Han salido de paseo como todos los días sobre las seis de la tarde. Después de 45 años juntos, piensan que no tienen todo hablado. A ellos no les afecta el toque de queda decretado por el gobierno desde las diez de la noche a las seis de la mañana. A esas horas están calentitos en la cama. Además, en su barrio de Las Delicias, de momento, el Covid 19 solo ha hecho cosquillas. Durante el día se han restablecido las costumbres cotidianas y la mascarilla es voluntaria. El toque de queda lo han montado los que mandan, más bien pensando en los vividores nocturnos. El consumo de alcohol los hace parlanchines, al hablar a la vez no se entienden, al no entenderse se acercan, al acercarse se cuentan sus cuitas y entre las cuitas se refugia el bichito.

    Ella, Felisa, a pesar del régimen de comidas, no consigue mejorar la apariencia: amplias caderas, barriga indisimulada, pelo encanecido, pómulos prominentes y nariz chata. El, Fidel, sin pelo, delgado, con un mapa plagado de olas en la frente. Se aceptan como son.

    Caminan despacio hacia el parque de La Paz. Allí se sentarán en un banco para recuperar las pocas energías consumidas y para matar el tiempo. De repente, observan un coche de policía por la calle Arca Real con la sirena a todo volumen, y a los pocos minutos una ambulancia con el mismo alboroto.

    ––Esto tiene pinta de que van a recoger a un muerto ––dice ella.

    ––No tiene por qué ser así. Puede tratarse de un herido––dice él.

    ––Pero vamos a ver. Ante un accidente, ¿Quién llega antes: la policía o la ambulancia?

    ––Primero la ambulancia por si hay un herido, para anticiparse.

    ––Pues no. Primero llegará la policía para organizar todo.

    ––Qué más da. Lo más seguro es que llegará antes quien esté más cerca del lugar del accidente.

    ––Ni hablar. Los del 112 son listos y avisan primero a la ambulancia. Cuando la ambulancia llega más tarde es que no hay mucho que hacer y van a confirmar la muerte del lesionado.

    Es un sábado del mes de septiembre, el parque está concurrido, niños que brincan por el césped, otros juegan en los columpios. Las madres están con un ojo en una conversación y con el otro, pendientes de los movimientos de sus pequeños. Fidel y Felisa se sientan en un banco que acaba de dejar otra pareja y con otros dos bancos situados enfrente, montan una tertulia. Se han olvidado de inmediato de la pequeña discusión y la paz vuelve de nuevo al parque. Una señora comenta la experiencia de esa semana al llevar por primera vez a su nieto al colegio infantil. No le había visto llorar tanto en su vida. Al segundo día lloraba menos, al tercero ya no lloraba, y el último día ya quería ir al colegio. Le contestó otra señora ––maestra jubilada ––que el periodo de adaptación lo sufren más los padres y los abuelos que los niños.

    Durante uno de los pocos silencios de la animada tertulia, se oyen unos gritos de una mujer:

    ––¡Socorro!, que alguien me ayude, que venga un médico.

    Se observa gente que corre hacia un grupo de arbustos. Una niña de unos tres años hace aspavientos, intenta toser y expulsar algún objeto que se le ha trabado en la garganta, pero no lo consigue. Llora desconsolada. La que se supone es su madre, le da golpes, primero en la espalda y luego en el tórax. Le mete la mano en la boca. Otros con el móvil llaman al 112. Pasa el tiempo y la niña pierde la conciencia, el color de la cara se va poco a poco amoratando. Fidel y Felisa también se han acercado a ver qué ocurre. No llegan a ver a la niña, a causa del nutrido grupo de personas que la rodean, pero su cara se tensa y su gesto se ensombrece. Una señora de entre 65 y 70 años, detrás de ellos, pide paso, decidida.

    ––Déjenme pasar. He sido enfermera.

    Después de preguntar a la madre lo que pasaba y contemplar unos instantes a la niña, la coge desde atrás con sus brazos, la aprieta contra ella y con dos golpes, con la parte posterior del pulgar de su mano, consigue que salga por la boca el hueso de un albaricoque. La niña comienza a respirar y poco a poco vuelve en sí. La madre llora de alegría, la niña comienza a llorar igualmente. A Felisa también se le resbala alguna lágrima.

    La gente, recuperada del susto, se va desperdigando. De repente, se oyen unas sirenas. Es un coche de policía y una ambulancia. Llegan juntos.

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