El baile de los números primos

El baile de los números primos

Ankara Gutiérrez

24/04/2017

Salió dando un portazo y allí se quedó María con ese dolor en el cuello y un desagradable carraspeo en la garganta. Apretó los labios y en trece pasos llegó a su habitación, estiró las sábanas e hizo la cama con calmada pulcritud. Cuando terminó, apartó la sábana con cuidado, se metió dentro y allí se quedó tumbada, mirando al techo fijamente, buscando en su lámpara de tela dibujos de cosas conocidas: la mancha marrón de la derecha en forma de círculo un poco abombado, un oso pardo; la mancha blanca, una taza de chocolate caliente con ralladura de vainilla; y esas dos rayas, dos cometas a punto de colisionar. Recordó entonces como en el 86 habían visto juntas pasar el Halley, María desde la habitación y Rally desde la sala, pero juntas, siempre juntas.

Debía de ser mediodía y la luz entraba a borbotones por los agujeros de las persianas. Estaba vestida, llevaba el traje verde, su favorito, y mientras miraba al techo, muy quieta, canturreaba la canción que le cantaba su madre cuando era pequeña. Hacía mucho que Rally no le hablaba así y había llegado a pensar que aquella etapa se había acabado. Pero aquel día Rally volvió a ser aquella Rally que casi se había diluido, la Rally tosca, fuerte. Noventa y siete minutos después, siempre en número primo, se levantó de la cama; era una de las extrañas habilidades de María: ser capaz de medir el tiempo mentalmente.

Y para dar por finalizado el ritual de enfados, abrió la ventana de la habitación; afortunadamente aquel día no llovía y no tendría que pasarse luego el resto de la mañana recogiendo el agua del suelo con la toalla gris del baño. Se mordió el labio inferior para evitar sonreír, pero entre los dientes se le escapaba el aire, nervioso: sabía que después de todo, a primera hora de la mañana del día siguiente, Rally estaría allí puntual; había sido un momento especial. Sacó del armario otro traje verde, perfectamente estirado, y se atusó un poco los rizos plateados.

La primera vez que Rally se enfadó con María era viernes. María no se acostó ni se fijó en el tiempo ni hizo nada salvo llorar. Rally tardó en volver 3 días. La vez siguiente ya sí había disfrutado un poco del momento: sin lágrimas, se había metido vestida en la cama con su traje verde impoluto y, por primera vez, se había fijado en los dibujos de la lámpara. En esa ocasión, Rally solo tardó en aparecer un día; después fue comprobando, de manera más intuitiva que científica —ya que solo sirve la intuición cuando no hay reloj—, que cuando se levantaba de la cama en número primo Rally llegaba antes que si se levantaba en cualquier otro minuto.

Lo de abrir las ventanas no lo hizo por certeza alguna; pero Rally le dijo una vez que era bueno abrir las ventanas para que se ventilase la habitación y entrase aire fresco, así que María se convenció de que, si Rally estaba cerca y veía la ventana abierta, tendría que entrar inevitablemente a disfrutar del aire; ya que además, su habitación era la que más cerca estaba del árbol de las tres ramas más anchas.

Al día siguiente Rally no apareció por la mañana. María se sintió desorientada, no entendía bien qué estaba pasando: porque si había hecho todo el ritual antienfados, ¿por qué Rally no estaba allí? Se sentó en la salita, en uno de los sofás, de espaldas a la puerta, que era desde donde más campo de visión tenía del suelo. Mientras esperaba, trato de tranquilizarse contando las baldosas; sabía de sobra que había ciento treinta y siete porque la que hacía la ciento treinta y ocho la había roto ella misma el día que llegó, y desde entonces seguía así, nadie se había molestado en reponerla. Cuando terminó de contarlas, Rally seguía sin aparecer. Algo había hecho mal. Contó mentalmente los pasos que había dado para abrir la ventana después de levantarse de la cama: siete; y los pasos a la sala: cincuenta y tres. Todo había sido perfecto.

Entonces cayó en la cuenta de algo en lo que no había reparado: hacía exactamente cuatro mil novecientos noventa y nueve días que estaba allí, el último primo que recordaba haber contado cuando había llegado a Santa Elena; por lo tanto, hacía cuatro mil novecientos noventa y nueve días que estaba con Rally. Si Rally volvía, habrían estado juntas un día más que sus equilibrados números. Los números primos nunca tienen otro que les divida, por eso son tan especiales; nadie les puede restar su fortaleza, solo se les puede sumar o multiplicar. En esos pensamientos andaba inmersa cuando escuchó a Rally tras de sí, se giró y la vio: estaba riéndose tranquila con otra paciente que se negaba, como tantas veces ella, a tomarse las pastillas. No se había dado cuenta de cuándo había entrado en la sala.

Rally, después de reírse de aquella alelada, hablaba en tono amigable con otra paciente, una altanera que llevaba la bata verde de la casa de reposo arrugada. Algo imperdonable desde el punto de vista de María, pero eso ahora no tenía importancia: había cosas graves que solucionar.

«Nuestro amor sólo podrá ser multiplicado», pensó. Cogió el taburete de tres patas y con él, y con todas sus fuerzas, golpeó la nuca de Rally, que se desplomó con toda su mole. Al caer, dio con la cabeza en la esquina del mostrador de mármol. María contó los segundos que tardó en dejar de respirar tras el impacto: veintinueve; el taburete quedó partido en dos trozos; la muerte se resumió en un perfecto 31.

María volvió a la habitación y se metió en la cama durante noventa y siete minutos, el tiempo que tardó la policía en ir a buscarla. Esta vez el círculo marrón un poco abombado era un corazón; la mancha blanca, la bata de Rally; y esas dos rayas, eran ellas dos a punto de colisionar.

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