Un banco para sentarse

Un banco para sentarse

Rita Elsewhere

22/04/2017

‒El viejo tomaba las pastillas y se acostaba mientras se acomodaba en su trance. Siempre me describía su estúpido sueño. Veía una casa en miniatura, hecha de plástico. E iba acercándose a ella cuando tragaba lo que quedaba en el vaso. El último sorbo era el más sonoro y desagradable. Dejaba el vaso en la mesilla con un golpe seco y se descalzaba. Las zapatillas olían a rancio. Era peor que el pañal cagado de mi hermano el pequeño. Luego se agarraba al cabecero de la cama e intentaba aproximar su cuerpo al colchón, él solo. A mitad de movimiento me llamaba con un grito, y yo, que estaba en la puerta observando, tenía que ir corriendo a agarrarlo de la cintura para que no se partiera en dos. Sus piernas temblaban como un par de castañuelas mal tocadas. Podía oír el crujido de sus huesos al trasladar su peso de mi cuerpo enclenque a la cama. Ya sentado, tomábamos aire y él soltaba un bufido de típico cascarrabias. «Ayúdame a levantar los pies y meterlos dentro, ¿quieres?». Claro que no quería, tan pronto como terminara con la segunda pierna, empezaría su perorata del sueño. Pero mi abuelo era así. Rígido en todos los sentidos. Él me había criado y su palabra era ley.

—¿Y te contaba entonces lo de la casa?

—Sí. Me sé de memoria cada rincón de ese escondrijo sin haberlo visto jamás. Decía que al sentarse en la cama era cuando sentía que había puesto los pies sobre aquel suelo blanco. Todo era blanco. Me imagino que las largas estancias en los hospitales le habían dado una imaginación monocromática. Y aséptica. A pesar de haber estado ahí desde el principio de todo, la casa no guardaba el polvo; no corría el aire, no había microbios. No existía la vida. En derredor podías ver la nada.

»En su mente, mi abuelo menguado recorría el perímetro de muros abiertos de la planta baja, al tiempo que yo le cogía una pierna, la doblaba con cuidado y la encajaba dentro de la manta. Estirarla de nuevo era cosa suya. Se metía en ese instante, contaba, por uno de los huecos en el muro desigual, que no tenía puertas. Estar dentro le producía una sensación diferente cada vez. A veces se embelesaba contemplando los enormes bloques superpuestos, ninguna pared de las que formaban era recta; tenían salientes hacia fuera, huecos entre medias, partes sin construir sobre las que mi abuelo se sentaba.

»En otras ocasiones le embargaba una sensación de nostalgia por reencontrar a su yo de aquel sitio. Como si él no fuera él mismo. No sé si había más de uno. Parecía como enamorado de esa persona. De verdad la echaba de menos. Y lloraba en silencio mientras yo terminaba de meterle la segunda pierna y lo arropaba hasta la cintura. Sacaba sus manos fuera de la manta y me mandaba estirar la colcha que había doblada a los pies. Cuando se sentía triste, necesitaba asirla y aspirar el aroma intenso a baúl.

»Y así, con la cara apenas sobresaliendo de la colcha, me relataba que había subido al primer piso gracias a los bloques salientes; estos recorrían una de las esquinas del muro por fuera. Los bloques eran todos del mismo tamaño, altos como un niño y anchos como una mesa de comedor. De modo que mi abuelo debía de ser una persona ágil y fuerte en su imaginario. Trepaba con premura y saltaba el último tramo que quedaba desde el bloque-peldaño, suspendido en el aire, y el suelo de la primera planta. Normalmente no caía de pie, pero no le importaba.

»Aquí los muros eran simples pilares en esquinas, con uno de los lados inclinados, asemejaban imponentes triángulos rectángulos. Se tumbaba en el suelo junto a uno de ellos, las piernas colgando hacia fuera, y miraba durante horas cada saliente y recoveco que su vista alcanzara, hasta dormirse al fin.

»Era entonces cuando entraba a hurtadillas en la habitación mi hermana María, y me pedía un cuento. Ella y yo éramos las únicas destinadas a aguantar al carcamal. Nos acostábamos en el cuartucho contiguo y me abrazaba ansiosa mientras le relataba una historia del hombre que subía a por aire.

—¿Era la misma historia que te contaba tu abuelo?

—No del todo… En realidad se basaba en lo mismo. No podía evitarlo. Sus palabras eran tan vívidas que mi imaginación traía aquellos espacios etéreos y blancos, allá por donde caminase mi protagonista. Este también era mi abuelo, o uno de sus alter-egos; tampoco podía evitar eso. La vida de María y la mía giraban en torno a sus quehaceres y deseos como la tierra gira alrededor del sol; como pulgas desorientadas, succionando sangre reseca de un cuerpo abatido. De alguna manera, quería convertir al viejo en un héroe del cual pudiera inspirarme. Para no sentir que mi existencia giraba alrededor de un sol apagado.

»Por eso, iba más allá en mis relatos y el hombre lograba siempre acceder al último piso. Resultaba que los bloques-peldaño tenían otro saliente adherido por el otro lado, el cual el viejo, en su sueño, nunca había visto. El último peldaño de esta nueva escalera tampoco reposaba en el suelo de la siguiente planta, sino que quedaba suspendido a unos metros y rematado en un triángulo isósceles. Nuestro héroe traía consigo una cuerda, blanca y resistente, y lanzaba un lazo enganchándolo al saliente del segundo piso, una especie de tabla decorativa con pico de águila que la ensoñación de mi abuelo solía observar, tumbado junto al pilar. María me pedía que trepase rápido por la cuerda para no caerse al vacío. A las dos nos fascinaba y aterraba aquel vacío. Era el mismo que habíamos venido a contemplar en el último piso sin muros ni techado. El vacío del cielo. El vacío del suelo. Y elucubrando lo que habría más allá, nos quedábamos dormidas.

—¿Qué pasó la última noche?

—El viejo se tomó las pastillas y se acostó. Me miró muy serio y reveló que sabía que mi hermana y yo habíamos subido al segundo y último piso. Habíamos invadido su privacidad, secuestrado a su persona, obligado a que escogiera un camino peligroso.

—¿No sentiste miedo? ¿No intentaste darle una razón?

—No. No dije nada. Siguió hablando, en tono severo, y admitió que había evitado siempre subir a contemplar el cielo, a pesar de que se muriera de ganas por hacerlo. «¿Comprendes?», me espetó esa noche. «Aquel lugar no podía ser explorado al completo, después no habría nada más que preguntarse. Pero por vuestra culpa ahora sé lo que hay. Ahora no tengo más remedio que subir a ver el cielo…». Y miró el vaso de agua vacío que acababa de beber: supo lo que habíamos hecho. A pesar del temor a las represalias, resistí apartar la mirada de sus ojos, al fin, trémulos; y contemplé a mi héroe caído mientras le prometía: «Hay un banco para sentarse, queda a la derecha del triángulo isósceles y próximo a la escultura de bloques abrazados». El viejo asintió: «La escultura es de María». Creo recordar que sonreí. «¿Y el banco?», preguntó. «El banco siempre fue tuyo», afirmé.

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