Lo primero
es el calor, las gotitas en el pecho que ya empaparon la camiseta y
el punchis, punchis de las rocolas. Una canción que medio se escucha, la
cháchara vecina que ya no alcanzas a distinguir. Risotadas de carnes
viejas, sombras metálicas sobre los párpados. Alguien que se mueve con
dificultad entre las mesas. Algo que lleva, algo que trae. El aroma agrio
del sudor y las partículas del zumo que sacan los limones al intentar
exprimirlos mezclándose con el polvo del lugar.
Te preguntas por
qué, Gustavo, pero no te lo preguntas. En realidad, es un eco que no ha
desaparecido pero que logras olvidar en ratos hasta que vuelve a
escucharse. Quizá así funcione la conciencia, no lo sientes, pero sabes
que lo sientes y lo sientes.
Ya el cuello
está cansado, ya los hombros pesan más de lo normal. En la mesa,
la humedad se ha extendido sobre el mantel de
plástico y deforma las frutas que le estamparon. Hipas de forma
intermitente, intentas enfocar la vista en algo al fondo, pero es la sensación de culpa que no se
va.
Lo segundo son
los días nublados, en los que la ciudad te gustaba. Húmeda era otra cosa, parecía respirar desde tu pecho. Seguías el movimiento de las palmeras, el aire te entraba por los poros y parecía para ti cada espasmo de las cosas. Te gustaban
los domingos de tianguis con tu madre, las mentadas de wevos a la sorda
con los comerciantes sin que lo notara la jefa; las plazas del centro y el
sonido de las aves al despuntar la tarde.
No sabes en qué
momento se perdió la inocencia, en que rincón del día quedó abandonada la
infancia. Pasaste de hacer mandaditos a cantarles corridos en
cotorreos. El aire caliente, trajo consigo a la temporada
caliente. Siempre pensaste que el clima determinaba mucho de lo
sucedido la ciudad. En la calle: catálogo de fauna salvaje, los
juegos dejaron de serlo, la cosa se puso seria, Gustavo.
Lo tercero fue
sacar del barrio a la jefita, ser lo que entendiste que era ser un hombre.
Hay un toque en ello de solemnidad; la familia del barrio te lo enseña/
la colonia que te pinta. Paridos en la misma calle, enmendados a las
mismas veladoras, hijos siempre de la lata de aluminio y el alumbrado
público, tenías una sentencia. Intentaste hacer las cosas bien, pero con
miradas acusatorias y los malos tratos descubriste que la ciudad se
dividía, que había un lugar en el que de plano no cabías, mano.
Hay que lidiar
con el mundo de forma constante, Gustavo, y llega un punto en que la vida
parece más el postergamiento de una chinga absoluta, que una
oportunidad de desarrollarse. O al menos así funciona para la gente como
tú,para la gente como nosotros.
Resignado a ser
la escoria del mudo por nacer sin la certificación de una
familia acomodada, te la tuviste que navegar por las calles con la cabeza
baja de regreso a casa tras terminar jornadas de 9 horas en las que nunca
fuiste más importante que el trapo con el que secabas los platos.
Conociste
rincones, Gustavo; gatos y perros que sintieron lástima por ti. Pagaste las
deudas, ¡y algunas veces llevaste de cenar a tu madre! Miserable.
Lo cuarto fue el
celular y tu esquina, la nueva chamba. Estar pendiente y avisar cada que
alguien desconocido entraba. Ponerte al tiro con los puercos y
saber observar. Nada mal, Gustavo, en el peor de los casos te tocaba una
tabliza por patrulla, y siempre tuviste una vista privilegiada.
Comenzaste a
ganar tus 300 pesotes al día; tenías saldo ilimitado y te la
pasabas llamando a amigos que nunca ibas a visitar, pavoneándote en los estados
que subías a tus redes.
Mamá ya no hacía
de comer, arreglaste que a diario le llevaran lo que dispusiera de la
fonda. ¿Qué podría salir mal, Gustavo? Si tú solo te dedicabas a cuidar y
avisabas cada que entraba la policía.
Lo quinto fue
ganarte la confianza, que
el encargado te invitara a comer y las comidas se convirtieran en pedas en
las no tenías nada de qué preocuparte; eras el niño consentido, te querían
pal bueno de la colonia, para administrar lo que se generaba desde ahí.
Pero te rehusaste, Gustavo, no eras ambicioso ni temerario como para
digerir toda aquella ilegalidad.
Y lo
entendieron, te aprecian mano, ni siquiera se molestaron por la
negativa, soltaron una carcajada y volvieron a beber sin darle importancia
a lo que acababa de ocurrir. Todo bien.
La bronca vino
ayer, cuando le contaste a Redel que tu jefecita no conocía el mar. No
pensaste que esta mañana organizaran un desayuno donde te darían
dinero para que te dieras unas vacaciones con la Madresanta; tampoco
imaginaste que este día verías tu primer levantón, que te obligarían a ser
parte de ello, y mucho menos que sería a un morro del barrio, a uno de
esos compitas con los que hablabas y creías que no volverías a ver.
Se pararon, y lo
treparon. Lo levantaron sin avisarte, cayó a tus pies y no supiste qué
hacer. Redel se burlaba. Tú temblabas. Cuando bajaron y lo descubrieron no pudiste
ignorarlo; él no se sorprendió al verte, era
digno. Estaba por morir, y en su
mirada descubriste la misma lástima con la que te veían los perros y los
gatos. Sentía pena por ti.
Redel te dijo
que era una chingadera que nunca hubieras llevado a tu jefita al mar, se
carcajeó de lo pobre diablo que eras mientras el tipo permanecía hincado.
La llevarías a conocer “las bondades del trópico”, repetía y extendía las
manos en el aire señalando un paisaje imaginario.
Después saliste
de la casa de seguridad, Gustavo, estabas confundido. Condujiste hasta
este botanero y ahora estás aquí,,
intentado enfocar la imagen al fondo, pensando en las bondades del
trópico, en tu madrecita, y en la deuda que acabas de contraer.
Quizá así
funcione la conciencia
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