Lo que me hizo saber que estabas ya perdida, irremediablemente muerta sobre el reloj de mi muñeca, es que ya no era capaz de recordarte. Allí, en mi memoria, yo te recreaba, te hacía bailar desafiando al tiempo. Allí nos encontrábamos durante las noches solitarias. Tú decidías qué ropa llevar y yo dictaminaba cuándo te marchabas. Susurraba tu nombre, sin siquiera despegar los dientes, y aparecías. Te extendías frente a mí, corpórea como un recuerdo tangible, y podía tocarte con los ojos y besarte con las manos. Hacías la noche y deshacías el cielo diurno en pequeños instantes donde ambos nos encontrábamos una y otra vez, girando en el presente que formábamos a través del pasado. Creíamos que así podríamos sobrevivir a las estaciones en nuestro particular mundo.

Te miro la boca y nos sucede el silencio, un suicidio sin despedida, el único rumor humeante del revólver como prueba de la huida: el ascensor ha llegado a su última parada. Enhiesto se alza el piso cuarto, tu destino y el mío. Podría decir “nuestro”, pero aún no poseemos esas confianzas, lo sabes bien. Intento mirarte, sonreírte con esa mueca indiferente de la rutina, pero tus ojos me están buscando para decir adiós y me rebelo contra el segundo que tardas en torcer la barbilla y abrir la puerta para salir de nuestro punto de encuentro. Escucho tu voz desearme un buen día mientras el tintineo de las llaves me recuerda que vas a entrar en tu casa hasta mañana, cuando vuelva a luchar por mirarte.

Cuando te escudriño desde la distancia estás escabulléndote, como si realmente te creyeras capaz de adivinar qué escondo y no quisieras saberlo. A decir verdad, secretos tengo pocos, pero te guardo en el cajón más oscuro y profundo de mí mismo. Si tus juguetonas pupilas entraran en las mías solo lograrías encontrar tu propio reflejo, conseguirías saludarte en el ascensor donde serías dos: tú y yo siendo tú. Tú siendo mirada, yo mirándote. A través de mí podrías llegar a amarte como nunca lo has hecho.

La humedad del pavimento mojado se introducía por la suela de mis mocasines y pensé en ti. Recordé ese amor de estación de repostaje. Llenas el depósito y te vas. Dejas un par de billetes encima del mostrador y te vas. La cuestión es que te marchas y yo me quedo esperando a que vuelvas sin saber que estabas de paso. Una ínfima parte de mí sigue esperándote aunque no quiera. En las tardes de tregua, como hoy, el adictivo frío de tu caricia se hace eco en los escombros de un recuerdo. Me repito que esa es mi venganza: recordarte. Porque a pesar de que me abandonaste, estuviste en mi vida unas cuantas horas, unas cuantas semanas, unas cuantas décadas en mis sueños, y no puedes borrar eso. Ni la muerte tiene ese poder. Estarías pudriéndote bajo el lodo y seguirías viviendo en mi memoria. Al fin y al cabo vencí yo: te tengo aunque no quisieras. Te hago revolotear como una mariposa herida, chocando contra las paredes de mi pensamiento, luchando por salir de mí. Morirás de agotamiento antes de huir.

Pero estabas muerta en mi muñeca, ya no acudías a mi llamada, ya no podía pensarte; reposabas demasiado lejos, más allá de mí, y te desvanecías entre los dedos como débiles copos de nieve. La promesa de que jamás te olvidaría fue vencida. Ojalá pudiera haberte dicho que lo sentía, que deseaba con todas mis fuerzas soñarte. Fui inevitablemente derrotado por el tiempo, mi voz ya no podía pronunciarte. Las letras de tu nombre eran desconocidas, escritas en un idioma que mi edad ya no podía aprehender, a pesar de que siempre te solía decir que tú existirías más allá de la vida. ¡Y lo mucho que viviste en nosotros! Hasta que dejamos de serlo.

¿Cómo te llamabas? No restaba ningún recoveco que oliera a ti. Ya no podía dibujarte en aquel sillón en el que te sentabas a leer. ¿Dónde estaban todos los toques que había dejado tu presencia? El verde respaldo seguía intacto. Hubiera podido acomodarme en la misma postura en la que tú solías posicionar tu cuerpecito. ¿Cómo eras? Solo recordaba la blanca y extensa curvatura de tu cuello. Descansé tantas noches en tus brazos…, ahora ya no podía crear ningún rostro que los coronara, ni siquiera con palabras. Tu cuerpecito, ¿cómo era? Correteabas sobre las sábanas y respondías a la llamada de mis labios. Allí eras tan real que podía rozarte como al terciopelo verde, pero ya no era capaz de recordarte.

Demonios, ¿cómo eras? Eras siendo yo y yo era en ti. Algo de ti habría en mí. Yo seguía siendo real, podría encontrarlo. Solo quería que regresaras, aunque fueras versiones decadentes y fraccionarias de lo que un día fuiste. El corazón se me salía del pecho, tan pleno de sensaciones a punto de desbordarse que se hacía demasiado grande bajo la piel, cuando tú sonreías. Solías sonreír mucho, pero lo hacías con los ojos. Toda una hilera de dientes brillantes reposaban en tus densas pestañas, tan largas que me acariciabas sin usar los dedos. Para amarte, necesitaba otro cuerpo, otros brazos, otras manos…, necesitaba la mejor versión de mí mismo. No la descubrí hasta que tú llegaste. ¿Cómo lo hiciste?, ¿quién era yo antes de ti? Donde reposaban tus finos dedos, ese único trazo adquiría vida bajo las palmas. ¿Eran grandes? Me siento en tu sillón, pero tú no estás. La blanca y extensa curvatura de tu cuello. Yo te decía: “ven, hazme compañía”, y tú venías y te quedabas junto a mí por muy larga que fuera la vigilia. Recuperábamos todos esos momentos que vivimos tan intensamente pero que terminaron siendo demasiado breves. Ojalá hubiéramos podido trascender más allá de nosotros dos, durante cuatro vidas más, para siempre, y aun así me habría faltado tiempo para amarte.

Por un instante sentía que el hueco que ocupabas en la cama estaba lívido por tu ausencia. Yo te decía: “ven, ¿por qué te vas?”, y tú venías, como cuando discutíamos y nos vencían las ganas de abrazarnos. Ahora te gritaba y tu respuesta no era más que silencio. Justo ayer te sentía dentro de mí de manera inexplicable; muy dentro, donde nadie más que yo mismo podía llegar.

Dime, ¿por qué no me dijiste que te ibas?

Justo ayer era capaz de inventarte en el único lugar en el que podías seguir viva. Justo ayer vívida crecías en los torbellinos de mi mente y recordaba tu nombre. Y recordaba el calor de tu risa. Y recordaba cómo abrazar tu sombra.

Ahora solo estabas muerta en el reloj de mi muñeca.

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