Dejando atrás decenas de caras sin nombre, miradas fugaces y edificios grises, el pintor frustrado corre con una sonrisa dibujada en el rostro y un papel en la mano. El aire que acaricia el vello olvidado de sus mejillas tiene un insólito tinte terroso, y, aunque ha visto cientos de veces cada portal, cada árbol y cada anuncio de su vecindario carcomido por el sol, siente que es un extraño en un lugar desconocido. Su corazón, agitado y nervioso, le ordena detenerse. Abre el papel doblado y se sorprende cuando se da cuenta de que el traqueteo de la carrera urbana apenas ha magullado la seca margarita azul que se escondía entre sus pliegues. Vuelve a sonreír. Bajo la flor se lee, en una caligrafía perfilada con un pincel: Te quiero. Y, cuando levanta la vista, la tiene delante, cubierta por un precioso vestido gris. El vaivén etéreo de su pelo de fuego y sus ojos verdes recogen su mirada en un limbo sin tiempo ni dueño. No la ha visto jamás pero se conocen. No sólo eso. Se aman. Los dos saben que están esculpidos de la misma piedra y, tras dejar sobre sus manos finas el regalo humilde, sus labios se funden como la cera de una vela bajo el calor de la pasión… hasta que ella desaparece, y empieza a llover. Empapado y perdido, la busca, mira a un lado, al otro, pero vuelve a estar solo.
Cuando abre los ojos, la lluvia sobre su piel se ha convertido en un sudor frío. Busca la margarita, y el papelito doblado, pero su mano sólo se aferra a un repliegue de la sábana que le envuelve y le ahoga como una serpiente a su presa. La habitación está, todavía, a oscuras, y guarda el hedor ondulante de unas litronas vacías, del humo olvidado de unos cigarros tras otros y los vapores del aguarrás y el óleo. Envuelto entre telas y desasosiego, salta de la cama y tira de su mesita la fotografía de su novia muerta. La madera añeja del marco y un cristal algo apagado protege del tiempo esa imagen del recuerdo, donde ella y él, juntos, aún sonríen. Tirado en el suelo frío, lo recoge con cuidado, acaricia con la yema de su dedo índice el reborde del vidrio para asegurarse de que no ha aparecido ninguna grieta, y después lo mueve hacia el cabello oscuro y agitanado de la mujer que, una vez, le quiso como a nadie. El pintor frustrado, en compañía de botellas, colillas y cuadros a medio hacer, llora con la voz del niño que fue. Se siente culpable. No sabe quién es la muchacha pelirroja a la que ha amado mientras dormía, pero su corazón se revuelve entre las ascuas de su sueño y la traición de no poder dejar de pensar en una mujer distinta a la que le observa desde otro lugar, a través del espejo de la foto.
Por un momento piensa en los grandes maestros de la pintura, y, como a ellos, espera que su tragedia íntima haga nacer sobre sus lienzos el arte de las emociones que le derrumban, pero las lágrimas siguen deslizándose por su rostro cuando, sobre la madera de sus caballetes, no ve más que mediocridad. Cuando el agua salada de sus ojos le roza los labios, vuelve a sentir la alegría ficticia de unos rojos besos de ensueño, y se pregunta quién será la mujer de pelo de fuego. Sin lavarse la cara, con el pelo revuelto, y sin nada más que el recuerdo del alcohol en su estómago, se pone su gabardina y sale a la calle. Empieza a correr. Deja atrás decenas de caras sin nombre, miradas fugaces, y edificios grises, pero todo tiene el mismo color de siempre, no lleva nada en su mano y, al llegar al lugar donde vio por última vez a esa chica que no había visto nunca antes, no hay nadie. ¿Dónde estás? Grita, una y otra vez. No llueve, pero la soledad le inunda, y, negándose a creer que todo fuera una ilusión, no se mueve de ese lugar en todo el día hasta que vuelve a ponerse el sol.
Llega a casa, hambriento, sediento y exhausto, ignorando los mensajes de su teléfono. Se echa en la cama después de comer los restos de unos macarrones precocinados. No tiene fuerza para luchar con sus pinceles. Y, de repente, vuelve a estar ahí, con ella, y vuelve a ser feliz. El sueño continúa en el mismo y preciso instante en el que desapareció. La muchacha pelirroja lleva la margarita azul engarzada sobre un mechón de su flequillo. Él deja de preguntarse quién es y sólo es capaz de devolverle la sonrisa y las caricias que le sumen en la certeza de un amor auténtico condenado a vivir en otra parte. Ella le coge la mano, hunde sus ojos verdes en los del pintor y, con la picardía de una niña pequeña, le pide que le siga. Le da la espalda entre risas y empieza a correr, haciendo bailar con maestría, al ritmo de sus carcajadas infantiles, el tímido volante de su vestido, como si el universo solamente la hubiera creado para eso. Llegan a un teatro abandonado que en su decadencia todavía es capaz de conservar la grandeza de otros tiempos, y, entre columnas y butacas rojas, la muchacha se baja el vestido y se aman como si no existiera en el mundo nada más que ellos dos. Por primera vez en años, la sala acoge una banda sonora de gemidos, besos y exhalaciones de amantes locos que, esta vez, no vienen de una obra.
Cuando despierta, vuelve a encontrarse sobre las arrugas fosilizadas de su cama. Antes de abrir los ojos tantea con los brazos la colcha. Nadie. ¡No, no, no! ¡Joder! Grita. Arregla las sábanas, guarda una fotografía en el fondo de un cajón y, después de hacerse daño en los ojos quitándose las legañas de un manotazo, lanza unos de sus lienzos al suelo. Coloca uno nuevo sobre un caballete, saca los carboncillos y cierra los ojos antes de empezar a dibujar desesperadamente. Esboza el contorno de su cara, piensa en el escarlata de su pelo y lanza unos trazos volátiles, pero no le convence. Lo borra todo, moja con aguarrás la tela y empieza de nuevo. Sobre un rudimentario boceto pinta los ojos de verde, y le da color a su piel, pero, por mucho que lo intenta, no es capaz de sacar de su memoria onírica la luz de la chica que rescataba a su corazón de un antiguo amor que se había llevado la muerte. Al final de la jornada su habitación se encuentra repleta de retratos con un mismo rostro pero en ninguno de ellos la ve.
El pintor frustrado lo es, entonces, más que nunca. Noche tras noche se reúne con ella en sus sueños, en una historia intermitente que se continúa cada vez que duerme. Día tras día, incapaz de pensar en otra cosa, se dedica en cuerpo y alma a buscarla, recorre los lugares donde han estado juntos, intenta revivirla con sus pinceles y el óleo, pero no lo consigue y, cuando la desesperanza se apodera de él en los cada vez menos frecuentes momentos de vigilia, descubre una vieja pluma estilográfica que le regalaron en la Escuela de Artes. Y, en ese momento, decide no usarla para dibujar. Ha revivido tantas veces cada beso y cada sonrisa que, en sus interludios de desvelo, lo escribe todo. Su corazón vomita letras sobre un cuaderno de cuero. Un torrente incontrolable de palabras. Se olvida del mundo y, en esos días, sólo escribe y duerme. Escribe y duerme. Y esas páginas se convierten en ella, y en él, en su historia, pero no tiene suficiente, porque su vida real se transforma, también, en el sueño oscuro y lóbrego de su ausencia.
Cuando su hermana entra a su casa y le ve después de tanto tiempo, un escalofrío recorre su espalda. Sabe que siempre ha sido un espíritu bohemio, pero no encuentra coartada para la inmundicia en la que vive. Varias decenas de lienzos con una misma cara, una margarita sobre un cabello carmesí, unos mismos ojos o una misma boca apuntalan las paredes, creando una estampa tenebrosa. Escucha respirar profundamente a su hermano en la cama. Sobre el escritorio, reposa una pluma y un cuaderno de piel abierto, y no puede evitar leerlo. Cuando levanta la vista, sus ojos están cubiertos por lágrimas. Nunca había leído nada tan bello. Tampoco sabía que fuera un escritor tan brillante.
Se acerca a él con una sonrisa que se difumina cuando ve, sobre la mesita de noche, un bote de sedantes, y le despierta de su sueño de amor.
—Estábamos preocupados. Escucha, lo que has escrito —empieza a llorar— es precioso. Tienes que enseñarlo…
Abre los ojos, estuporoso, y se da cuenta de que la mujer que le ha despertado no tiene el pelo rojo ni una flor sobre él. Ha vuelto a perderla. Una furia extraña y violenta invade cada rincón de su cuerpo y se levanta súbitamente.
—¿Qué? ¿Qué haces aquí? ¡Déjame en paz! ¡Vete de aquí! ¡Lárgate! ¡No vuelvas a abrirlo! ¡Ni se te ocurra, ¿me oyes?! ¡Que te vayas!
Como un toro bravo, embiste a su hermana con rabia y la empuja hacia la puerta. No escucha sus palabras, ni siente su miedo, solamente piensa en la muchacha de los cuadros. Entre gritos desgarradores, el pintor frustrado convertido en escritor cierra la puerta con llave, golpea los lienzos apoyados sobre el pasillo, que retumban contra el suelo, y vuelve a entrar a su habitación. Angustiado y ansioso, observa cada una de las páginas de su manuscrito, y después los ojos verdes que le miran desde un cuadro. Cubre su cabeza con las manos. Quiere volver a verla.
Horas más tarde, tendido sobre su cama con una sonrisa dibujada en el rostro y con un bote de pastillas vacío sobre la mesita de noche, su corazón deja de latir. En su mano fría asoma la misma flor que titula su novela póstuma: La margarita azul.
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