Soledad, tristeza y dolor.

Soledad, tristeza y dolor.

Las cosas fugitivas, no se aman, eso sería como engendrar en nuestros corazones, la pasión por el tiempo, que siempre es un ahora, que se nos va; por los vientos que pasan silenciosos, sin darnos la oportunidad de retenerlos un instante o por esos cúmulos blancos y multiformes, suspendidos en lo alto del cielo azul, que inexplicablemente, se pierden a nuestro mirar.

Los pueblos y las ciudades, si tuviesen sensibilidad, serían también fugitivos, para no ser amados, de seguro huirían eternamente del dolor, la tristeza y la desolación, que vive en sus entrañas. Los hombres y mujeres, que viven en ellos, en estos tiempos aciagos, no quieren un arraigo espiritual, que los ate a una circunstancia de apego, ahorrándose así, la pena y el pesar de sentir amor.

– Ayer fui joven – murmura Juan en su mundo de silencio y soledad – hoy, triste, envejecido y abandonado estoy, lo que vivo, solo se compara a un infierno.

– ¿Por qué lo dices, viejo? – Pregunta el muchacho, que ocasionalmente le lleva pan y café a su asentamiento humano.

– Si, esta ciudad, alberga muchos demonios y muy pocos ángeles, diariamente veo desfilar ante mi, la maldad y la indiferencia – dice Juan con mucha tristeza.

– Señor, debemos tener esperanza y mucha fe – responde el joven caritativo.

– Si, muchacho, la gente normal debe tenerla, pero aquellos como yo, ya la hemos perdido – contesta Juan muy triste – el dolor y el abandono, lapidaron nuestro ser, llevándonos a los profundos abismos del sufrimiento, las personas me miran sin ver, somos ajenos al dolor, invisibles con nuestras miserias.

Esa noche, finalizando el mes de diciembre del dos mil veinte, las lluvias arreciaron y el frio en su  su alma, se agudizó. Era normal, estaba triste, siempre lo estaba, pero en esos momentos, estaba desolado.

El parque y las calles adyacentes, estaban desiertos, todo el entorno estaba como  él, devastado, afligido y atormentado en lo profundo de su ser. Ocasionalmente, se veía pasar, raudo y con los ojos desorbitados por la abstinencia, a un adicto empedernido, en busca de la sustancia que calmaría su ansiedad, pero que paródicamente, lo acercaba mas a la locura.

Las putas caídas en desgracia, también  se aventuraban a salir de sus oscuridades. Ya que los clientes no iban donde ellas, ellas iban en busca de ellos, ofreciendo sin misericordia su mercancía de amor , para poder subsistir.

Los adictos y las prostitutas, deambulan sin protección, ya nada les importa, ni siquiera su propia vida, son el producto del mundo, que una vez escogieron, para su propia desgracia.

Y mientras ellos, junto a los habitantes de la calle, la vida los obligaba a enfrentar una existencia sin destino, el resto del mundo se debate en el mas terrible de los dilemas, ocasionado por un enemigo invisible, que los confina, haciendo de ellos, victimas mortales por doquier. 

Él, amarrado con hilos invisibles a el frio banco de cemento, no trataba de escapar de su cárcel voluntaria, es que fuerzas ya no tenía y en su triste soledad, como un chispazo de inspiración, llegó a su mente, un gran pensamiento, veía al mundo, que luchaba por sobrevivir de esa terrible pandemia en todas las latitudes, el cual se enfrentaba en silencio a una epidemia mucho peor, que acabó con la inocencia del espíritu y muestra a todos, el rostro interno de sus propias vidas, indolentes, mezquinas y miserables.

Los pájaros nocturnos, entonaban sus cantos melancólicos, tristes e incesantes, como un recordatorio de la triste realidad. Y en lo alto, allá en el firmamento, la luna, lívida y triste, en medio de negros nubarrones, miraba con angustia, el dolor que la humanidad soportaba.

El frio viento, lo abrazaba y a su oído murmuraba  cosas, de hechos lejanos, que solo él podía entender, porque la sensibilidad del alma, a los elementos puede escuchar.

La infame cobardía, de quienes son incapaces de amar, solo alcanzan en sus almas, tener para si mismos, una disculpa, que aliviane el peso de sus conciencias.

En el silencio, el dolor y la soledad, de su triste existencia, vivió entre el bien y el mal; entre Dios y los demonios, arrodillado ante los excesos y el arrepentimiento, pero siempre con la fe que le mostraba lo correcto y lo alejaba de las mezquindades del alma.

Sentía en sus adentros, que las fuerzas lo abandonaban y que ni siquiera era capaz, de una imploración mas, vilmente estaba abandonado por todos.

La fe, esa misma, que se apodera del alma y permite alcanzar la máxima expresión del ser, le marcaba la ruta, dándole las únicas razones para vivir, porque lo hacia creer y lo impulsaba a amar. Ahora, mientras el mundo, se debate entre el llanto y el dolor, víctima de la mortal pandemia, las ceguedades cotidianas, que impiden ver el horror de la vida, mostraba la miseria que se guarda en lo profundo de los corazones. Ante tanto dolor, resumía en su silencio de muerte, un solo deseo, el deseo de morir. 

En silencio, el mismo que siempre lo acompañó, Juan, con tristeza, sonrió y muy quedo, solo y agonizante, susurró : – Ya no mas, no quiero sufrir mas – y lentamente, en posición fetal, se acomodó dentro del frio banco de cemento, recordando el tiempo que vivió en el vientre de su madre. Cerró sus cansados ojos y dormido se quedó… por toda la eternidad.

En las primeras horas de la mañana, en medio de una triste soledad y un frio de muerte, fue encontrado sin vida, el que todos conocían como Juan de la calle, el que nunca tuvo un camino, pero que hizo muchos, en su andar.

Un periódico local, tuvo a bien una nota destacar  y escribió, así : «Muere anciano de la calle, abandonado en su propia pobreza».

Mientras tanto, en el mundo la pandemia a pasos agigantados crece, la gente en su soledad, muere y  muchos inconscientes, al son de la música, se divierten.

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