Una casa esquinera pintada de blanco con techos de  arcilla , buhardillas y un florido jardín que la rodeaba. Tenía tres pisos y doce habitaciones; largas escaleras en madera y balcones. La casa hacía parte de un complejo de propiedades grandes con estilo Europeo; ubicada en medio de tres de los más grandes ismos: Islamismo, Cristianismo y Ateísmo.

En frente quedada la embajada de Palestina. Una edificación hermética como quienes habitaban en ella. El único sonido vivo que se escuchaba comenzaba a la madrugada, una voz masculina que entonaba el primer rezo del día. Las mujeres silenciosas y ausentes con sus trajes largos y sus rostros cubiertos.

En la diagonal derecha se podía ver una edificación muy cuidada de jardines frondosos y grandes ventanas. Una comunidad de religiosas cristianas vivía allí; tan silentes y prudentes como las mujeres árabes, vecinas de menos de una cuadra.

Al otro lado de la calle, hombres y mujeres cuyo dios era el teatro. Un lugar de encuentro para bohemios. Aquel era un barrio de ismos porque su único motivo era la entrega a lo que cada uno entendía como su razón de vida.

Había alguien que distinguía entre los rostros y los pasos de aquellas personas que cruzaban las mismas calles sin siquiera observarse. Era Bazán, un hombre alto, robusto, de ojos intensamente negros, tanto como lo era su único traje. Un hombre que parecía siempre estar de buen humor. Era árabe y no hablaba español, a penas pronunciaba tres palabras: hola, gracias y adiós, acompañaba esas palabras de un gesto con la mano derecha en señal de calidez.

Pasaba horas caminando por las calles del barrio, a veces se sentaba a acompañar al vendedor de una caseta de dulces ubicada en la esquina, o llegaba a la casa pintada de blanco a hilar alguna comunicación con la encargada; otras, simplemente se sentaba en el jardín de la embajada a recoger las hojas secas que caían de los árboles.

No tenía amigos y parecía no encajar en ningún lugar; siempre iba de riguroso negro como si fuera el doliente de alguien muy querido. Con su gesto saludaba a las religiosas de la comunidad, a los amantes del teatro, a sus coterráneos, los de la embajada; de hecho, saludaba a cualquier persona con la cordialidad de su sonrisa y el brillo de sus ojos, no tenía juzgamientos para con nadie, era sencillo y tierno como un niño aunque su contextura dijera lo contrario.

Una noche se presentó un robo en la casa, un hecho que logró convocar lo impensable: Árabes, Cristianos y Ateos reunidos en el umbral de la casa, discurriendo en cómo pudo suceder el hecho; unos revisando la infraestructura, otros, cerciorándose si los habitantes estaban bien, algunos más, tranquilizando a la encargada, y otros, hablando con la policía.

Bazán llegó ofreciendo café. Una gran taza que pasaba de mano en mano y de la cual todos bebieron un sorbo, no hubo distinciones. No eran tiempos de pandemia, ni de protocolos. Fue un tiempo único. Bazán, un hombre que nadie conocía en profundo, con el que pocos iban más allá del saludo había logrado una conjunción impensable. Una simple taza de café y un hecho doloroso habían acercado, al menos por un instante, la brecha del entendimiento.

Nunca se supo cómo ocurrió el hecho, como tampoco nadie supo jamás donde vivía Bazán. Cada pequeño mundo siguió su curso, las mismas calles y las mismas personas, sólo que ahora lo único que tenían en común era la estimación por un desconocido llamado Bazán.

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