Allí estaba la tía Mila, aunque de figura menuda, presidiendo el salón ya casi vacío desde el fondo de un gran butacón orejero, como si fuera una emperatriz niña en la sala del trono de un antiguo castillo. Bueno, en realidad aquella mujer no era exactamente su tía, sino hermana de su abuelo, pero la había criado como a una hija, al igual que había cuidado de su madre cuando llegaron las dos solas desde Argentina huyendo de la dictadura de Videla. A sus abuelos, los padres de su madre, no había podido conocerlos: desaparecieron una noche en Buenos Aires, en algún punto entre su casa y las “instalaciones” de Automotores Orletti. Así que era su tía-abuela, o su “retía” como decían allí en el pueblo, si bien eso de los parentescos siempre le había parecido un galimatías un tanto absurdo: no tenía abuelos, su padre había actuado siempre como si ella no existiera y su madre… ¿Qué sentido tenían todas aquellas etiquetas? Esa viejecilla que ahora se hundía en el sillón era la única con la que tenía una verdadera relación de afecto. Y ahora se empeñaba en hacer como si ya no le importara su “pendejita”, como solía llamarla de niña. Inés no podía creer el esfuerzo que les había costado convencer a su tía de que dejara aquella vieja y lóbrega casona y se fuera a Madrid para estar más cerca de ella y mucho mejor atendida en la residencia.

Sobre sus huesudas rodillas descansaba una vieja caja de latón llena de papeles amarillentos, cartas quizás, y algunas fotografías. La anciana había cogido una de ellas y la sostenía con suma delicadeza, como si tuviera miedo de que se deshiciera entre sus manos como una hoja seca. No había oído a Inés entrar en la habitación.

—¿Quién es la mujer de la foto, tía?

Mila levantó la vista y pareció no reconocerla al principio. Tenía los ojos brillantes y apenas la miró un segundo antes de volver a concentrarse en la foto.

—Tu abuela… Rosita la del Maipo… —tarareó siguiendo una melodía incierta que parecía conmoverla, ignorando la mano tendida de Inés, que tuvo que acercarse y ponerse detrás de ella, apoyada en el respaldo del sillón, para poder ver la fotografía más de cerca.

—¿Esta era la madre de mi madre? ¡Qué guapa!

Mila pareció recuperar de repente la compostura y levantó un poco el retrato, como si estuviera mostrándoselo a un auditorio invisible.

—Y la que mejor cantaba… creo que mi hermano nunca llegó a entender la suerte que tuvo, ¡todo el que conocía a Rosita acababa enamorado de ella!

—¿Dónde está hecha la foto? Parece que está como muy oscura.

—En el Maipo. Esa noche nos colamos después del cierre y ella se subió al escenario y me cantó un tango de Gardel.

—¿Os colasteis? —Inés se sentó en el brazo del sillón y la miró sonriendo, para animarla a seguir hablando.

Por un momento, el destello de las lágrimas en sus ojos se intensificó con la emoción y el dolor de los recuerdos que acudían en tropel a su memoria.

***

Cuando Rosita y ella se colaron aquella noche por la puerta trasera del Maipo, justo antes de que cerraran, Mila pensó que ese era sin duda el día más feliz de su vida. Estaba tan nerviosa que apenas podía contener la risa mientras corría detrás de su cuñada por los pasillos en penumbra, arrastrando la bolsa con el nuevo vestido que había terminado de coser hacía solo unas horas. Aún quedaba algún hilván en una de las mangas que, con las prisas, no había podido quitar, pero tenían que hacerlo esa noche, era probable que no hubiera otra oportunidad como aquella.

Por fin llegaron al patio de butacas. Aquella sala era tan impresionante que Rosita había frenado el paso y ahora avanzaba despacio, con la boca abierta y la cabeza mirando al techo mientras iba palpando los bordes de los asientos para no tropezar en mitad de aquella semioscuridad. Mila intentaba seguirla muy de cerca y podía distinguir sus lindos dientes, pequeños y apretados, por la comisura de su boca entreabierta de admiración. Llevaba los labios pintados con el mismo carmín de siempre, que olía a cerezas, y de vez en cuando rozaba como sin querer, como si ella también estuviera intentando no tropezar, su cálida y delicada mano.

—¿Viste, Mila? ¡Qué sitio tan relindo!

—¿Seguro que no van a descubrirnos?

—¡Ay, Mila! ¡No seás boluda! Te digo que esta es nuestra noche. Pasáme el vestido, ¿querés?

La madre de Mila había recalado en Buenos Aires a principios de los años cuarenta, sola y con dos hijos, sin saber nunca si su marido habría conseguido pasar a Francia cuando ellos embarcaron en el Stanbrook rumbo a Orán, desde donde más tarde cruzarían el Atlántico en busca de una vida mejor, libre de los sobresaltos de la guerra. En cuanto Mila fue capaz de enhebrar una aguja, tuvo que ayudar a su madre a coser para las señoras de los barrios ricos y, cuando murió, ella se fue a vivir con la familia de su hermano. Desde entonces, aportaba todo lo que podía de lo que ganaba haciendo arreglos. No es que le sobrara el dinero, pero si alguna vez podía hacerse con alguna tela bonita, la aprovechaba para hacerle un hermoso vestido a Rosita, para que pudiera llevarlo en sus actuaciones de los cabarets. Y ese era tan especial que habían decidido que tenía que probárselo en un escenario de verdad, uno de los grandes, y le había prometido que allí le cantaría un tango de Gardel. No quería ni pensar en lo que diría su hermano si descubriera lo que estaban haciendo y que, además, le habían cogido su cámara fotográfica.

El vestido era discreto, pero se ceñía al cuerpo de Rosita como si quisiera abrazarla, y con el pelo recogido dejaba al descubierto un coqueto lunar que tenía en el cuello. Mientras Mila la ayudaba a abrochárselo, un olor mezcla de perfume y sudor empezó a marearla. Nunca la había tenido tan cerca, aunque había visto muchas veces, a hurtadillas desde la puerta de su habitación, cómo su hermano realizaba aquella misma operación. Cuando estuvo preparada, Rosita le indicó con la mano que se sentara en el escenario y empezó a cantar, con voz muy queda para que no las descubrieran. En la imaginación de Mila, ella siempre era la protagonista de todas aquellas canciones, y ahora la tenía ahí delante, estaban solas y cantaba solo para ella. No podía ser más feliz.

Cuando regresaban a casa, aún no habían pensado en qué le contarían a Gonzalo para explicar cómo habían roto la cámara. Estaban tan concentradas en el tango que no se habían percatado de que alguien se acercaba por el pasillo central con una linterna. Al oír gritar al guarda, se asustaron y salieron corriendo y la cámara se golpeó contra una de las butacas del teatro. Por suerte, parecía que Gonzalo aún no había llegado, así que probablemente tendrían una noche más para inventar alguna historia convincente.

Al cerrar la puerta de su habitación, la tensión se deshizo y cayeron las dos riendo sobre la cama de Rosita, recordando la cara hinchada y roja de rabia del guarda que las había echado del teatro entre gritos y amenazas de llamar a la policía.

La carrera había hecho que Rosita sudara más, y el olor que desprendía su perfume era cada vez más intenso. Por primera vez, y aunque no se llevaban tantos años, Mila sintió que ya no la trataba como esa chiquilla pecosa que había conocido cuando su hermano la llevó a casa de su madre para anunciar que se casaban. Emocionada y sin pensar, se dejó llevar por esa especie de alegría ingenua del momento y por ese aire de complicidad de las travesuras compartidas, y la besó en los labios.

La cara de Rosita era más de sorpresa que de enfado, eso seguro, pero no tuvo tiempo de averiguar qué se le habría pasado exactamente por la cabeza. Gonzalo llegaba ya silbando por el pasillo, con el buen humor que solía traer de esas reuniones a horas intempestivas de las que rara vez hablaba, y Mila se fue corriendo, frustrada y avergonzada, al cuarto que compartía con su sobrina Luisa.

Aquella noche, escondida con la niña mientras los militares se colaban por la puerta de atrás de la casa para llevarse a su hermano y a su cuñada, Mila pensó que ese podría haber sido el día más feliz de su vida.

***

—Inés, ¿dónde está la tía? Dile que tenemos que irnos ya.

—Se ha quedado dormida en la butaca del salón.

—Pues habrá que despertarla, el taxi está a punto de llegar. ¿Lo tiene todo preparado?

—No. —La anciana apareció en ese momento por la puerta de la cocina, y de repente parecía más fuerte, más alta, erguida sobre el apoyo del bastón—. Yo no me voy a Madrid, Luisa.

—Pero tía, por favor, si ya lo hemos hablado…

—No quiero ir. No quiero ir. No quiero ir a una residencia… —La cogió del brazo y apretó con fuerza la vieja fotografía delante de ella—. No he escapado de guerras y dictaduras para acabar metiéndome yo solita en una jaula, por muy cómoda que sea.

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