Ana tenía doce años cuando descubrió que podía evitar el dolor. Sucedió sin querer, una calurosa tarde de mayo mientras jugaba con sus hermanos. Ellos, como todos los niños de ocho y diez años, eran unos brutos, y solo querían jugar a luchar con espadas. Espadas que, aunque de madera y casi podridas por dentro, dolían igual que las de acero. O eso pensaba ella, que se llevaba la mayoría de los golpes.

Fue por uno de esos golpes que estaba escondida en el granero. Intentaba contener las lágrimas y armarse de valor para enfrentarse a sus hermanos (en su familia no se admitían débiles) cuando vio un escarabajo negro. Era un escarabajo normal, con sus seis patitas finas y su rechoncho caparazón opaco, inmune a la presencia de la niña, paseando tranquilamente. Ana se quedó mirándolo y se puso en pie, dispuesta a pisarlo. Bajó la zapatilla con todas sus fuerzas y cerró los ojos, esperando el crujido, pero este no se produjo. Levantó con cuidado la suela y vio al insecto exactamente igual que antes, caminando con parsimonia por encima de las briznas de paja seca. Sorprendida, se agachó a su lado y lo tocó. El bicho ni se dignó a huir, siguió su lento paseo como si nada, primero una patita, luego la otra, y la otra, y la otra, y la otra y la otra. Y vuelta a la primera patita. Ana puso la mano frente a él y la procesión de patitas subió a sus dedos, como si no le importara a dónde ir con tal de seguir caminando. Se lo acercó a la cara, intentando descubrir aunque fuera un mínimo arañazo en su caparazón, había pisado verdaderamente fuerte y en el sitio adecuado, no entendía cómo no lo había aplastado. Fue entonces cuando se lo comió.

Ana salió del granero con una sonrisa pintada en la cara, todavía tenía sangre en la frente y moretones en los brazos, pero ya no le dolía nada. Solo sentía al escarabajo en su tripa, andando, recorriendo su interior en su infinito paseo. Se iban a enterar sus hermanos, no sabían con quién se habían metido. Ella era la mayor, la chica, la fuerte, ¡la que mandaba! Ni siquiera iba a pegarles, no, tenía que demostrarles que era más valiente que ellos y sabía exactamente cómo.

Pablo y Javi se aburrían esperando a su hermana. No era divertido jugar a las espadas sin ella, pero siempre acababa yéndose y ellos tenían que esperar. Además, cuando volvía ya nunca quería seguir jugando, pero al menos proponía otro juego. Era así como funcionaban las cosas. No sabían por qué se iba, pero estaban seguros de que cuando llegara harían otra cosa y volverían a divertirse. Estaban tirados en el patio, haciendo dibujitos en la arena con los palos, cuando por fin llegó. Los niños se miraron extrañados, normalmente no volvía sonriendo.

— ¿Seguimos jugando?

— ¿A las espadas?

— Claro.

— ¿Por qué?

— ¿Por qué no?

— Nunca seguimos jugando.

— Hoy sí.

— ¿Por qué?

— Porque lo digo yo. Y yo soy la mayor y tenéis que hacerme caso.

— Pero nunca lo hacemos así.

— ¡En guardia!

La frase mágica surtió efecto y los hermanos agarraron sus palos como creían que lo hacían los piratas. Se colocaron ambos frente a Ana y empezaron a lanzar estocadas, olvidando lo extraño de la situación y lo extraño de su sonrisa. El dos contra uno era la estrategia habitual: Javi dejó de apuntar al palo, como hacía siempre, para empezar a darle en la mano; Pablo seguía descargando sus fuerzas en la espada de su hermana, así, entre los dos, conseguían que la soltara y se rindiera. Pero esta vez algo no funcionaba, Ana no soltaba su arma. Al principio no se dieron cuenta y siguieron con el juego, pero pronto empezaron a cansarse y a descubrir que los golpes en las espinillas y en la tripa tampoco hacían que su hermana se distrajera. La niña tenía los nudillos sangrando y cada vez sonreía más. Javi empezó a enfadarse porque, además, ella no intentaba herirles, solo se limitaba a parar las estocadas que podía, pero sin demasiado esfuerzo, ¡así no era el juego! Pablo estaba confuso, veía la sangre y los cardenales oscurecerse y no entendía por qué seguían jugando. Él mismo se hizo una herida así en la rodilla cuando se cayó del burro y estuvo llorando media hora… y ¿por qué sonreía Ana?

Cuando Pablo paró de jugar, Javi estaba rojo del esfuerzo y seguía intentando machacar a su hermana. Ella alzó su espada y se mantuvo quieta. Se mantuvo quieta cuando Javi hizo retumbar su palo; se mantuvo quieta cuando Javi empezó a darle en los brazos y cuando empezó a girar a su alrededor. Se mantuvo quieta cuando le dio en la columna con todas sus fuerzas y cuando le hizo una brecha en la nuca. Se mantuvo quieta hasta cuando Javi paró, llorando de rabia, y le gritó que se defendiera y que jugara bien. Solo se movió cuando Javi se calló, entre jadeos, y tiró el palo al suelo. Entonces se enfrentó a las caras atónitas de sus hermanos.

— Gano yo. No podéis vencerme. Soy la mayor y la más fuerte.

— Pero… ¿no te duele?

— No.

— ¿Por qué?

— Porque soy la mayor.

Ana se dio la vuelta y anduvo hacia la casa, dejando a sus hermanos en el patio, uno asustado, el otro enfadado, ambos mudos. El escarabajo le hacía cosquillas en la boca del estómago, quizá tenía hambre y quería salir. Decidió que tenía que alimentarle para que se quedara con ella, no quería volver a sentir dolor. ¿Qué comían los escarabajos? Probablemente lechuga u hojas. Se fue a la cocina y rebuscó en la nevera hasta encontrar la ensalada de la cena de ayer. Cogió una hojita y se la tragó, sin masticarla, seguro que al escarabajo le gustaba masticar por sí solo. Sintió cómo el insecto se acomodaba en su interior y empezaba a roer su almuerzo. Sonrió, ¿qué pasaría si se comiera una libélula?

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