MI CALLE (En pandemia)

MI CALLE (En pandemia)

Patricia Guebel

24/12/2020

Mi calle es magnífica. Hablo de lo que significa para mí. Tiene algo más de 800 metros, pero con manzanas largas, de modo que estamos hablando de unas seis cuadras.
Nace en un vértice en donde concluyen otras calles. Una podría ser paralela, si mi calle no hiciera una gran curva y la otra es perpendicular y se despiden de su historia ni bien nacen. Luego termina, mi calle, en la vereda sur de la playa, porque olvidé decir, que ella, Magnífica, contempla la desembocadura del río Grande en el océano Atlántico y ese es, no otro, nuestro vecino del frente. Calle loca, despierta siempre, con nieve, hielo, lluvia. Siempre tuvo un agitar de patinetas, rollers, gente que ejercita trotando o corriendo, bicicletas de tamaños variados y perros paseados por sus dueños. Cada tanto, ofrece asientos para descansar de rutinas de ejercicio, frio extremo y perros impetuosos.

Siempre fue así. No este año, pandémico y solitario. Un año en que la calle, esa llena de actividad, se transformó en la contemplación a través de la ventana. Autos escasos, salidas imprescindibles.
El bicherío se sintió a sus anchas, los pájaros revoloteaban donde nunca antes, los perros se adueñaron de veredas y pasos, sin mirar las posibles consecuencias de que alguien viniera. Los gatos empezaron, de a poco a visitar casas vecinas y sentirlas como propias, sin pudor alguno, si es que los gatos tienen pudor, cosa que ignoro, pero me tienta pensar que sí.
Mi visión del mundo se limitó a este palco desde la ventana. Para mejor contacto no volví a cerrar cortinas. Mi jardín y la vereda me separaron de magnífica. El cantero y la otra parte de la calle, de él, el mar, que a veces agitaba su espuma, a modo de saludo y me mostraba el esplendor casero de sus patos y gaviotas, que por tan vistos se habían vuelto invisibles y ahora, desde mi mecedora contemplativa, redescubría, gracias a Pandemia. Algo bueno tenía que tener, pensé para un egoísta y personal consuelo. Bueno, soy humana, no me pidan perfección.

Aprendí a quererla así, desolada, nevada, fría.

Mi contemplación se volvió casi obsesiva. No, no necesitaba ver gente en ella, solo quería verla, sentir que sus treinta metros me separaban de la profundidad y los misterios del océano y ese era su enorme regalo, su ofrenda magnífica que yo recibía sin preguntarme si era merecedora, porque esas preguntas ya no las hago hace tiempo.
Magnífica, mi calle, mi lugar, justo en la curva, frente al mar me mantuvo viva hacia afuera en épocas de distanciamiento y aislamiento. Ahora, de a poco y sin motivo, comenzó a poblarse.
Patricia Guebel, diciembre 2020

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