…
Se implantó un inmenso silencio que duró el tiempo que tardamos en terminar de maquillarnos. La miraba de reojo con un nudo en la garganta que tragué para evitar dejar correr mis lágrimas y aliviar el temblor de mi voz. No era justo escuchar sus motivos. Se merecía empezar a ser feliz.
Se marchó a su dormitorio y volvió muy sonriente.
– Espera, sólo te falta un detallito. – y me puso uno de sus colgantes favoritos.
Ambas salimos, teníamos nuestros propios planes.
Estuve toda la noche dándole vueltas a aquella conversación. Por primera vez me sentía unida a mi madre. Sabía que no había hablado con ninguna de mis hermanas sobre ese tema y me sentí importante. Bajé mi hacha de guerra y comprendí que a pesar de nuestras diferencias, ella entendía mi forma de ser y de actuar y que en momentos delicados mi carácter era necesario, razonable y ella se apoyaba en mi. Para mi significaba mucho poder sentir eso.
Desde aquella noche, algo cambió entre nosotras. La semana transcurría pero de una forma muy poco inusual. Todos los días mi madre y yo hacíamos algo. Salíamos a tomar un café, a comprar una bobina de hilo, a dar un paseo… nos reíamos mucho juntas, había nacido una complicidad muy bonita entre nosotras.
Una de esas tardes, me sentía un poco extraña, tenía una sensación de vacío muy interna. Me sentía sola, triste y lo hablé con ella.
– Mamá, no sé qué me pasa, pero tengo una sensación de tristeza muy grande, sé que voy a tener muy mala suerte en la vida, que voy a ser muy desgraciada. – era la primera vez que me abría de esa manera a mi madre.
– No seas tonta, todos pasamos rachas en las que estamos más penosillos de la normal, ¿estás con la regla?- y empezó a reírse.
– Si, pero no tiene nada que ver, es otra cosa.
– Estás más sensible por las hormonas, vamos a tomarnos algo.
Y así dejamos aquella conversación, culpando a esos días en los que las mujeres nos respaldamos para justificar todo tipo de sensaciones extremas y extrañas que pasan por nuestra cabeza y nuestro cuerpo.
Era jueves, mi madre ya había tomado una decisión, iba a intentarlo de nuevo con Juan. Me sentía muy orgullosa con el paso que iba a dar y se palpaba su felicidad.
– Ana, ya he hablado con los caseros del piso de Ronda, ésta noche me lleva Miguel a recoger todas las cosas que quedan allí y se las devuelvo a Jesús.
– ¿Quieres que te acompañe?- pregunté.
– No, volveremos tarde y mañana tienes clases.
– Vale, bueno, tener cuidado, mañana te veo.
Cuando me levanté comprobé que mi madre aún no había vuelto, me extrañó pero no le di más importancia.
En cada cambio de clase la llamé al teléfono, daba tono pero no cogía. Empecé a preocuparme y a sentir unos nervios increíbles en el estómago, algo no iba bien.
Estábamos en clase cuando abrieron la puerta y salió la profesora.
– ¿Qué haces?- preguntó mi amiga.
– Vienen a por mí, -tuve una corazonada.
– Ana, ¿puedes salir?- imploró mi profesora.
Cogí mis cosas y salí.
– ¿Qué le ha pasado a mi madre?
– Ha tenido un accidente, sólo sé eso.
También habían avisado a mi hermana, nos cruzamos en el pasillo. Ambas junto a mi tío fuimos a casa de mi abuela. Allí estaba también mi hermana pequeña. No nos informaban de nada. Sólo sabíamos que había tenido un accidente viniendo desde Ronda.
Nadie hacía nada, me sentía sumamente impotente, empezaron a llegar mucha gente pero nadie sabía que hacer, nadie actuaba y sólo se me ocurrió una cosa. Les dije a mis hermanas que esperaran a que llegase mi hermana mayor, iba a buscar la manera de que alguien nos llevara hasta donde estaba mi madre.
Salí corriendo y fui al trabajo de Juan. Le conté hasta dónde sabía y le pedí que me llevase a Ronda, necesitaba saber cómo estaba mi madre.
Como no era de esperar, cogió sus cosas, me llevó a casa de mi abuela, recogimos a mis tíos y mi hermana mayor y nos marchamos.
Una vez allí, la primera parada fue en el Cuartel de la Guardia Civil. Mi tío se bajó para informarse y volvió al coche.
– Prepararos para lo peor. –fueron las únicas palabras que articuló-.
En ese instante pensé que mi madre había quedado paralítica. Era lo peor que mi mente alcanzaba pensar.
La siguiente parada fue en un edificio donde se leía “funeraria”.
– ¿Qué es una funeraria?, ¡vamos al hospital en el que esté mi madre! -Les gritaba. Tenía tal bloqueo mental que no me dejaba ver la realidad.
Juan y mi tío entraron a una habitación. La espera se me hizo eterna.
Salieron, yo observaba a Juan mientras atravesaba aquel interminable pasillo, estaba completamente pálido y con la mirada clavada en mis ojos. Sólo intercambiamos gestos, yo negué con la cabeza y el solo acertó a afirmar.
Aquello no podía ser real, todo era una broma de mal gusto.
Estábamos viviendo nuestra mejor etapa, mis augurios no podían ser ciertos, aquella sensación de tristeza sólo tenía que ser por culpa de las hormonas…
No se cuanto tiempo pasó, ni lo que hice. Sólo recuerdo que en algún momento llamé a mis hermanas.
– Hola, ¿cómo estáis?
– Ana, ¿es verdad?
– Si.
– Ana, ¿qué va a pasar con nosotras?
– No lo sé, pero sé que todo va a ir bien. No os preocupéis.
Aún sigue siendo la pregunta más difícil que me han hecho.
Aquella noche velamos el cuerpo sin vida de mi madre. No nos dejaban verla hasta la mañana siguiente antes de practicarle la autopsia.
Pasamos la noche en la misma sala, sólo nos separaba un cristal y la tapa de su ataúd. Era impensable que su cuerpo estuviera metido ahí.
Llegó la mañana, mis hermanos mayores se marcharon a recoger los objetos personales que estaban en el depósito.
El forense no hacía más que preguntar si mis hermanos habían vuelto, tenía que empezar. Pero ellos no venían.
– Oye, acaba de preguntar cuanto tiempo tardáis en venir, tiene que empezar.
– Ana, dile que empiece, no sabemos cuanto podemos tardar.
– Vale.
Llamamos al forense para darle el toque de salida y que empezara a diseccionar a mi madre. Sólo el hecho de pensarlo me estaba destruyendo por dentro.
Le pedí verla, pero con una descomunal frialdad me dijo que era menor y que no podía.
¡No se lo creía ni él!
Esperé a que se marchara de la sala, con desprecio lo seguí con la mirada y en cuanto vi en que habitación entró, eché a correr.
Cuando se percató de mi presencia ya no servía de nada echarme de allí, la estaba viendo y acercándome a ella. Le pidieron que me dejara despedirme.
Estaba realmente guapa. Tenía el rostro terso, habían desaparecido las pocas arrugas que se pueden tener a los 46 años. La noté tranquila, relajada. Su rostro reflejaba la paz que la vida nunca le había dado. En cierto modo, la noté feliz.
Abandonar aquella sala causaba demasiado dolor. Era 15 de Octubre del 99 y una vez atravesada aquella puerta, no volvería a verla jamás.
Le pedí a Juan que me llevara a mi casa, había terminado mi estancia en aquel horrible lugar, necesitaba ver a mis hermanas, enfrentarme a la realidad y comprobar que estaba pasando en nuestro nuevo mundo.
Justo cuando estábamos entrando al pueblo, oí como doblaban las campanas de la Iglesia. No eres consciente de lo que punza ese sonido hasta que los escuchas sonar por alguien al que amas y al que no vas a volver a ver…
Han pasado 18 años, ya llevo más años viviendo si ella que los que pasamos juntas.
Sigue lastimando mucho, su ausencia pesa demasiado, nos faltó vivir muchas cosas juntas y seguir compartiendo momentos, bueno y malos.
Quiero pensar que la vida, que sabía lo que nos tenía preparado, nos regaló aquella última semana.
El universo conspiró para que viviéramos juntas sus últimos días, para que ella se llevara lo mejor de mí y yo me quedara con el mejor de los recuerdos.
Todo pasa por algo.
Ella me enseñó a quedarme y ver lo bueno de las cosas.
Así que, aún resignada a aceptar lo que pasó, intentando engañarme a mi misma para poder entender las injusticias, me quedo con que su última semana aquí, entre nosotros, fue la mejor que pasó conmigo en los escasos 17 años que tuvimos la suerte de estar juntas…
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