Lo sé, suena irreal, absurdo, y poco original. Muy Kafiano si cabe, cualquiera diría que por no tener otra cosa mejor que hacer extrapolé la transformación de una cosa a otra, como quien coge un lápiz prestado y lo muerde y deforma hasta convertirlo en suyo. Pero las cosas son como son, y aunque no pretendo dar a entender que mi historia es mejor o más interesante que cualquier otra, esto fue lo que ocurrió.
Mi nombre es Peader Pavlovski, aunque mis amigos me llaman Pavlov, o eso harían si los tuviera.
Era una tarde lluviosa de otoño, la corriente hacía pasear las hojas por las calles como si celebrasen un último baile antes de caer al suelo. Recuerdo cada detalle. Yo iba escuchando Dry the rain de los Beta Band, en mi walkman Aiwa Stereo 40. Hacía un frío autoritario que decidía por dónde llevarme y de qué manera congelarme las entrañas. Me condujo hasta una tasca de aspecto dejado. El nombre apenas legible advertía lo que te ibas a encontrar al traspasar la puerta: una barra de madera astillada y sucia que recorría lo largo del bar, lámparas de techo medio fundidas pregonando su inminente final, el humo de los cigarros que se mezclaba con el olor a sudor y fracaso y una humedad intensa que contrastaba con la gélida temperatura de afuera y te invitaba a colgar el abrigo y pedir una copa.
Salí de aquel antro poco después de las diez, debía de hacer una hora y media que había anochecido. Las calles estaban húmedas como una esponja recién usada, y el viento traía notas de olor a tristeza y desinfectante. Llegué a casa dando un pequeño rodeo para que me diese tiempo a escuchar King of carrot flowers, de los Neutral Milk Hotel. Me puse el pijama con Who loves the sun, de los Velvet Underground, me metí en la cama sin cenar y me dormí deprisa.
Amanecí con una impresión extraña. Una especie de picor molesto recorría todo mi cuerpo, desde lo alto de mi cabeza hasta la punta de mis pies. Me sentí apretujado y estático, falto de movilidad. Un escalofrío me estremeció al darme cuenta de que no me encontraba las manos, y al dirigir la mirada hacia mi ser pude ver que lo que antes era una entidad individual, flacucha y de piel pálida, se había convertido en una comunidad de pelos gruesos, rizados y negros como el carbón.
Tardé varios minutos en recobrar el aliento. Una vez me hube tranquilizado, advertí que dentro del conjunto, ni siquiera llegaba a barba, yo era solamente un pelo tieso. Intenté comunicarme con los demás folículos pero ninguno parecía querer salirse de su velludo papel.
Es curioso cómo de repente me invadió una sensación de estridente soledad. Siempre he sido un hombre introvertido y taciturno, pero es fácil olvidarse de ello cuando te encierras en tu propio ensimismamiento. En cambio, verme allí, rodeado de tantos como yo, sin poder hacer ni decir nada, en fin, era desesperante.
El hombre que nos transportaba era bastante ancho, de estatura media y de tez color ladrillo. Todavía roncaba cuando yo desperté, por lo que aproveché para situarme un poco geográficamente. Haciendo cálculos, concreté que probablemente me encontraba más o menos hacia el medio de la barba, por debajo de la boca, más cerca del labio inferior que de la barbilla. Ojalá hubiese sido un pelo de bigote, allí arriba parece todo más sencillo.
Hacia las ocho de la mañana sonó el despertador. El sujeto, al que llamaremos Joseph, saltó de la cama con la energía de un puma, gritándole los buenos días al sol naciente. Joseph era un tipo muy intenso. Le gustaba moverse de forma precipitada, recordando a los vecinos con cada paso que ya era hora de empezar el día. También era un tipo de costumbres. Desayunaba huevos revueltos con bacon, habas, tostadas con mantequilla, zumo de pomelo y café con leche y azúcar. Yo odiaba el momento desayuno. Comía como si al día siguiente no fuera a haber otra oportunidad de probar alimento. Devoraba los huevos con el pan, sorbía el bacon y lo enrollaba entre las habas, derramaba el zumo y nunca tenía la paciencia necesaria para no quemarse los labios con el café. Todo este jaleo repercutía en la zona en la que yo me encontraba, llenando mi alrededor de migas, grasa y gotas de líquido. Y con tal desagradable ungüento, un poco reducido por la gracia de una servilleta, Joseph y yo salíamos de casa, preparados o no para comenzar con las obligaciones diarias.
Otra cosa que me molestaba mucho de Joseph era su carácter de macho en época de reproducción. Cada mujer joven o madura que alcanzase su campo visual era piropeada hasta la saciedad, vestida con una serie de locuciones obscenas bastante mal construidas y que dejaban muy poco a la imaginación. Soltaba su frase una y otra vez, y después reproducía el sonido de un elefante en celo. Yo enrojecía tanto que a veces me volvía pelirrojo.
Pasaron las semanas, y luego los meses, y yo iba creciendo y retorciéndome a placer, adaptándome a la colectividad vellosa y aguantando el picor que surgía de un pelo enquistado cercano a mi raíz. Empezaba a cogerle el gusto a la falta de responsabilidades, a dejarse llevar y formar parte de algo mayor que uno mismo. Me encantaba el contacto con la calle, sentir el aire recorriendo los surcos de cada pelo, las caricias que Joseph me profería en momentos de tensión o nerviosismo.
A comienzos del mes de abril, dormíamos inquietos y nos despertábamos revueltos. Hacía días que Joseph esperaba la llamada de una compañía de seguros en la que le interesaba trabajar. Sobre las nueve y cuarto de la noche de un jueves, el teléfono sonó y Joseph no pudo contenerse más de dos tonos. Descolgó violentamente y acercó el auricular al oído izquierdo, lo cual me venía muy bien para enterarme de toda la conversación.
- -¿El señor Hill? – Se escuchaba al otro lado.
- -Sí. ¡Sí! ¡El mismo!
Le llamaban para una entrevista, en el puesto que tanto ansiaba. A pesar de lo que yo creía iba a ser una reacción propia de su carácter, dando saltos por el piso y demás muestras eufóricas, Joseph colgó el aparato y se sentó en su escritorio a hacer cálculos. Hablaba en voz alta pero suave, organizando el día de mañana, programando cada detalle. Esa noche se acostó antes de lo acostumbrado y durmió quieto, casi como si fuera a romperse por mover un músculo. Cuando sonó el despertador, ya llevaba un buen rato con los ojos abiertos, observando el techo mientras me masajeaba arriba y abajo.
Desayunó un descafeinado con leche y una tostada, masticando de forma pausada y usando la servilleta a cada sorbo de café. Se dirigió al baño para lavarse los dientes, y después de unos segundos observándose ante el espejo, empapó toda la barba de una espuma blanca y suave. Yo sabía lo que eso significaba. Me pareció que me miraba, sólo a mí, agradeciendo los momentos que habíamos pasado juntos. Yo le devolví la mirada, compasivo, retorciéndome sobre mi raíz durante el poco tiempo que me quedaba aferrado a su piel. Cerré los ojos. Después de un rato escuché el sonido de la cuchilla pasar muy cerca, y poco después la sentí en mis entrañas, deslizándose entre la crema de afeitar como un trineo que baja veloz por la montaña nevada. Y caí. Caí despacio, mojado y pegajoso me quedé recostado en un huequito del desagüe. A penas podía mantenerme despierto. Un olor fuerte a after shave me ayudó a soportar el dolor unos minutos de más. Más tarde se abrió el grifo. Y el agua buscó su camino tubería abajo, recogiéndome como en una caricia, llevándome con ella hacia otro lugar.
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