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Tenía una expresión distinta. Miraba diferente. Dejó caer la moneda, me sonrió y se fue. Era redonda, de metal, como cualquier otra. Pasé algunos minutos dándole vueltas, como si pudiera palpar una sorpresa. “Qué absurdo”, y seguí tocando. Volví a olvidar el frío de la tarde con la melodía de mi acordeón, aunque la lentitud de los dedos me lo recordaba de vez en cuando. Entumecidos, morados, rezagados cuando llegaban las corcheas.

La calle donde solía acampar estaba llena de tiendas. Era alargada y peatonal, un embudo que sólo dejaba de escupir escaparates al toparse con una plaza rectangular, con un quiosco en medio. Me colocaba a media altura, con un portal a cada lado. Aquellos días sacaba algo más. Era como si las luces de Navidad iluminaran bondades, quizá sentimientos de culpa. Cuando empezaba a anochecer, aprovechaba para acercarme a una fuente redonda y hueca, lo suficiente como para lavarme la cabeza y los brazos.

Tras secarme el pelo con el abrigo, volví a mi sitio con el acordeón. Lo llevaba incluso al baño. Me habían robado muchas veces. En más de una ocasión había perdido el saco de dormir, la mochila y la poca ropa que tenía, pero el treinta y dos bajos viajaba conmigo desde hacía muchos años.

Desde lejos vi un plástico enganchado a mi mochila. Se habría posado allí por casualidad. El viento soplaba y traía bolsas, pero no tardaba en llevárselas. Pesadota, escondía un bocata y una toalla. Lo primero iba a conseguir que durmiera sin hambre aquella noche. Lo segundo, de gran utilidad para los chapuzones en la fuente.

Cuando cogí el paquete y comprobé lo que había dentro, levanté la cabeza. Di una vuelta en círculo. Miré hacia arriba y después a los lados. Nadie. Las puertas de los portales, cerradas. Silencio vestido de adivinanza.

De repente, un ruido. Varios metros más arriba, un tipo caminaba al ritmo de su silbido. La melodía era inconfundible: la quinta danza de Granados. Mi, Fa, Sol, Si, Si, La, Si, La, Si, Mi; para luego ir bajando el compás a la vez que se incrementa el tono. Después, una suave melodía, que se repite y se repite. Lentamente, casi sin querer. La número cinco, la conocida como “Andaluza”. Una de las piezas imprescindibles en mi repertorio de calle y boina en busca de monedas. Enrique Granados inspira felicidad, o así me lo transmitió mi abuela.

Después de una noche no tan fría, quizá por aquello del misterio, logré un café en el bar de la esquina. Había amanecido hace poco. Todavía se sonrojaba alguna nube. Sonaron las campanas de la iglesia. Serían las ocho o las nueve. Empecé a tocar. Cuando las teclas del acordeón pusieron a bailar la “Andaluza” de Granados, naufragué en aquella bolsa, la moneda, los silbidos… Recuerdo una interpretación autómata, de mirada y -lo que es peor- de corazón ausente.

Paré unos minutos. Hacía mucho que no sentía esa sensación de impotencia, de no poder concentrarme. Desde que se acabaron los días de ron, whisky, gritos e intranquilidades había podido dejar la mente en blanco para que las notas pasearan por ella. Aunque esta vez la distracción era algo placentera, transpiraba curiosidad. Eso era todo, supuse.

La inestabilidad y la cabeza llena de diablos alimentados por el alcohol acabaron con mis tardes de escenario. El día del estallido decidí no volver a subir. Después de eso, la calle se convirtió en mi tablado particular. Y ahí estaba, desde hacía mucho, en el coliseo sin paredes. La gente ya no venía a escucharme. Era yo el que asaltaba los oídos de los que paseaban por la zona. Sin pedir permiso y rogando monedas.

Sentado en mi baldosa con un bocata entre las manos, un hombre se me acercó. Me miró a los ojos, sonrió y soltó una moneda. Para cuando quise darle las gracias, ya se había marchado.

La tarde moría canción tras canción, como cualquier otra. Anocheció, cogí el acordeón y fui a la fuente a darme un baño. Hacía mucho frío. La barbilla me temblaba y los dientes castañeteaban a un ritmo desacompasado, como de primero de solfeo.

Al doblar la esquina y enfilar la calle, alguien acostaba una bolsa al lado de mi mochila. Otra vez. Nos separaba muy poca distancia. Le chillé para que esperara, pero no hizo ademán de parar. Aceleró el paso y puso rumbo abajo.

Le seguí. Fui tras él sin saber siquiera qué le preguntaría en caso de alcanzarle. Cargar con un acordeón a buen ritmo no es fácil. La avenida terminó y la distancia que había entre nosotros era la misma que al principio. Había dos opciones: derecha o izquierda. Fui por la derecha. Al ver que no estaba, volví a la plaza donde desembocaba la avenida y giré al otro lado.

No vi nada. Cuando iba a regresar a mi saco de dormir, abandonado entre cartones y periódicos, escuché algo. La puerta trasera de un edificio antiguo, de balconada alargada y señorial, acababa de cerrarse. La golpeé con los nudillos. Apareció un botones uniformado, camisa blanca y traje negro.

—Nos habían hablado de sus virtudes musicales, pero no de sus defectos. Llega un poco tarde, caballero —dijo con una sonrisa.

—Perdone, creo que se ha confundido —contesté sorprendido.

—Acompáñeme.

Subimos las escaleras, la puerta se abrió y una luz blanca iluminó mi cara. Noté un pequeño empujón y escuché: “Adelante”.

Al poner el primer pie en el salón, un crujido familiar. Palestra de madera. Levanté la cabeza y vi decenas de butacas, un teatro improvisado. Mucha gente. Me miraban… Fue como recibir una bofetada. Llevaba años acostumbrado a la invisibilidad de la calle.

Había una silla para mí, tan aterciopelada que daba miedo. Me senté. Fue por instinto. El atril, colocado justo enfrente, sostenía un pequeño programa. Apoyé el acordeón en el suelo para echarle un vistazo.

Repertorio:

Andaluza, danza española nº5, OP. 37 Enrique Granados

Coloqué el papel sobre el atril. Miré al suelo para recoger el instrumento. Algo brillaba, era una moneda.

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