Es curioso: hasta los cinco años no tenemos conciencia de nosotros mismos, pero a partir de entonces ya tenemos demasiada.

Emilio Gallardo y Rafael Trevas eran internos en el hospital comarcal, que, tras 79 y 67 años, respectivamente, sabían bien quiénes eran.

A pesar de la diferencia de edad, solían sentarse siempre juntos en el mismo banco. Limitaban sus relaciones a ellos mismos, Trevas, que solía estar casi siempre ahí sentado, porque era muy selectivo con las amistades; y Gallardo, que acudía cuando sus horarios de paseo se lo permitían, porque era demasiado cascarrabias para su edad. Que no sabía si estaba recuperándose de unos huesos rotos o cumpliendo sentencia penitenciaria, repetía a menudo. Y que era una faena estar tutelado por una enfermera rancia que te daba un par de vueltas al día en una silla de ruedas, pero que eso es lo que había, respondía con cierta indiferencia el otro.

Esa mañana era un 23 de marzo. Rafael estaba ocupado corroborando unas estadísticas suyas que no tenían ninguna otra finalidad que soslayar el aburrimiento de la rutina hasta que llegara Emilio a eso de las doce. Su estudio, que realizaba mentalmente, probaba que en primavera había mucha más natalidad – el banco estaba postrado frente al ala de maternidad –. Una vez asegurado eso, él y su compañero, que estaba al llegar, formulaban hipótesis sobre la libido que se escondía en los meses de junio, nuevamente para minorar la repetitividad de los días. Él decía que debía ser el calor, pero Emilio sostenía que era el éxtasis de las vacaciones, “¿no ves que la mayoría de parejas son jóvenes y sin casar?” decía.

– Hombre, mi amigo Gallardo, ya tardaba usted en llegar.

– Y a mi pesar – refunfuñó –, la enfermera creyó conveniente subirme la dosis de analgésicos y estuvimos un buen rato discutiendo su total inutilidad, pero ya ve, parece que ella sabe mejor que yo cuánto me duelen mis huesos.

– Bueno, pero usted sabe que aquí uno ya no tiene dignidad. – Trevas siempre intentaba cambiar del tema que irritaba a su compañero – ¿Sabe qué? Ayer recibí un número incontable de visitas, resulta que era mi cumpleaños, en este antro uno ya ni sabe en qué día está.

– ¿Sus padres también se pusieron contentos hace 68 años y 9 meses con la llegada del verano? – bromeó Emilio haciendo guiños al estudio que estaban llevando extraoficialmente – ¿Y qué destacaría de todo lo vivido?

Y así quedó sentenciado el tema de aquel día.

Los dos señores estaban de nuevo ahí sentados, en un banco que parecía llevar su nombre. Su mundo era ese, nada que ver con lo ajetreado del resto del hospital, curioso lugar donde convivían la vida y la muerte. A ellos no les preocupaba su último expiro, ya que la fecha de caducidad se las puso el doctor de la residencia de ancianos al ingresarlos en aquel lugar.

– Como si hubiera algo que destacar. – espetó Rafael – No he hecho nada fuera de lo convencional, tuve cuatro hijos a los que les tengo guardada rica herencia, una mujer con la que me casé en la iglesia que ella eligió y una hipoteca pagada. Don Gallardo, siempre creí hacer lo correcto, pero ahora que estoy aquí día tras día, olvidado, me pregunto, ¿sirvió realmente de algo? – Su tono desesperanzado delataba que nunca se atrevió a pararse a pensar en esa cuestión.

– Bueno, ayer recibió muchísimas visitas por su cumpleaños. – Una joven, que estaba escuchando la conversación mientras vigilaba al que debía de ser su hijo corretear por aquel patio interior, se entrometió.

Rafael Trevas, que no admite comentarios ni mucho menos reproches de cualquiera, se mostró algo hostil.

– ¿Acaso es por mérito propio? A día de hoy hasta el móvil puede recordarles cuándo es mi aniversario. Vinieron y limpiaron sus egoístas conciencias, todo el mundo sabe que no voy a llegar a los 69 – agachó la cabeza y se dirigió a su estimado Emilio – Yo no eduqué así a mis hijos. Su madre siempre les atendía y yo les dispuse de todo lo que necesitaban. Y yo estoy aquí, solo, con un cáncer que no me deja ni despedir el hospital.

Emilio preparaba su respuesta, mitad consuelo mitad contundencia que tanto lo personalizaba, pero la joven se adelantó.

– Pero Señor… – la cortaron.

– Su nombre es Rafael – a Emilio no le gustaba la gente indiscreta y maleducada.

– El mío Diana, encantada. – no captó el rechazo en la voz de su interlocutor, o al menos su tono insinuaba una ironía tan sutil y discreta que no podía del todo distinguirse – Señor Rafael, no sabe cómo han cambiado las cosas de sus tiempos a los nuestros. Estoy segura de que sus hijos querrían verle más de lo que lo hacen, pero todo es diferente ahora. El tiempo no lo gestionamos nosotros.

–Le aseguro que no. El ser humano es social pero egoísta, una personalidad de fórmula extraña que resulta en un absurdo te quiero pero no seas pesado. Encaríñese con su hijo ahora que puede – perezoso de levantar siquiera el brazo, señaló al pequeño con la barbilla acompañado de un brusco levantamiento de cejas – en unos años le agradecerá la educación que le dio, que le permitió acceder a un buen puesto laboral con el que costearle la residencia de ancianos que le podrá financiar a usted y así olvidarse un poco de que existe.

Emilio, engullido ya por su silla de ruedas, sonrió de manera cómplice, aunque afligida. No le quedaba familia viva, tan solo su único hijo, que se fue a Bristol a trabajar, pero sabía que aunque viviera en el edificio de enfrente tampoco coparía sus visitas.

– Bueno – Diana intentó reunir toda la calma necesaria para hablar con gente indispuesta a hacerlo –, debe ser frustrante, pero sea realista, no culpe a sus hijos ni tampoco a usted: nacemos solos y morimos solos, lo del medio es pasajero, efímero. No hay cosa que más enloquezca que intentar buscar la constante compañía de alguien, y que nos dure eternamente.

– Eso es poético en la juventud, cuando aún no sientes tus entrañas pudrirse – alegó Rafael – pero lo cierto es que vivimos solos, pero queremos morir con alguien.

La discusión parecía haber concluido ahí. Diana siguió mirando a su hijo, que ahora jugaba con la máquina del café, aporreándola y escuchando cómo sonaba el líquido en el interior; y Rafael siguió mirando a la nada.

Emilio rompió el silencio tras un par de minutos.

– La culpa no es de nadie y es de todos. Nacemos para estudiar, estudiamos para trabajar, trabajamos para permitirnos una jubilación e invertimos la jubilación en un hospital. – de tanto tiempo estar callado se había ido mentalmente por las ramas y, colmada su angustia interior, exteriorizó sus pensamientos – Así es normal que no tengamos tiempo para nada más que para nosotros. ¿Buscar el bienestar de nuestros hijos qué fue? Proporcionarles la universidad y asegurarnos de que estuvieran bien colocados en su profesión. Entonces podemos morir en paz.

– Es la sociedad en la que vivimos – replicó Diana.

– Eso es un sinsentido. ¿Qué es la sociedad? – Emilio Gallardo parecía molesto – ¿Qué es sino más que una imprecisión que nos exime de toda responsabilidad? “Es culpa de la sociedad” es decir, de todo el mundo y de nadie en concreto. “Es culpa de la sociedad” pero no mía. No vale nada. Somos avariciosos, y los que no lo son están obligados a serlo, porque ese es el triunfo. Perdimos nuestra esencia como personas. Vivimos por y para el trabajo; apuesto a que lleva a su hijo a la guardería por estar laboriosa o incluso algunas tardes para así no tener que aguantarlo. Y si lo tiene en casa será enfrente del televisor.Estamos siempre ocupados como para ser personas, y cuando tenemos tiempo libre para serlo no nos apetece.

Los gruñidos del niño al ver la poca diversión que transmitía la máquina de café comenzaba a irritar a los viejos. Diana estaba ofendida. La verdad duele, aunque la mentira también, y no sabía si le hacía más daño admitir lo cierto de las acusaciones de Emilio o fingir lo contrario.

– Don Emilio – comenzó Rafael entre risas, que sabía perfectamente que solo él podría crecerse tanto en su enfado – , es usted un iluso, somos siente billones de personas en el mundo, introducidos en un mecanismo que no admite errores para que la normalidad y el orden sigan su curso.

– ¿Sabe qué, Señor Trevas? – ambos ignoraban ya a la joven intrusa – La rapidez con la que avanza el planeta me da vértigo. He vivido en dos siglos diferentes y sido testigo de muchos cambios. ¿Se acuerda de la matanza del cochino? Ocurría una vez al año y era todo un festín. ¡Ahora resulta que hay matanzas diariamente en algo parecido a fábricas de carne y a nivel industrial!

– Es curioso cómo los animales se han reducido con el tiempo a simple mercancía. Aunque nosotros no vamos muy por detrás – sonrió Rafael, señalando su pulsera hospitalaria donde solo aparecía su número identificativo.

– Muchas veces me siento como cuando de joven corría mucho, tanto que mi mente superaba mis capacidades físicas y acababa dando un paso en el aire, un paso en falso que me tiraba al suelo. Ese traspiés nos ocurrirá a todos cuando la Tierra diga basta.

Así concluye una mañana del 23 de marzo. La enfermera debía de estar llegando ya a por Emilio: el plato de lentejas del menú de aquel día (caliente en su superficie y frío en su interior porque el microondas iba un poco mal y no parecía incumbirle a nadie) dio por finalizada la charla sin otro objetivo que el desfogue de dos señores y una tercera opinión no muy solicitada. Conversación sin importancia que mañana será olvidada y reemplazada por lo que sea que presente el nuevo sol.

– Supongo que este es el mundo que nos hemos construido – Diana acabó de abrochar a su niño en el carrito, cogió sus cosas y se marchó a prepararse para trabajar, que aquel 23 de marzo le tocaba el turno de tarde.

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