El repiqueteo de una uñas larguísimas y rojas sobre la mesa de madera acompaña el compás de la música de fondo de una copiosa tormenta que desde hace tres días no da tregua en París. Ruth mira como sin mirar lo poco que puede verse de la calle tras la gris cortina de agua. Mira mientras fuma y deja salir el humo por una rendija minúscula que también es un poco de aire en la cara entre tanto encierro.

Mirar la calle se ha convertido en un placer, observar como un espectador el ir y venir de la gente cobijándose bajo los paraguas, algunos negros, otros que parecen brillar en el gris imperante de la Rue de la Roquette, ver gente correr a sus coches o salir de los zaguanes con la mano en alto apurada parando un taxi, como en una escena de un film.

La música sin pausa de las uñas de Ruth golpeando en la madera rompe la monotonía de la tarde desde ese ángulo de mesita rinconera con una copa por la mitad y un cenicero medio vacío. O medio lleno.

Siempre todo es según como lo miremos, piensa Ruth, que mira tanto.

El humo y la humedad son una mala combinación, piensa mientras juega con su anillo. Lo hace girar, se lo saca, se lo pone, estira los dedos alargados. Pita, apoya el cigarrillo, toma un sorbo de vino. Cruza las piernas, mueve su pie en redondo, deja caer su mocasín beige dorado, observa las uñas también rojas de sus pies tan cuidados, escondidos en los zapatos de este otoño que parece no terminar.

Piensa que tal vez esta lluvia limpie el cielo de una vez, exprima las nubes, las estruje como un gran trapo de piso gris y termine de derramar toda su suciedad de una vez para dar paso al sol, a los cielos azules, a los verdes fosforescentes, a la vida otra vez.

Hace meses que casi no sale, escribe en casa, trabaja en casa, de vez en cuando se arrastra hasta el bar de la esquina a beber algo mientras ve a la gente pasar. Pide siempre vino, a veces tinto, a veces blanco, según el clima, y fuma, Piensa que si tuviese perro en vez de gatos, los llevaría al bar, pero no. Tiene dos gatos que la esperan maullando a los gritos detrás de la puerta, hasta que la escuchan subir las escaleras al volver.

Piensa en todo eso mientras ve que la lluvia también se está llevando la posibilidad de bajar al bar. No hay mesas ni sillas de esterillas en ninguna vereda y París se ve más triste que nunca.

Se acomoda los zapatos y va hasta el dormitorio a buscar algo de abrigo ligero porque se puso fresca la tarde. Encuentra un chal amarillo sobre la butaca de al lado de la cama. Se mira al espejo, acomoda la camisa negra con plumetí en las mangas dentro del pantalón, para que se vea el cinturón dorado. Se mira de frente y de perfil, se abraza con la improvisada manta amarilla, se peina con los dedos la maraña ondulada que la humedad se empeña en desatar con furia, y se sonríe.

Vuelve al rincón de la ventana, se sienta y bebe, el sol tímido se escapa de a rayos entre las nubes espesas e ilumina las chimeneas terracota, las mansardas negrísimas y el gris, por un momento, reluce casi dorado. Todo por un minuto empieza a tomar color, la lluvia amainó y la música que resuena es la trompeta invasora del vecino de arriba. Mañana será mejor.

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