DOMINGO DE CONFINAMIENTO

DOMINGO DE CONFINAMIENTO

En aquellos días, el domingo era aún más tranquilo de lo habitual. Parecía un domingo de silencio plomizo. Nada más lejos de la realidad.

Al salir al balcón, te diste cuenta del ruido callado. Estaba de repente ahí para ti. Aguzaste el oído y notaste cómo la naturaleza estaba más viva que nunca. Quizás porque la huella humana se había invisibilizado, y había perdido su banda sonora.

Se oían trinos de pájaros, un gallo cantaba; y a lo lejos, algunos perros de pueblo ladraron. Te tuvo un tiempo distinguir si otro extraño sonido, como un seco repiqueteo, era el croar de las ranas, o el graznido de un grajo de los que por allí solían merodear. Lo del grajo te pareció más probable, porque pensar en sapos trasnochados era más insólito. El estanque primaveral de más allá de la carretera, tenía una sobrecogedora y anfibia vida nocturna. Seductores y lujuriosos sapos competían por ranas que se hacían de rogar. Pero la seducción era solo de noche. Como la de la luna. Como la de las brujas.

Aquella mañana, el sosiego se interrumpía solo por el estruendo de algún coche ocasional. El motor que se atrevía a romper el mágico equilibrio sonoro, era una puñalada en tu bienestar.

Respiraste azul oxígeno y llamaste a tu hija, para que disfrutara del momento contigo. Se rió de ti, claro está. Había sido recientemente abducida por una nave extraterrestre o algo similar, habiéndose mutado en una adolescente rebelde a la que te costaba volver a conocer.

—¡Qué ñoña te pones, mamá! —dijo, en tono indefinido, no supiste interpretar si cariñoso o burlesco.

Miraste al jardín de la deshabitada casa del vecino. Su frondoso nisperero estaba ya descabezado; las palomas no habían dado tregua, llevaban días hartándose de esa dulce fruta dorada. Cuando osaron posarse una vez más en tu tejado, te sorprendiste gritándoles; sus excrementos no tenían nada de bucólico, y verlos impactados en la escalera de tu porche, te ponía de muy mal humor. Se habría roto entonces el encanto de aquel domingo tranquilo.

Entraste a casa dispuesta a la recogida y limpieza. Buscaste colaboradores. La única que seguía tus indicaciones era la Roomba, y con dificultad. Los niños (es un decir, más altos que tú, en realidad) estaban a su aire, protestando como una manada de ñus, y funcionando como crías de perezosos, en la dinámica cotidiana. “¡Qué bonita es la maternidad!”, pensaste. Como cuando interrumpen con reguetón tus sesiones de meditación, esas que son para relajarte, y les gritas como la energúmena que creías no ser. Por eso practicas, para dejar de serlo. Ellos no cambiarán, pero a ti dejará de importarte, o eso esperas. Mundo de principitos sin reino, las nuevas generaciones enrocadas en sus castillos, modernos dispositivos para la vida virtual. Y desde allí, a lo lejos, miran el virus y el miedo pasar. No va con ellos.

Cocinaste tanto que se te fue de las manos, como te puso en Facebook una amiga, ante las fotos de varios manjares desafiantes del riesgo cardiovascular. “Es que tengo tiempo”, te excusaste.

El tiempo, ese chicle que se estira y se encoge, y viene con manual de instrucciones en blanco. Manual que te habías empeñado en que escribiera otra persona, hasta que te diste cuenta de que eras tú misma, y ambas estaban, por fin, en proceso de cambio.

Pasaste media tarde revisando mensajes de whatsapps. Vídeos, imágenes y audios con formas y contenidos de todos los colores y formatos posibles. ¿Con o sin filtros la vida? Difícil elección. Desde los de rollito positivista que consiguen que te sientas una mierda, a los de bromas que desencadenan carcajadas culpables, hasta los de datos amarillistas de una hecatombe que ni la tercera guerra mundial. Fotos, gráficos, memes, diálogos, dimes y diretes, malditos chats, a ver quién despotrica más… Supuesta solidaridad compartida y buenos deseos en redes sociales. Miradas de desconfianza y miedo en el hipermercado. Debajo de las mascarillas, todos somos anónimos peligrosos, potenciales contagiadores. ¡Qué desconcierto estos días de pandemia! Como todo el mundo, andabas descolocada.

En la tardecita, tocó sesión de gimnasia. Con una aplicación proyectada en el televisor, chicas de 20 años y 50 kilos te recuerdan que te has pasado de talla y de edad. Su sonrisa permanente es un puro acto de provocación. “Debería ser atenuante en caso de asesinato”, pensaste, sin poder seguirles el ritmo.

Y, por fin, la noche. Otro momento de relax. Saliste a la entrada a ver las estrellas. Él te acompañó. Con la luna por techo y una copa de vino en la mano, sentados en la escalera, jugasteis a tararear canciones. Los hijos os mandaron a callar. Y desobedecerlos fue una auténtica transgresión.

En el fondo, vosotros os sabíais afortunados. Brindasteis por estar juntos. En ese mundo de incertidumbre y pánico que agonizaba, en ese planeta sin abrazos, teníais un fuerte inexpugnable y la tragedia no os había golpeado.

No todavía

Primavera de 2020



Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS