Su barba y su melena expuestas al viento de proa, sus manos firmes al timón y la determinación anclada en su rostro, componían la estampa de un pirata. Así se sentía: corsario, sí, pero justiciero. Que su padre lo hubiera desheredado no importaba… quizás lo mereciera. Pero que sus hermanitos lo dejaran al margen del negocio había colmado el vaso. Robar el barco fue fácil, hundir el tesoro también. Ahora quedaba navegar y esperar. Los colombianos, nerviosos por no encontrar el alijo, lo pagarían con sus hermanos y luego él, sólo tendría que dar las coordenadas del hundido tesoro.

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