Cuando Rosa y yo nos separamos decidí volver a Madrid e instalarme en Manuel Noya, en el piso de mi familia que había quedado vacío tras la muerte de mi madre. Aunque tenía previsto trasladarme a finales de enero, entre la reorganización de la empresa para el tele-trabajo y el resto de asuntos que debía dejar cerrados no pude mudarme hasta principios de marzo. Allí estaba, por fin, en un piso de cuatro habitaciones para mí solo en el barrio en el que había crecido: Usera. Al llegar encontré todo más cambiado que la última vez, cuando vine al entierro. «No importa ―pensé― tendré tiempo de sobra para explorarlo todo».
Telefoneé a algunos amigos que seguían viviendo en la zona para quedar a tomar unas cervezas y ponerme al día, pero, para sorpresa de todos, debido a la pandemia ese fin de semana se declaró el estado de alarma en todo el País, estableciéndose un confinamiento que duraría hasta el mes de junio. De momento mis exploraciones se restringirían a las estancias del piso que acababa de ocupar; al menos no tendría problemas de espacio. Coloqué el portátil y todo lo relacionado con el trabajo en la habitación que en otros tiempos compartía con mi hermano. Es la más grande y tiene, además, unas vistas magníficas: la calle es muy amplia y cuando la contaminación lo permite se alcanza a ver el edificio de Telefónica, en Gran Vía; los demás días puede uno entretenerse observando los trapicheos del barrio. Del resto de las habitaciones dos las habilité como dormitorio y gimnasio ―una esterilla y dos pesas―, y la más pequeña la llené con las cajas que algún día empezaría a desembalar.
Los primeros cambios en el barrio los comprobé nada más salir al balcón: los bajos del edificio de enfrente, donde antes había dos bares ―uno de ellos famoso por sus sartenes de gambas― y varios pequeños comercios, estaban ahora ocupados por un Ahorramás y una frutería marroquí. La sensación de tristeza por las pérdidas se convirtió en satisfacción ante la posibilidad de hacer la compra cruzando la calle. El quiosco de periódicos, al que acudiría todos los días nada más levantarme ―la prensa se consideró actividad esencial―, seguía estando en el cruce con Marcelo Usera, la calle más importante del barrio.
Durante el confinamiento me vi, como la mayoría, atrapado en el tiempo: de lunes a viernes trabajo en el ordenador toda la mañana, comida y siesta frente al televisor, lectura, bajar a comprar, cena, algún capítulo de la serie que estuviese de moda y a la cama. Los fines de semana sustituía el trabajo por vídeo-conferencias, más series y más lectura ―y más cerveza―. Así los días se fueron sucediendo, uno tras otro, sin una idea clara de la fecha en la que vivíamos, hasta que empezó la famosa desescalada… y con ella las excursiones por el barrio.
Todos los días, después de comer, cerraba los ojos en el sofá pensando en los sitios que recordaba del pasado y por la tarde dirigía mis pasos hacia alguno de ellos. Lo primero que me llamó la atención fue que, después de tanto tiempo de encierro, y en muchos casos de soledad, la gente se saludaba al cruzarse por la calle, aunque no se conocieran ―y eso que entonces todavía no era obligatoria la mascarilla―. En mis paseos descubrí que los billares ya no existían desde hacía mucho, en su lugar encontré un locutorio de esos desde los que también se puede enviar dinero al extranjero; el dueño del asador de pollos se había jubilado y el local lo ocupaba un “chino”, y el mercado seguía en pie pero reconvertido en “espacio gastronómico”. Podría seguir enumerando los cambios que se habían ido produciendo a lo largo de los años, pero en realidad no tenían tanto interés: la vida siempre deja el pasado atrás. La transformación más relevante que se había producido en Usera tenía que ver con sus habitantes. Cuando yo me fui era un barrio envejecido, donde la mayoría de los que quedaban eran personas mayores, de la generación de mis padres. Ahora se había convertido en un barrio multicultural, en el que junto a los vecinos de toda la vida o sus descendientes, como yo, convivían latinos y orientales. Con ellos, además, habían vuelto los niños a sus calles y sus parques. Me recordó al barrio en el que crecí, el barrio en el que se instalaron, en los sesenta, todos los que venían huyendo de la miseria a la que les condenaba entonces la vida en el campo. Aquí empezaron de nuevo, aquí nacieron sus hijos. Como aquellos, los nuevos habitantes suelen ser trabajadores poco especializados, muchos de ellos con empleos precarios, afectados además por las regulaciones de empleo y los cierres motivados por la pandemia.
Coincidiendo con la mal llamada “nueva normalidad” volvieron los calores de siempre. Solo se podía salir a la calle a primera hora de la mañana o al ponerse el sol. Menos mal que para entonces ya había descubierto que el edificio de la Junta Municipal del Distrito, en la Avenida de Rafaela Ybarra, albergaba también una biblioteca. En esta biblioteca me refugiaba casi todas las tardes, escapando de la canícula madrileña, y allí fue donde conocí a Mei: después de coincidir varias veces mirando las mismas estanterías, llegamos a la conclusión de que teníamos los mismos gustos literarios y decidimos descubrir si compartíamos otros intereses.
Estos últimos meses Usera y otros barrios similares han sufrido lo que se conoce como cierre perimetral ―en pocas palabras, solo se podía salir de aquí para trabajar―, pero la gente ha sabido sobrellevarlo. Ahora, después de Navidad, son muchos los que piensan que, ante el avance de una nueva ola del virus, sería necesario otro confinamiento. No lo sé. Pienso en ello mirando a Mei, dormida en el sofá con la cabeza en mi regazo, y me niego a pensar que porque sea de origen chino deba saber más que yo.
Fuera está empezando a nevar.
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