UNA DOLOROSA CAMINATA POR MI BARRIO

UNA DOLOROSA CAMINATA POR MI BARRIO

MARTA BEKERMAN

05/01/2021

Por Marta Bekerman

Don Raúl era una persona muy amable, aunque su cara presentaba signos reveladores de que su vida no fue fácil. Una cicatriz muy visible en su mejilla derecha, amplios huecos entre sus dientes y un cierto aire de melancolía y cansancio en la expresión de sus ojos.

Lo conocí haciendo compras en el almacén de mi barrio de Barracas donde trabajaba en atención al público. Siempre se lo veía de buen humor y congeniamos muy bien desde un principio. A menudo nos regalábamos algún chiste o comentario sobre lo que pasaba en los alrededores. Nuestra relación llegó a ser tan cordial que, algunas veces, ponía en la balanza varios gramos más que los que hacía figurar en los tickets de pago.

Un día llegué al almacén casi a última hora. No sólo me recibió con la sonrisa de siempre, sino que tuvimos la oportunidad de tener una conversación más larga, favorecida por la falta de otros clientes en espera.

Surgió el tema de su hijo y de su orgullo porque había reiniciado sus estudios. Por primera vez, sentía que el muchacho podía tener un porvenir mejor al suyo. Sobre todo porque en algún momento había estado con malas compañías, lo que desencadenó un drama. Cerró los ojos mientras me contó que un día, para defenderlo, se vio envuelto en una riña donde apareció un hombre muerto. Hasta que pudo demostrar su inocencia, pasó tres años en la cárcel. Con esos antecedentes conseguir un trabajo se convirtió en una misión imposible siendo el comienzo de una larga e infructuosa búsqueda. Cuando casi desesperaba fue aceptado para trabajar en el almacén. Le resultó casi un milagro.

Algunos meses más tarde, al regresar de un viaje, volví a ese almacén. Pero ya no encontré a don Raúl detrás del mostrador. “El negocio ya no da para tener empleados” fue la breve explicación del propietario. No volví a tener noticias suyas y, con el tiempo, su imagen se me desdibujó.

Desde entonces pasaron algunos años y ahora, ya no recuerdo desde cuándo, estamos sufriendo los embates de una increíble pandemia. Parece tratarse de un mal sueño, “Quedate en casa para cuidarte y cuidarnos”, es la frase que más se escucha en estos días. Pero hoy me siento como si estuviera despertando. Es que llevo largos meses encerrada y necesito salir para mirar el afuera. De recuperar la sensación del viento acariciando mi cara; de respirar un aire tan puro como el fresco aliento de las mañanitas de campo y de vagar sin rumbo por las calles de mi barrio de Barracas.

El mundo exterior me va mostrando un panorama casi fantasmal. Muy poca gente en la calle. Muchos negocios cerrados que parecen gritar la tristeza de sus dueños. En la Parroquia de Santa Lucía parece vivirse un clima muy triste con mujeres ubicadas en sus escaleras para pedir algún tipo de ayuda.

Camino tratando de absorber esta nueva realidad. La que me obliga a usar este odiado barbijo, al que siento como una especie de dictador, el responsable directo de mi permanente sensación de claustrofobia.

Tomo un camino sin rumbo por la Avenida San Juan y al llegar a su cruce con la calle Defensa me sorprendo al observar una larga cola. Tan larga como los perfiles de un tren cuyo fin se ve a lo lejos. Miro esas caras. Son hombres y mujeres que parecen moverse en torno a una pared de silencio.

No me lleva demasiado tiempo entender que están esperando su turno para que les entreguen una bolsa con comida. Las están repartiendo algunas personas jóvenes, integrantes de una cooperativa barrial, que tratan de moverse con la mayor agilidad.

Me detengo unos momentos como hipnotizada. Tenía muy claro que la pandemia había agravado la, ya dramática, situación de pobreza en la Argentina. Pero enfrentarla así, en forma tan descarnada, me genera algo parecido a un shock eléctrico. Esas personas, que sufren una larga espera, parecen depositar su mayor expectativa en poder alimentarse. ¿No es eso demasiado doloroso? ¿Cuánto tiempo dura la espera de cada día para llegar a comer?

En medio de esas reflexiones la reacción de uno de los hombres, que están en la cola, llama mi atención: apenas recibe su bolsa de alimentos se sienta en un cordón de la vereda. Allí mismo empieza a comer tan rápido como su escasa dentadura se lo permite. No puede hacer esperar a su hambre, lleva ya demasiado tiempo.

Atino a acercarme y decirle buenos días. Percibo cierta sorpresa en su mirada y, entonces, descubro la cicatriz en su mejilla derecha. Siento que una inmediata palidez invade mi rostro y apenas alcanzo a ahogar una exclamación de sorpresa. “¡Don Raúl es usted, no puede ser!” estoy a punto de gritar. Pero la voz no sale de mi garganta. Siento el impulso de sentarme a su lado en ese sucio cordón. De preguntarle que le pasó. De hacerle compañía mientras come y, al mismo tiempo, de pedirle perdón. Perdón por mi cómodo olvido. Por no haber, al menos intentado, evitarle tanto maltrato.

Pero, como tantas iniciativas que nos asustan, opto por continuar por mi sendero sin rumbo. Claro que no puedo escapar de esa tormenta interna que se empeña en atacarme con preguntas. ¿Llegó a reconocerme? ¿Por qué no traté de hablarle y hacerle compañía? ¿Fue por temor a que se sintiera humillado? ¿O tuve miedo de no saber que decirle?

A pesar de ese desasosiego no puedo evitar la comparación entre mi malestar de todos estos días, ante mi confortable encierro, con este drama que se presenta, para tanta gente, a pocas cuadras de mi casa. Entonces tomo conciencia de que mi molesto barbijo se va humedeciendo, cada vez más, alimentado por unas irreprimibles lágrimas de impotencia.

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